miércoles, 31 de marzo de 2010

Londres otra vez

No sé qué tal nos irá mañana, pero de momento tenemos la satisfacción de pensar que hicimos bien al retrasar nuestro viaje un día. De no haber cambiado nos habríamos encontrado que nuestro vuelo estaba cancelado. Crucemos los dedos para que mañana no tengamos trabas.

Como se puede ver, el tiempo que nos espera en Londres no es demasiado bueno (por no decir atroz directamente; con un vocabulario variadísimo, eso sí) y, dado que en Lleida no aprendí la lección (y no voy a ir a Londres con las deportivas plasticosas y horteras de emergencia que compré allí) y sigo sin tener calzado adecuado para la lluvia y dado que sigo odiando los pies mojados, creo que nuestra primera parada no será ni la Half Price Ticket Booth de Leicester Square ni las librerías de Charing Cross: la primera parada - si la encuentro, claro - será una zapatería donde pueda hacerme con unas buenas "wellies".

Concluyo con unas palabras de Helene Hanff en The Duchess of Bloomsbury Street:

All my life I've wanted to see London. I used to go to English movies just to look at streets with houses like those. Staring at the screen in a dark theater, I wanted to walk down those streets so badly it gnawed at me like hunger. Sometimes, at home in the evening, reading a casual description of London by Hazlitt or Leigh Hunt, I'd put the book down suddenly, engulfed by a wave of longing that was like homesickness.
Toda mi vida he querido visitar Londres. Solía ir a ver las películas inglesas sólo para mirar las calles con casas como aquellas. Mirando la pantalla en un oscuro cine, sentía como si de hambre se tratara las ganas de caminar por aquellas calles. A veces en casa por la noche, leyendo cualquier descripción de Londres de Hazlitt o de Leigh Hunt, tenía que dejar el libro de inmediato puesto que me invadía una oleada de algo parecido a la morriña. (Traducción muy rápida y muy cutre - hay muchas cosas que hacer hoy - mía).

¡Hasta la vuelta!

The Duchess of Bloomsbury Street, de Helene Hanff

Es un misterio para mí cómo 84 Charing Cross Road es un éxito (muy merecido) y, sin embargo, el resto de los libros de Helene Hanff son dificilillos de encontrar, cuando, por lo que yo he ido leyendo, son auténticamente suyos y si te gusta uno, es probable que también te gusten los demás.

The Duchess of Bloomsbury Street en particular me parece imprescindible. Puesto que si te ha gustado tanto 84 Charing Cross Road, la consecuencia lógica es que estés deseando saber qué le pareció Londres a Helene la primera vez que puso allí los pies. Pues bien, esta consecuencia lógica no parecen tenerla tan clara las editoriales, sobre todo las españolas, en inglés al menos se encuentra en segunda mano. Pero el año pasado LittleEmily me avisó de que la bonita edición del 30 aniversario de la editorial Virago de 84 Charing Cross Road* incluía The Duchess of Bloomsbury Street así que cuando lo encontré en Shakespeare and Company en París no pude dejarlo escapar (y ahora está estampado con el sello de esa librería, doblemente especial). Cuando por fin lo compré pensé, incluso estando en París, que lo leería antes de ir la próxima vez a Londres.

Casi me olvido de mi autopromesa, pero la semana pasada me acordé a tiempo. Y qué delicia de libro. Me reafirmo en lo de que si a alguien le gusta 84 Charing Cross Road es difícil que no le gusten los demás libros de Helene Hanff, pero eso es aun más cierto de este libro. Hay pocos textos más emocionantes que las primeras páginas donde Helene prepara el viaje y se ve a las puertas por fin de pisar la "Inglaterra de la literatura inglesa" que tanto y durante tantos años ansiaba conocer.

Y la conoce y, como siempre, deslumbra al lector con sus conocimientos de anécdotas impagables y su capacidad de absorber nuevas anécdotas**, pero no sólo eso: no hay que olvidarse de que aunque ella visita Londres en los años setenta, la experiencia del turista que llega a Londres/Inglaterra y se encuentra con una serie de cosas chocantes no ha cambiado. ¿Hay alguien que haya vuelto de Inglaterra sin una anécdota sobre su fontanería? (El número de Helene en la ducha del hotel es divertidísimo), ¿hay alguien a quien no le haya chocado algo del comportamiento británico? etc. Pues Helene Hanff en ese aspecto es una turista más, sólo que es probable que cuente las anécdotas que surgen al respecto mucho mejor que nadie.

Pero Helene Hanff no es sólo una turista, es la autoproclamada duquesa de la calle Bloomsbury, porque a raíz de la publicación en Inglaterra de 84 Charing Cross Road y del éxito que tuvo antes en Estados Unidos, llega a Londres donde le espera una agenda de por sí apretada y un montón de cartas de gente que quiere conocerla y llevarla a ver sitios, invitarla a cenar, etc. Y Helene, que no es tonta, claro, se deja mimar, más que nada porque cada comida o cena a la que la invitan eso que se ahorra y eso que reinvierte en prolongar su estancia en Londres. Y así va descubriemdo - o le van descubriendo - sitios muy curiosos, la mayoría de esos que no salen en las guías.

Ver Londres a través de los ojos de Helene es una maravilla, es divertido, es interesante, es único. Y es la preparación ideal para el viaje que empezamos mañana.

* Obviamente la edición combinada hizo irresistible el ignorar 84 Charing Cross Road, así que al pasar la última página de The Duchess of Bloomsbury Street, después de leer el prólogo de Anne Bancroft y la introducción de Juliet Stevenson no dudé en ir directa a la primera carta. Ya no hubo marcha atrás y, claro, cuando Manuel se enteró de que los estaba releyendo de nuevo no pudo contener un "¡¿otra vez?!"

** Por lo visto un vendedor de libros antiguos le contó la anécdota de que después de la Segunda Guerra Mundial en Londres había muchos libros y muy poco espacio donde albergarlos, así que los libreros decidieron aprovechar los cráteres que habían dejado las bombas. Luego vino la reconstrucción de las calles y los edificios y nunca nadie pudo desenterrar los libros, que siguen ahí (o seguían supuestamente en los años setenta). No sé si será verdad o le estarían tomando el pelo a Helene, pero por si las moscas habrá que prestar atención a los socavones londinenses.

La foto la hice en febrero del año pasado y lo que se ve es el edificio donde estuvo Marks & Co, en el 84 de Charing Cross Road, donde ahora hay una plaquita en honor de Helene Hanff y donde, al menos en esa fecha, había un restaurante. Cuando Helene Hanff visitó el lugar en este viaje, la librería ya no existía, pero el local estaba vacío, así que Helene pudo entrar, ver las viejas estanterías vacías y guardarse las letras de MARKS & CO. que aún quedaban por allí.

martes, 30 de marzo de 2010

Black Books

Hace tiempo en Goodreads me recomendaron la serie Black Books (Black Books) de la que, sinceramente, no había oído hablar hasta entonces. Pero aparte de la recomendación, tenía como puntos a favor el hecho de que fuera británica y que tuviera lugar en una librería de segunda mano. Luego descubrí que Tamsin Greig, que me había gustado en la última Emma, también salía aquí (antes de salir en Emma, ya que las tres temporadas de Black Books van de 2000 a 2004).

El caso es que cuando se nos terminó Mad Men, sugerí ver esta. Manuel no las tenía todas consigo pero como ya tiene bastante con el hecho de que The Wire sea mi somnífero ideal (no consigo ver más de cinco minutos de esa serie) prefirió dejarme elegir a mí. Así que comenzamos la primera temporada a razón de dos episodios por noche de sábado (seguidos por uno de The Wire) y nos enganchó. Incluso Manuel que al principio yo creo que no se esperaba gran cosa terminó encantado.

El sábado pasado se nos terminó la tarcera y última temporada, así, en seco, sin poder despedirnos de los personajes. Y es que en Black Books lo mejor son los personajes (de hecho estoy tentada de decir que lo único son los personajes). No sé si es una impresión, pero creo que hay pocos repartos en los que transluzca tan claramente lo bien que se deben de llevar entre ellos los actores. Aquí es una juerga constante. Nos hemos reído muchísimo y de cosas muy chocantes, sobre todo de lo borde que puede llegar a ser el irlandés dueño de la tienda, Bernard Black, y de lo tonto que puede llegar a ser su empleado Manny Bianco.

El guión aquí lo es todo y el guión es genial y divertidísimo (interviene en su redacción el propio Dylan Moran que interpreta a Bernard), con un humor muy británico, un poco ácido a veces.

Ha habido muchas semanas que de sábado a sábado nos hemos seguido riendo de alguna cosa de la serie (la forma de (des)peinarse de Bernard, por poner un solo ejemplo). Y qué ganas de que llegara el siguiente sábado para reírme más con las situaciones desternillantes en las que se meten, de la forma cutre-cutre-cutre en la que viven.

Todo muy levemente aderezado por el mundo de los libros. Levemente porque a lo largo de las tres temporadas creo que se cuentan con los dedos de una mano los libros que se venden en esta librería de segunda mano en la que no sé si me gustaría entrar.

Me dio mucha pena que se terminara y más de forma tan abrupta, pero estuve un poco inmunizada por el hecho de que justo el sábado siguiente de que se nos acabase vayamos a estar, al menos parte del día, en el lugar donde está la ficticia Black Books (la tienda con el escaparate negro existe de verdad, aunque no se llama Black Books, aunque también vende libros), en Londres.

lunes, 29 de marzo de 2010

Torrijas, año 3

En algún momento de la semana pasada:

- ¿Te apetece que hagamos torrijas este sábado?
- (Muy estoico) No, pero hay que hacerlas.

Y es que cuesta imaginar que a alguien le guste de verdad hacer torrijas. No es una tortura, ni demasiado complicado ni tiene nada particularmente odioso, es una combinación de pequeños factores presidida por lo mucho (MUCHO) que se mancha.

Eso sí para ser el tercer año que hacemos torrijas (año 1, año 2) y de haber hablado de ellas durante la semana se me olvidaba lo más importante: la barra de pan. Hasta el viernes a última hora (conviene que no sea pan del día), y después de ya haber pasado por la panadería, no caí en la cuenta de que si hay un ingrediente básico en las torrijas ese es el pan.

Así que no hubo tiempo de ir a la panadería de otros años, donde sin tener pan específico de torrijas, sí que tienen unas hermosas barras. Tuve que comprar las más grandes de la panadería que tenemos más cerca, que son más pequeñas que las otras.

Quedaron ricas, aunque no sobró ni una gota de leche hervida con canela y piel de limón que siempre está tan rica. Me tuve que conformar con rebañar los "tropezones" cuando ya habían hervido el tiempo necesario y ver, un año más, la cara de asco de Manuel. ¿Cómo puede ser que le de asco que rebañe la piel de limón recubierta de leche hervida? Está riquísima. Creo que todo es porque Manuel el limón lo ha exprimido poco (sí, es un juego de palabras muy malo, pero irresistible). Descubrí que de pequeño nunca hizo lo de poner un caramelo en mitad de medio limón y chupar lo dulce con lo ácido a la vez, con lo rico que estaba. Me miró como alguien miraría un alienígena cuando se lo pregunté. Yo tengo pocas fotos de cuando era pequeña (los carretes se estropeaban o, simplemente, resulté poco novedosa al llegar después de muchos primos y una hermana) pero una de ellas es de una de mis primas utilizándome de conejillo de indias y dándome a probar un trozo de limón. Mi cara - yo tendría un año, dos como mucho - es un poema.

El caso es que mientras hervía la leche un rato, nos dedicamos a hacer el primer zumo de limón de la temporada (ver foto más abajo), que es, sin duda, como a Manuel más le gusta el limón. Y la forma de ser lo más apañados en la cocina: no tiramos el limón que habíamos despellejado y además utilizamos uno que llevaba semanas despellejado en el frigorífico.

El otro día cuando hicimos la compra no pude resistirme al conejillo de chocolate con leche de Lindt, con su cascabelito y todo y hoy iré a la pastelería del "nooooo" a encargar una mona para el lunes que viene, ya que el sábado, que estaremos volviendo de Londres, no haremos repostería (obviamente). Manuel me ha instruido poco en el tema así que creo que, de nuevo, tendré que juzgar la baza del "es que soy de Madrid" como explicación al no saber. Cualquier día de estos la pastelera me va a preguntar hasta cuando voy a estar utilizando esa "excusa", ya lo veo venir.


El caso es que, de momento, las torrijas que tanta lata dan también quedaron bien ricas. Son una buena recompensa al trabajo que dan.

Y ayer a mediodía llegar a casa con calorcillo y encontrar una jarra llena de zumo de limón fresquito en el frigorífico fue también una delicia, más si se acompaña con un buen libro o un genial artículo de Elvira Lindo de esos que hacen que casi se te desencaje el cuello de tanto asentir.

La plancha vino acompañada por Having Wonderful Time (Lo mejor de la vida, sólo he conseguido averiguar el título, pero ningún enlace práctico), de 1938, con Ginger Rogers y Lucille Ball. Era más una comedia romántica al uso que una comedia de enredo pero no estuvo mal.

Y aún nos quedan torrijas a estas horas, así que creo que en breve acompañaré el té que me estoy tomando con una.

domingo, 28 de marzo de 2010

Virginia

Hay muchas fotos de Virginia Woolf que me gustan. No sé cómo sería en persona, pero sus fotos suelen rebosar personalidad y carácter, como si fueran más que imágenes. De entre todas, no sé por qué, me gusta especialmente esta, tomada en 1923 (13 años después de la mítica broma del Dreadnought). No seré yo la que desentrañe los misterios de la vestimenta del grupo de Bloomsbury, pero diría que lo que se ha echado por encima es una manta o incluso un mantel. Puede que sea un chal bohemio, pero a mí me gusta más pensar que la gran Virginia Woolf tenía frío como cualquier persona y se puso por encima lo primero que encontró. Se atisban en la mano un cigarrillo y una hoja de papel y con la puerta tan cerca parece que alguien la haya hecho salir al jardín sólo con la idea de congelar el momento para reírse después de las pintas que se puso. Ya digo, puede que esté metiendo la pata y que sea un simple chal y que la foto fuera porque Virginia Woolf paseaba por allí fuera, pero mi historia me gusta más.

El caso es que tal día como hoy, hace 69 años, casi veinte años después de que se tomase esta foto, Virginia Woolf dejaba dos sobres azules sobre la chimenea del cuarto de estar de Monk's House (su casa), salía como si tal cosa - un hombre del pueblo la vio de camino hacia el río y no le dio más importancia - se ponía una piedra grande o más en el bolsillo, dejaba caer el bastón (el bastón que yo toqué en Nueva York) y dejaba que la fuerte corriente del río Ouse la llevara y la ahogara. Su cadáver, o lo que quedaba de él, no se recuperaría hasta el 18 de abril, cuando lo avistó un grupo de adolescentes.

La semana pasada el periódico inglés Guardian publicaba por primera vez una carta (parte de un nuevo archivo de cartas del grupo de Bloomsbury) que su cuñado, Clive Bell, escribió durante las más de dos semanas que transcurrieron desde que encontraron su bastón a la orilla del río hasta que encontraron sus restos:

"She had left letters for Leonard and Vanessa [Woolf and Bell]. Her stick and footprints were found by the edge of the river. For some days, of course, we hoped against hope that she had wandered crazily away and might be discovered in a barn or a village shop. But by now all hope is abandoned; only, as the body has not been found, she cannot be considered dead legally."
"Había dejado unas cartas a Leonard y Vanessa. Su bastón y sus huellas aparecieron en la orilla del río. Durante días nos aferramos a la esperanza de que se hubiera escapado a lo loco y pudiera aparecer en un granero o en una tienda del pueblo, pero a estas alturas ya no cabe ninguna esperanza, sólo que, al no haberse encontrado el cadáver, no se la puede dar por muerta legalmente."

Al final, con cartas como esta, te das cuenta de que sí, que Virginia Woolf pudo escribir unos libros impresionantes, ser una mujer inteligentísima, haber conocido a un montón de gente interesante, etc., pero a fin de cuentas era una mujer que - en mi imaginación al menos - se ponía un mantel por los hombros cuando tenía frío. Como todo el mundo.

viernes, 26 de marzo de 2010

Not the Messiah (He's a Very Naughty Boy)

Ayer fuimos al cine con los asientos más cómodos del mundo, con espacio de sobra para las piernas y todo (Cinesa Diagonal, una pena que no sean de versión original), a ver un pase único en toda Europa de lo nuevo de los creadores de Spamalot, y también relacionado con Monty Python: Not the Messiah (He's a Very Naughty Boy), basado en la película Life of Brian (La vida de Brian): un concierto espectacular que tuvo lugar en octubre en el Royal Albert Hall y que sirve para celebrar el 40 aniversario de Monty Python (o 400, como dicen en el concierto).

Decir que nos encantó es quedarse muy corto. Lo pasamos en grande, y eso que yo me perdía algunas bromas "internas" de Monty Python, como todo el número de los leñadores canadienses, que en cualquier caso encontré divertido. Y los arreglos musicales también nos gustaron. Y además es que es impresionante: un coro enorme, una orquesta enorme, cinco estupendos cantantes... y todos con pinta de estar pasándolo de maravilla. En principio es una especie de "parodia" del oratorio de Handel (este también es un oratorio), pero hay parodias de todo tipo de música: Bob Dylan, música negra, musicales, etc. Y todo, claro, divertidísimo.

¿La única pega que le encontramos? El no haber estado en el Royal Albert Hall en octubre para vivirlo en directo. Hay que ver lo acostumbrado que está a uno a aplaudir entre canción y canción y demás y verlo en un cine con bastantes butacas vacías (lo habían publicitado bastante poco), por bien que esté el espectáculo, no es lo mismo. Eso sí, la enorme pantalla ayudaba bastante.

Pero vamos, que salimos encantados en cualquier caso. A ver si lo sacan en DVD. De momento dejo aquí el "trailer":

jueves, 25 de marzo de 2010

Oh, to be in England / Now that April's there...

Unos días antes de irme yo a Madrid nos dimos cuenta de que las circunstancias (el padre de Manuel por fin salió del hospital hace poco, pero ahora está en una residencia hasta que se recupere, cosa que aún llevará meses) permitían una escapadita en Semana Santa. ¿Adónde ir, adónde ir? El año pasado por Semana Santa visitamos Lleida, con lo cual lo suyo sería acabar nuestra colección particular de capitales catalanas y visitar Tarragona. Pero sin querer hacerle un feo a Tarragona, no terminaba de convencernos (aunque no dejaremos de visitarla tarde o temprano). Otro sitio nos tentaba mucho más. Unas búsquedas aquí y allá en sitios de viajes y no lo pudimos resistir. Londres nos llamaba con sus cantos de sirena y ya se sabe, eso es irresistible.

Así que reservamos nuestro hotel de siempre (con pack de Semana Santa, que incluye vino, huevos de chocolate (mucho mejor) y un plato de fruta), el billete en British Airways, encantados de la vida porque tanto la ida como la vuelta estaban operadas por British Airways, lo que significaba comida de avión gratis y asientos cómodos. Claro que con carteles como este yo iría en metro a Londres encantada de la vida, sobre todo dado lo que vino después.


Estábamos encantados de la vida con la escapada hasta que un día llegó Manuel y me informó de que la tripulación de cabina de British Airways había anunciado una serie de días de huelga que, sin pillarnos de pleno, sí nos cogían de refilón. ¿Y ahora qué?


Por suerte, dadas las circunstancias, British Airways sigue siendo, en muchos aspectos (y puede que me tenga que tragar mis palabras como la cosa se nos dé mal), el English gentleman hecho aerolínea. Los billetes que habíamos comprado no se podían, en principio, modificar, pero en British pusieron a disposición de los pasajeros afectados por la huelga (incluso de refilón, como nosotros) la posibilidad de modificar fechas sin coste alguno. El problema era que la reserva del hotel también era cerrada. Hablamos con el hotel y fueron muy amables y nos cambiaron de fechas, así que lo modificamos todo. Con un poco de suerte (y cruzo los dedos bien fuerte cuando digo esto), la huelga no nos afectará.


Pero en todo hay complicaciones. Nuestra elección inicial tenía un motivo de ser. Aunque nuestra última experiencia dominical en Londres resultó no ser el día insulso que nos temíamos, los días festivos en Londres (o en cualquier ciudad desconocida) siempre aterran. Nosotros, que habíamos esquivado el Viernes Santo en un principio, ahora estaremos en él de pleno: de los tres días en Londres, el Viernes Santo es el día completo (el anterior llegamos y al siguiente nos vamos). Al principio yo le recordaba a Manuel que el domingo aquel no fue malo, que habíamos visto webs que decían que la mayor parte de las tiendas abría, que el Good Friday londinense sería good-good-good, etc., etc., etc.

Y eso creíamos hasta que Manuel descubrió un sitio chulo que quería visitar y que resultó estar cerrado ese día, hasta que desde Persephone me informaron de que sus tiendas cerrarían ese día... Así que ahora tenemos pánico a un día insulso en Londres como aquel domingo de agosto famoso y nos da mucha rabia no poder aprovechar en condiciones nuestro único día completo.


Pero en fin, no podemos quejarnos de la escapada, al menos no de momento. Vamos haciendo pequeños planes en la medida en que nos dejan y los acompañamos con las lecturas y tés pertinentes.


Y yo tacho de mi lista no escrita (ni pensada muy a fondo, todo sea dicho de paso) de cosas que hacer en la vida lo de "poder estar en Inglaterra ahora que abril ha llegado". No será la Inglaterra bucólica por la que Robert Browning sentía nostalgia, pero será Inglaterra igualmente.

Hoy falta justo una semanita.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Keeping the World Away, de Margaret Forster

Adoro a Margaret Forster, así de simple. Da igual que no pudiera con uno de sus libros, el resto todos me parecen impresionantes. La conocí por casualidad con The Memory Box y desde entonces voy rellenando huecos de su bibliografía, que es enorme, pero que ya voy teniendo bastante completita. De hecho, antes de elegir este libro (el antepenúltimo que ha escrito), me planteé, como el año pasado, volver a sus inicios, pero al final me decanté por seguir hacia delante. Y tocaba este, Keeping the World Away, publicado en 2006 y de nuevo con una de esas portadas tipo collage que tanto me gustan.

Da idea de la confianza que tengo en Margaret Forster que cuando lo saqué de la estantería no sabía muy bien de qué iba ni me molesté mucho en indagar demasiado. Las probabilidades con Margaret Forster son altísimas, así que simplemente empecé a leerlo. Y cuando ayer pasé la última página concluí que definitivamente este estará el la lista de los mejores de 2010 y que - y esto es mucho decir - se convertía automáticamente en uno de mis libros preferidos de Margaret Forster.

Margaret Forster domina las sagas familiares, las historias de una vida, las narraciones sobre mujeres que han vivido en distintas épocas (todas medianamente modernas) y cómo sus vidas tienen, o no, que ver unas con otras. Lo que yo nunca esperaba es que, incluso con lo buena que es, fuera a ser capaz de unir todo eso en un libro.

El libro empieza con una base real: la vida de la pintora Gwen John (hermana del pintor Augustus John (uno de los bohemios del año pasado), pero ahora considerada mucho mejor que él y, por lo que he visto por ahí, considerada también una de las mejores pintoras del siglo XX), que empieza en Gales y continúa en París, donde conoce a Rodin y se convierte - una más - en su amante. Había cosas que yo pensaba que eran de la cosecha de Margaret Forster, pero por lo que he podido ir averiguando, todo parece ser cierto. Gwen John era una mujer apasionada, con cierta tendencia al caos tanto exterior como interior en la que Rodin intentó poner un orden un poco zen (esta forma de decirlo, en cambio, es de mi cosecha). Gwen John, que escribió el texto de donde procede el título del libro en 1912 (Rules to keep the world away, o reglas para mantener al mundo alejado), lo intentó y en pleno proceso pintó este cuadro de la derecha sin ella misma conseguir decidir si lo que se ve en él es ella realmente, ella como aspira a ser, ella como la ve Rodin o ella como a Rodin le gustaría verla. Ella, que no es la habitación, pero cuya habitación está inevitablemente impregnada de su personalidad (explicar esto se le da mucho mejor a Margaret Forster). No será la primera ni la última vez que pinta la habitación de un modo otro, como puede verse en el pequeño collage de más abajo con tres cuadros que he encontrado mientras iba leyendo el libro; puede que salga en más.

A partir de este cuadro, cuya historia de idas y venidas sí que es ficticia, Margaret Forster hace maravillas. Todo comienza cuando Gwen John se lo regala a una amiga, que lo pierde en un viaje y que no es más que el comienzo del periplo de un cuadro que pasará por diferentes vidas en diferentes lugares y momentos, uniendo, sin que lo sepan, a sus propietarias (sólo hay un propietario) más de lo que ya lo están.

A partir del cuadro, es decir, desde principios del siglo XX, Margaret Forster repasa las vidas de las mujeres, sus situaciones sociales, sus actitudes, sus formas de entender la vida y el arte, todo en general y todo, también, en referencia a este pequeño cuadro, que a cada una, según su tiempo, según sus circunstancias, le sugiere una cosa. Para unas el cuadro es un remanso de paz, para otras es claustrofóbico, para otras es triste y fruto de un corazón roto, para otras es la independencia, etc. El cuadro nunca cambia y, sin embargo, siempre expresa algo diferente.

Y todo recuerda mucho a Virginia Woolf y su habitación propia. Es como si Margaret Forster aplicara la base del ensayo de Virginia Woolf a modo de plantilla a diferentes momentos y mujeres del siglo XX (y principios del XXI, el libro termina en 2006) y sacase conclusiones acerca de si tienen una habitación propia, cómo la usan, cómo la pagan, qué cambiarían/añadirían/quitarían; hay quienes no tienen el ansiado cuarto propio y entonces lo que se mira es cómo les gustaría que fuese, qué es lo que tienen en su lugar, etc. De nuevo, el cuarto no exactamente como la mujer, pero sí como un espacio que la representa a ella y a su estilo de vida.

De hecho, en su mayoría, los hombres que van pasando por las historias y que ven el cuadro nunca consiguen "entenderlo", es decir, no ven en él más que una simple habitación de un ático parisino, no les dice más, no se vuelve de vital importancia para ellos, como sí que lo hace para las mujeres por cuyas vidas pasa, por unas u otras razones.

Todo esto, no hace falta decirlo, contado de forma muy, muy amena, a través de la ficción y de la cadena de propietarias y sus vidas; nada académico, ningún sermón. Un vistazo a vidas que transcurren con más o menos calma, pero sin grandes aspavientos tampoco. Historias cotidianas contadas como sólo Margaret Forster sabe contarlas.

Y a lo largo de todo el libro, también, el Arte cuestionado: ¿qué supone ser un artista? ¿lo es cualquiera que coge un pincel entre los dedos? ¿lo es cualquiera que sabe pintar? ¿cómo se plasma un ambiente, un sentimiento, una sensación en pintura? ¿qué es lo que importa: lo que quería expresar el artista o lo que ve quien mira el cuadro? ¿qué es lo que constituye una obra maestra? ¿importa la vida de la persona que lo pintó? etc.

Y el "Rincón de la habitación de la artista en París" siempre, siempre presente. Por suerte aparecía en la contraportada de mi edición, con lo cual era muy fácil perderse en él de vez en cuando, comprobar las observaciones minuciosas que hacía Margaret Forster a través de sus personajes, intentar adivinar por qué a esta le sugería una cosa y a aquella otra, constatar efectivamente la fuerza que tiene un cuadro aparentemente sencillo (no lo es en absoluto), aparentemente apacible (¿lo es de verdad?), aparentemente alegre (¿lo es de verdad? Los colores parecen indicarlo pero...), etc.

Y para acabar, y aunque probablemente he dado muchas pistas, si es que en esto puede haber pistas, como la gran mayoría de personas que leen y comentan en este blog son mujeres, un pequeño experimento, igual que en aquella ocasión del azul cuando cada una escogía una foto preferida: ¿qué os sugiere el cuadro? ¿qué os dice? ¿es alegre, triste, melancólico, esperanzador, potente, simple, apasionado, frío, tranquilo, amable, arisco, acogedor, silencioso, agobiante, envidiable, espantoso, repelente, solitario, hipnótico, misterioso, etc., etc., etc.? Venga, venga, quiero muchas opiniones, no las hay ni correctas ni incorrectas, no os cortéis.



Y para acabar un pequeño repaso por los otros dos libros de Margaret Forster que he comentado en el blog (de los muchos que he leído):

-
Georgy Girl, con una foto de mi colección de libros de esta autora.
- Is There Anything You Want?
- Y por supuesto el recién salido del horno
Isa & May, que aún no tengo y que se publicó el mes pasado, del que Margaret Forster habla - en inglés, claro - en esta entrevista, donde se ven un montón de fotos recientes suyas que me impresionaron por lo mayor que está. (Hay que tener en cuenta que esta mujer ha escrito muchas cosas autobiográficas y, aun siendo consciente de su edad, para mí, en mi cabeza, siempre era mucho más joven).

martes, 23 de marzo de 2010

Celia

Semanas antes de ir a Madrid, incluso de tener el viaje reservado siquiera, no recuerdo por qué mi madre me preguntó si sabía dónde estaban en casa los libros de Celia (es una casa grande y muy llena de libros, no es una pregunta tan simple como parece) y por teléfono supe guiarla hasta el sitio exacto donde yo sabía que estaban. Ayuda el aspecto tan característico que tienen, claro, pero es que son libros que no hay que perder de vista.

Días después, por desgracia, al leer esta entrada y sus comentarios, mi madre me preguntó si sabía dónde estaba la edición en español que yo tenía de El jardín secreto y sólo pude responder vagamente sin éxito. Recuerdo a la perfección el aspecto del libro (los libros amarillos no se olvidan) pero no dónde puede estar. Y el fin de semana en Madrid la búsqueda resultó infructuosa también. Eso da una idea de que no era, en principio, tan fácil saber dónde estaban los libros de Celia.

El caso es que lo de Celia se me quedó ya en la cabeza y me apetecía tener los libros entre manos de nuevo (ya pasé por otra etapa Celia hace tiempo a raíz de las charlas de Carmen Martín Gaite). Recuerdo poco de ellos (lo básico de Celia y pequeños detalles, como el Nacimiento que cuesta cinco pesetas y demás) pero diría yo, que ya he dicho alguna vez que no fui especialmente lectora de pequeña, que los leí todos de cabo a rabo en su día. Y recuerdo perfectamente el año que salió Celia en la revolución y lo compramos en la Feria del Libro.

Son libros chulos, tan cuadraditos, con sus dibujos azules, el papel característico, la ilustración de la contraportada, etc. que no pude resistirme a someterlos a una pequeña sesión de fotos.







Resultó, eso sí, que el primer libro de Celia (Celia, lo que dice) no apareció por ningún lado, que faltaba alguno entre medias hacia el final y alguno de los últimos. De la tal Mila, a la que yo ni siquiera recordaba, no hay ni uno. Y, suerte que tuve, había algunos repetidos (casi todos de Cuchifritín), así que me los traje, como ya se vio el día que volví.

lunes, 22 de marzo de 2010

Torta de cielo

Casualidad es que un día Manuel me diga que esté atenta/busque recetas con almendras (sin pelar - tarea nada sencilla - recogidas el verano pasado en la casita de verano), a los pocos días la única lectora me regale un libro de repostería y días después, hojeándolo de nuevo, me tope con una receta que lleva "almendras sin pelar". No se puede dejar pasar. (Eso sí, aún quedan almendras sin pelar, así que o encontramos otra o repetimos o las ponemos como quien no quiere la cosa en una receta que lleve almendras peladas).

Por si eso no fuera suficiente, es una receta facilísima, se hace en un momento y luego sólo queda esperar los 40 minutos que tarda en hacerse en el horno. No lo puede tener todo y su emisión en telehorno, hay que reconocerlo, es muy calmadita y da poco juego. No lleva levadura ni claras a punto de nieve ni harina de fuerza ni nada que pueda indicar que se va a evitar la consistencia mazacote, cosa que siempre me da un poco de mala espina. Pero antes de hacer modificaciones o añadidos hay que probar la receta original.

Aunque puede que sí que hiciéramos una pequeña modificación. El día que Manuel abrió armarios y miró fechas de caducidad y demás, me dijo que sólo habíamos usado una vez el extracto de almendra amarga y que a ver si lo usábamos alguna otra vez, aunque a él no le hacía mucha gracia. Así que esta receta llevaba "extracto de almendra" y yo me saqué de la manga que era extracto de almendra amarga y aunque estoy bastante segura de que no lo es, es lo que pusimos, pero media cucharadita en lugar de una entera como decía la receta.

Así que como telehorno era apacible y larga nos dedicamos a inventarnos todo un código de colores/banderitas que fuimos poniendo en el nuevo Delicias al horno. Igual un día pongo una foto del libro lleno de banderitas: fucsia para recetas preferentes, naranja para recetas que no están mal, rosa para recetas con buena pinta pero complicadas, etc. Y Manuel quejándose de que las recetas que llevaban alguna fruta no habitual en nuestra repostería siempre, como mucho, se ganaban la banderita naranja, nunca la fucsia.

Esta receta tenía el sugerente nombre de torta de cielo. El sabor es, desde luego, riquísimo, pero la contundencia de una porción nada grande es muy de este mundo. Torta del estómago por los suelos sería un nombre mucho menos poético pero mucho más apropiado, sin duda. A pesar de no llevar levadura ni similares, quedó sorprendentemente esponjosa, nada mazacote, y aunque Manuel sigue diciendo que el extracto de almendra amarga no es lo suyo, a mí que no me desagrada, me gusta el toque que le da que, por otra parte, lo encuentro bastante sutil.

A estas alturas aún queda media torta, cosa poco habitual, pero es que realmente es que hay que tomarla en pequeñas dosis.

Ayer después de la plancha tomamos una tiritas finas, con la película de anoche aún reciente: True Confession (he sido incapaz de encontrar el título en español), de 1937, divertida, pero con buenos toques de realidad y algunas preguntas que se dejan caer acerca del sistema judicial y la justicia.

viernes, 19 de marzo de 2010

Empanada (2)

Ya dije, después del éxito de la primera empanada, que repetiría. Y como se puede ver no he tardado en cumplir mi palabra. Repetí el día de San Patricio (17 de marzo), que normalmente es un día que no me dice mucho, salvo que es el cumpleaños del padre de las Brontë*, que era irlandés y se llamaba Patrick.

El caso es que ahora que ya sabía con cuánta masa sobrante contaba para la "decoración", me pensé bien cómo decorarla y no se me ocurrió otra cosa que un trébol por ser San Patricio. Lo aclaro porque aunque yo creo que no quedó mal, el dibujo no es lo mío y puede que no esté tan claro como yo lo veo. Con mis limitaciones artísticas, la verdad es que me quedé bien orgullosa de mi trébol y ayer, cuando seguimos comiéndola y tuve que cortarlo, me dio mucha pena. Así que resulta que no sólo tengo apego a cosas como tazas, sino también a la decoración de mi empanada. Cualquier día de estos voy a abrazar al cartón de leche antes de tirarlo a la basura.

Por otra parte, precisamente en la entrada sobre la primera empanada fue donde comenté mi odio profundo a picar cebolla. Así que alguien atento al blog me dejó en Madrid la solución a mis problemas (¡¡gracias!!): un picador de cebolla (de Tupperware, para más señas). Allí estaba yo, un poco escéptica no por el producto en sí sino por el gran poder de la cebolla, pero tengo que decir que pude tener los ojos abiertos todo el tiempo y que no tuve que salir corriendo a lavarme la cara ni una sola vez. Sólo al empezar a hacer la cebolla en la sartén me picaron un poco los ojos.

El picador de cebolla es chulo. Yo, en mi desesperación, ya había probado a picar la cebolla en el triturador de la batidora, pero por poco que pulsé el botón, salió hecha casi zumo (zumo de cebolla, puagh). Aquí el sistema es el mismo, pero manual, con lo cual la vas picando poquito a poco. Das unas vueltas (la primera cuesta un poco), agitas para repartir bien, más vueltas, etc. Y salió la cebolla bien finita. Por fin puedo decir: Cristina 1 - cebolla 0.

* Ayer alguien hablando conmigo se refirió a las Brontë como "tus chicas". Me hizo muchísima gracia; me encantó.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Taza de Muji número 2 - In Memoriam

Una de las cosas cotidianas que más pena me dan es que se me rompa una taza. Un plato o un vaso me importan menos, me da rabia, porque siempre da rabia, pero lo supero antes. Una taza rota, en cambio, me deja un humor raro.

También hay tazas y tazas, y si la taza en cuestión es reemplazable la cosa es más llevadera. Si la taza es una de mis preferidas o probablemente mi preferida a secas y prácticamente irreemplazable, entonces lo llevo mal.

Ayer tomé mi té de la tarde en la taza Muji a la que tantas fotos he hecho y de la que tantas fotos he puesto en el blog. Me gusta porque es toda de cristal y se ve el color del té perfectamente, me gusta porque es ideal para las fotos, me gusta porque la base es redondeada y le da aspecto de ser una gran gota de té que nunca termina de derramarse. Me gusta porque es ancha y tiene capacidad para medio litro que, sin llenarlo nunca, me da espacio para elegir la cantidad que quiero sin tener que regirme por lo que cabe. Me gusta porque así la marca de 0,5 l en el hervidor de agua me resulta muy práctica y ya tengo cogido el nivel que quiero.

Cuando fue la hora de cenar, como siempre, llevé la taza, junto con el floatea usado, a la cocina para fregarlos con las cosas de la cena. No lo llevo antes porque si Manuel lo ve por allí no se puede contener y lo friega, no aguanta ver cosas sin fregar y siente la necesidad de fregarlo todo al instante. Yo no soy de dejar los platos apilados y sucios días y días, pero un par de horas sí que aguanto. Y en mi filosofía del fregado no me gusta fregar una taza, una cuchara y un filtro de té solos (aunque lo haga otro) cuando puedo juntarlos con los platos, etc. de la cena y fregarlo todo de una "sentada".

Cuando tomé el té, la taza estaba intacta. Cuando la llevé a la cocina diría que también. Cuando la puse agrupada con el resto de cosas que había que fregar diría que seguía intacta. Pero cuando la estaba aclarando después de haberla fregado me encontré una enorme raja en la base, sin ser consciente de haberle dado ningún golpe (sé por la taza de Muji número 1 que se rajó con un pequeño golpe que es una taza muy, muy delicada). Así que en vez de secarla y guardarla en el armario como todos los días, la tuve que tirar con muchísima pena. Y luego imaginármela en el contenedor con más pena aun.

He aquí un par de las últimas fotos que le hice hace unos días (ya dije que hago muchas más fotos de las que luego pongo en el blog; estas no las habría puesto de no haber sido por la tragedia de anoche).


Y habrá quien se pregunte por qué no voy a Muji y compro otra. Pues porque es mi taza preferida y, como tal, desapareció de la faz de la tierra cuando yo le eché el ojo. Cuando la taza de Muji número 1 se me rompió y fui a una tienda de Muji a por otra me dijeron que ya no se fabricaba, preguntaron en otra de sus tiendas y me dijeron que allí les quedaban dos. Allá que fui, me llevé las dos. La que se rompió anoche era una de ellas, la otra aún está empaquetada en un cajón y miedo me da sacarla y usarla porque la taza de Muji número 3 es la última de su especie. Lo que quiere decir que cuando se rompa será como el final de una tragedia griega o algo así.

Cuando eso suceda - o antes, si decido ir a por reservas - me tocará pasarme a la taza de Muji de 470 ml, más pequeña, más alargada y, creo yo, a pesar de ser de cristal igual, menos mona.

martes, 16 de marzo de 2010

Violetas

Uno de los encargos que les hice a mis padres antes de ir a Madrid fue una cajita de violetas. Unos días antes me había acordado de ellas al ver unas violetas de verdad y ya no me las quité de la cabeza. Son unos caramelos que, en exceso, pueden llegar a cansar, pero una cajita de vez en cuando es una delicia, y más si viene así envuelta:








En Madrid con tanto dulce conseguí resistirme a abrirlas, pero ayer ya no pude más. Eso sí, tuve la paciencia de documentar el proceso de apertura, pero es que el envoltorio, la caja, los dibujos, los colores y - por desgracia esto es imposible captarlo en foto - el sabor se lo merecían.

Concluí, además, que fanática de las chucherías como yo he sido (y sigo siendo: una cosa es que ya no las compre y otra que me resista si me ofrecen una), al final, con los años (y tampoco tengo tantos, ¿eh?), me voy quedando con los sabores "antiguos": los caramelos de toffee, las bolitas de anís, las violetas, las bolitas de chocolate y naranja que también les encargué a mis padres... Los jelly bellies y las nubes americanas son más modernillos, eso sí.

lunes, 15 de marzo de 2010

De vuelta de Madrid

Ya estoy de vuelta de Madrid y por una vez y sin que sirva de precedente mis dos vuelos han sido puntuales. El de la ida incluso llegó antes de tiempo, eso sí que es lo nunca visto.

Y en Madrid, aunque la maleta perdió dos kilos (a la idea pesaba 17 y a la vuelta 15), creo que yo he ganado alguno para compensar. He comido un montón de cosas ricas, desde un algodón de azúcar que me estaba esperando en casa hasta unos deliciosos caramelitos llamados Toffifee recomendados por la única lectora pasando por un montón (y no exagero) de cosas más. Y por si eso fuera poco, me he traído más cosas para no perder la costumbre, como este hermoso roscón que viene de una pastelería que, creo, hace roscones todo el año y que sirve para compensar el del día de Reyes que nos dejó un poco insatisfechos. Este está para chuparse los dedos.

Manuel me recibió con repostería propia: unos fondants de chocolate que no pude resistirme a probar tampoco.

Y me dejo en el tintero algún que otro dulce madrileño que he traído y que ya mencionaré.

Por otra parte, había regalitos de Reyes esperándome en Madrid (y el peso de la maleta es por los que yo llevaba también) así que he quemado algunas calorías abriendo paquetes. Entre otras (muchas) cosas he recibido algunos utensilios de cocina muy útiles y un cacharrito para picar cebolla que probaré esta misma semana, ¿será el final del sufrimiento? Y por si con los dulces ingeridos in situ y los dulces ingeridos al volver no había suficiente, también se han encargado de darnos más material para futuros sábados de repostería: un nuevo "Delicias al horno" (regalo de la única lectora junto con un libro de palabras inglesas raras), con un montón de nuevas tentaciones, y uno con recetas de chocolate, que se suma a tres más que ya tenemos. Mira que intentamos moderarnos con las recetas que llevan chocolate, pero ahora va a ser todavía más difícil.

A esos hay que sumarles más libros (de algunos ya hablaré más adelante): libros que recibí de regalo, libros que compré en Pasajes, libros que me he traído porque en casa de mis padres estaban duplicados. Y la pila de libros que resulta de este viaje es esta:



Lo bueno es que cuando por fin encuentre el hueco para distribuirlo y colocarlo todo (esta semana está complicada) podré seguir quemando calorías. Lo malo es que habré ingerido más, claro.

jueves, 11 de marzo de 2010

Preguntas sin respuesta

La pregunta de hoy sería: ¿por qué el día anterior a un viaje - cualquier viaje de cualquier duración - siempre hay (o parece que hay) tantas cosas que hacer?

Mañana me voy a Madrid y dejo a Manuel de Rodríguez el fin de semana. Hoy pululo por la casa haciendo esto y aquello y yendo de acá para allá para no olvidarme de eso otro. El poder de las listas y la organización a veces es limitado.

¡Buen fin de semana y hasta el lunes!

Editado un rato después: a modo de "regalo" dejo editada la entrada sobre Offshore, de Penelope Fitzgerald con una sorpresa que me acabo de llevar.

miércoles, 10 de marzo de 2010

La llamada, de Carmen Laforet

Sabía yo que lo de La mujer nueva era sólo cosa de un libro, más que nada porque dos posteriores, La insolación y Al volver la esquina me gustaron muchísimo. En este caso me alegro de no haber seguido estrictamente el orden cronológico habitual, la verdad.

La llamada es la primera colección de historias cortas de Carmen Laforet que leo (tengo un par más, de hecho lo único desconocido que me queda por leer de Carmen Laforet son, diría yo, historias cortas y su relato de su viaje por Estados Unidos, Paralelo 35) y he vuelto a encontrarme con la Carmen Laforet que conocía y que más me gusta. Con sus descripciones, sus sensaciones, sus historias tan bien contadas y, en el fondo, tan comunes.

La llamada contiene cuatro historias: La llamada, El último verano, Un noviazgo y El piano. Si hubiera que buscarles un factor común, probablemente sería que todas en mayor o menor medida van a dar con la miseria de la guerra y la posguerra, pero eso es en la mayoría de los casos un ruido de fondo al que se deja que ponga nombre el lector. Todas me han gustado mucho, pero sin duda mis dos preferidas - difícil decantarme sólo por una de las dos - son El último verano y El piano, ambas sobre las pequeñas cosas.

El último verano cuenta la historia de una familia que, sin vivir mal, tiene que hacer bastantes esfuerzos para poder tener una criada que ayude a la madre y costear la educación del hijo pequeño. A la madre, que se cree salida de una grave enfermedad, el médico la ha desahuciado sin que ella lo sepa y ha avisado al marido y a los hijos de que el que viene será probablemente su último veranos. El hijo pequeño, en mitad de sus preocupaciones pequeñas pero no por ello menos importantes, decide que lo que hay que hacer es concerderle a su madre su deseo de veranear en San Sebastián. Entre los tres hijos y el marido con muchas dificultades y con unos vaivenes familiares deliciosos de puro realistas se ponen manos a la obra para tratar de lograr que el viaje se materialice.

El piano es como el mundo al revés y una historia ideal para estos tiempos de crisis. Una familia feliz que se ve al borde de la infelicidad no precisamente cuando son pobres, como lo son todo el tiempo, sino cuando se ven a punto de recibir una herencia. Una oda a las pequeñas cosas.

Las otras dos, La llamada y Un noviazgo tienen probablemente bastantes más elementos en común con Nada que ninguna otra cosa escrita por Carmen Laforet. En estas dos la miseria (por comparación) no es tanto un ruido de fondo como un ruido que no deja pensar con plena claridad a los personajes.

Así que, como era costumbre con Carmen Laforet, me quedo con ganas de más. Por suerte, como se puede ver en la foto, aún tengo material para rato y, por si fuera poco y para gran alegría mía que la venía "reclamando" desde que Carmen Laforet muriera en el año 2004, el 22 de abril RBA sacará una biografía suya: Carmen Laforet. Una mujer en fuga, escrita por Anna Caballé e Israel Rolón. Tengo muchísimas ganas de hacerme con ella y saber más de la vida de esta "misteriosa" mujer (la biografía "ficticia" de Música blanca no la cuento).

lunes, 8 de marzo de 2010

¡Nieve!

Cuando esta mañana empezó a nevar no pensé ni que fuera a durar tanto ni que fuera a nevar con tanta intensidad. Cuajar, sigo dudando que cuaje, pero qué gozada mientras dure.

Un par de fotos espantosas que dan fe de la nieve:


Eso sí, qué bonita es la nieve y qué sosa es la gente. ¿Cuántas veces nieva en Barcelona? Una cada muchos años, ¿no? Bueno, pues en la calle la gente se divide en dos grupos a cuál más soso: los que hacen como si fuera lluvia o como si no fuera nada y pasan de todo debajo de su paraguas y los que hacen como si fueran llamaradas de fuego y se ponen nerviosos si un copito les toca y se refugian donde pueden como pueden para que no les toque la nieve.

Y yo he vuelto a casa hace un rato tan ricamente bajo la nieve, casi tarareando la canción de Sonrisas y lágrimas (snowflakes that stay on my nose and eyelashes), con el gorro tan lleno de nieve - he vuelto en plena "tormenta de nieve", quién me lo iba a decir a mí - que la chica de la panadería me ha dicho que iba "adornada".

Y ahora se me van los ojos constantemente a la ventana, donde veo caer unos hermosos copos. Ay, qué ilusión, la nieve.

Editado más tarde: yo sigo con lo de la nieve, porque digamos que el teletrabajo me cunde más bien poco, me quedo embelesada mirando por la ventana. Como las fotos quedaron tan feúchas me he decidido a probar con un vídeo (uno de los primeros que hago con la cámara nueva). La música que suena (lo último de Marlango) es lo que sonaba en ese momento no es que lo haya añadido después al vídeo.


Editado aún más tarde para añadir: Al poco de hacer el vídeo comenzó a nevar con mucha fuerza unos copos enormes y, claro, por muy mojado que estuviera el suelo, cuajó rápidamente.

Mirando por la ventana no lo pude resistir y he estado como una hora deambulando por la nieve, dándome resbalones (ninguna caída), sintiendo el crunch-crunch que hacía siglos que mis pies no notaban, tocando la nieve, haciendo bolas que no he tirado a nadie (faltaría más) y viendo las reacciones de la gente. Añado al grupo de sosos a la mayoría de los padres que no dejan que sus hijos pisen siquiera la nieve: he visto a más de uno que llevaba a niños pequeños a cuestas y a otros que daban unos gritos horribles a niños que tenían pinta de no haber visto la nieve en su vida para que no se entretuvieran, como si con sólo hacer una bola de nieve fueses a coger alguna enfermedad letal o algo.

La cámara sólo la he sacado un segundito por miedo a que se mojara y el segundito ese ha dado de sí para que el gorro se me llenara de nieve. Cuando he vuelto de la segunda incursión (de casi una hora, ya digo) el gorro ya era sólo nieve y lana muy mojada.

Madalenas de fresa

A no ser que esté muy inspirada o me haya encontrado una receta que quiero-quiero-quiero hacer, algún día de la semana, antes de ir a la compra semanal, le pido a Manuel que elija el formato de la repostería: tarta, madalenas o galletas (hay excepciones, claro, pero esas son las formas más comunes). Es una forma de filtrar. Últimamente, y desde que vimos la de posibles tartas de fruta que se pueden hacer, no deja de insistir en que lo que sea lleve fruta. Lo malo es que luego protesta porque siempre opto por las mismas frutas. Ya le he dicho que en cuanto tengamos el molde correcto y los pesos de hornear haremos la tarta que elija de la fruta que elija.

El otro día estaba más bien poco inspirada porque tenía que hacer la lista de la compra y me había olvidado de preguntarle a Manuel qué formato quería. Así que navegando, navegando por los mares de internet y recordando que las últimas semanas la frutería está a rebosar de fresas (y nosotros aún no habíamos caído en la tentación) me vino la inspiración: ¡madalenas de fresas! y encontré esta receta. Decidido.

Manos a la obra el sábado: fáciles, rápidas y en el horno olían de maravilla, un olor totalmente diferente a los habituales. Crecieron un montón, cosa que siempre ameniza mucho telehorno. En algunas fotos había visto que la gente ponía sobre la masa de cada madalena una rodajita de fresa, pero como yo no las tenía todas conmigo y dudaba de si se carbonizaría sólo hice rodajas de una fresa, que dio para cuatro madalenas. No se carbonizaron y quedaron monísimas. Cuando repitamos adornaré las doce que salen.

Son unas madalenas de lo más fotogénicas, hice muchísimas fotos, estaban tan monas y - quizá este era el motivo real - olían tan bien. Cuando llegó el momento de probarlas por la noche (una a medias entre los dos, son grandecitas), no lo dudé cuando dije que eran las mejores madalenas del mundo. ¡¡Qué delicia!! El sabor es indescriptible pero tan agradable. Y de todas las madalenas que hemos hecho, esta masa es la que más me ha gustado. A partir de ahora creo que la utilizaré de base para el resto de madalenas: es muy ligerita, tiene una textura ideal y un sabor muy rico.

El caso es que cuando estoy comiendo una ya estoy pensando en cuándo será razonable comer la siguiente. Creo que si me dieran una opción única en cada formato elegiría: tarta de zanahoria, madalenas de fresa y galletas de canela y pepitas de chocolate. Son mi podio repostero.


Y no, no son las únicas fresas que hemos comido este fin de semana: no las gastamos todas para la mejores madalenas del mundo, así que vamos dando cuenta a las otras a base de nata montada. Decadente, sí, pero irresistible.

Anoche comenzó con la plancha y la película: tocaba una película buenísima con un toque más dramático que las que vemos habitualmente y que, por desgracia, no ganó ningún Oscar en su día (1939, el llamado mejor año de la historia del cine, estaba un pelín concurrido): The Women (Mujeres), donde en ningún momento aparece ningún hombre y donde, igual que el anuncio del frigorífico de Westinghouse, la forma de hacer las cosas entonces parece mejor (y, ojo, que yo no soy de aquellas de "todo tiempo pasado fue mejor", sobre todo en lo que respecta a las mujeres). La película es en blanco y negro, pero el desfile de moda a todo color deja a cualquier pasarela actual como lo más soso del mundo (pero eso ya lo sabíamos). ¡Y la gimnasia que hacen! Ríete de las maquinitas de los gimnasios actuales.

Y después... ¡noche de Oscars! El año pasado coincidieron con el viaje a Londres y yo fui incapaz de ver un segundo desde allí. Anoche sí que conseguí despertarme y ver un buen rato pero, como suele ser habitual, eso sólo sirvió para tragarme los premios tirando a aburridos y perderme los interesantes cuando el sueño por fin pudo conmigo.

Y para hacer de esta entrada un mayor batiburrillo, de nuevo termino con un par de recomendaciones de artículos: Maruja Torres escribiendo sobre "aquellas lágrimas" y comenzando el artículo con Leonard Woolf (que fue lo que me ancló los ojos) y Javier Marías protestando sobre "escenas de efímera exasperación" con las que coincido bastante. Javier Marías que, por cierto, hace unos días ofreció un encuentro digital de una hora con sus lectores en la página de El País y tuve la suerte de que me respondiera dos preguntas. Qué emoción.

Editado un rato después: ¡¡ya no me puedo quejar!! Dudo que cuaje y/o dure, pero... ¡está nevando!

domingo, 7 de marzo de 2010

204 y 110

Ayer se cumplían 204 años del nacimiento de Elizabeth Barrett Browning, autora entre otros de los fantásticos Sonnets from the Portuguese (Sonetos de la portuguesa) y protagonista del primer libro que reseñé en el blog. Un día tengo que decidirme a leer por fin su otra obra conocida, Aurora Leigh. Y también sus cartas, tanto las que intercambió con su luego marido Robert Browning como las que se escribía con amigos y demás desde Italia (donde vivieron muchos años).

El caso es que el otro día había una luz bonita y la cámara me pedía a gritos hacer fotos de algo y recordando los 204 años de esta mujer, me fui a la estantería a por el libro-tesoro que encontré el año pasado en Londres: su poesía completa publicada por la editorial Smith, Elder (también la de Charlotte Brontë, por ejemplo) en 1900 (casi 40 años después de su muerte), es decir, hace 110 años, que se dice pronto.

El año pasado le regalé unas galletas y este año le regalo unas fotos de una edición de su libro que no conoció pero que, estoy segura, le habría encantado.

Y es que es una gozada de libro: tapas de cuero negro y letras doradas, preciosas guardas, papel finito casi tipo Biblia, facsímiles de grabados o manuscritos intercalados, y, para mí lo más bonito de todo: el borde las hojas que según desde dónde se mire es rojo o dorado. Y en una de las primeras páginas lo que lo hace único: una inscripción a mano que dice que es un premio de Navidad concedido en una escuela inglesa en 1913.


Mientras me decido a ponerme al día con el contenido, me conformo con el continente.

Editado para añadir la foto de la inscripción por petición popular (incluida mi madre por teléfono): Obviamente la foto estaba hecha en su día (esa y muchas más, me entretuve un buen rato), pero no la incluí en el montaje definitivo:



Soy incapaz de descifrar el apellido de la ganadora y dueña del libro, pero lo que yo leo es:


Wykeham School.
Honours Prize.
Enid Leslie ???
Xmas, 1913.


Y tampoco mencioné ayer que el libro lo compré por cuatro tristes libras, aunque es digno el pobre de costar más, diría yo.