viernes, 29 de abril de 2011

Ropita madrileña

Y he aquí una nueva entrega de fotos de ropita, etc. venida de Madrid. Aparte de todo lo mona que es y demás también fue la verdadera razón por la que confirmamos, después de tantos viajes volviendo con la maleta hasta los topes de libros, que nuestra maleta es mágica y lo más parecido al bolso de Mary Poppins. Cupo todo sin problemas y eso que Manuel y yo, ante el panorama de la ropita, no nos habíamos amedrentado y habíamos seguido comprando cosas aquí y allá como si nada: que si un vasito muy mono (para mí, ya lo enseñaré), que si nubes americanas del Vips, que si clotted cream, que si un preparado para una tarta, etc. Y el día de hacer la maleta cupo todo.

Lo único que iba fuera de la maleta - vale, quizá de haber sido el bolso de Mary Poppins también hubiera cabido - fue una maxi-cosi (pongo enlace a foto por si alguien está tan perdido entre estas cosas como Manuel, que decía muy convencido que sí, claro, cómo no íbamos a poder llevarla hasta que realmente vio que era un pequeño armatoste y, aunque siguió convencido, dejó de estarlo tanto) heredada de mi hermana (bueno, de sus niños técnicamente). Tuvimos suerte al volver de que Vueling (que ahora antes de subir al avión examina con lupa el equipaje de mano no sea que alguno se pase un poco de las medidas y puedan cobrar 20 euros al incauto de turno) tenía el día generoso y aunque la chica del mostrador de facturación primero nos dijo que tendríamos que pagar luego nos dio una explicación extraña de por qué finalmente no. El caso es que, falta de práctica, nos eternizamos esperando a que saliera por la cinta normal cuando resulta que la pobre sillita llevaba esperando un buen rato en la cinta de equipajes especiales. Cosas de novatos.

Bueno, pero volvamos a la ropita, que por desgracia fotografié el día más nublado del mundo y cuyas fotos no han quedado demasiado vistosas. Pero espero que sí pueda apreciarse lo mono que es todo. Y todo regalado, que no me olvide de nadie, por mis padres, mi tía, mi hermana y mis primas.

Aquí complementos y demás variados, como puede verse los ositos siguen predominando (y yo encantada, que conste). Hay dos bolsitas para la ropa sucia (una para la que hay que lavar a mano (¡yupi!) y otra para la que se puede lavar a máquina, qué práctico), un cambiador (aquí de nuevo Manuel necesitó una breve explicación), sabanitas, una toalla con un oso monísimo, dos baberos con otro oso monísimo (y en el caso del azul un azul precioso también) y la mantita más suave del mundo que, porque ya no hace falta, pero creo que si la llego a tener antes me la apropio, aunque sea pequeñita, para los ratos de lectura en el sofá.




Ahora sección ropita con un par de complementos chulos: el osito tan mono que es como de tela vaquera suavecita y la tacita con vistas al futuro que una de mis primas encontró irresistible (con osito, claro). Y también por ahí unas pegatinitas que no se aprecian demasiado.

El resto es ropa variada de tallas variadas: bodies (todos monísimos (¡estoy gastando el adjetivo y el superlativo!) pero destaco uno que no se aprecia y que tiene agujeritos minúsculos (seguramente ese tipo de tejido tenga un nombre que yo desconozco) en forma de, ¡oh!, osito), camisetas (otra con un elefante bien mono, ya tenemos el segundo animal favorito), pijamas, cubrepañales...



Y vamos llegando a la sección artesanal. Antes mi madre y mi tía cosían mucho: hacían faldones (que yo me negué a heredar salvo que Mister X fuera niña porque no me entusiasman los faldones para niño), sabanitas y arrullos. El caso es que, con eso de ser yo siempre la última, a mí me ha tocado heredar en préstamo (y no me quejo, bastante es), así que mi hermana, aparte de la maxi-cosi, también me dio estos arrullos artesanales y monísimos que por desgracia en la foto se aprecian fatal. Destacable la anécdota relacionada con el blanco: mi madre me contaba que el piqué - la tela sólo, sin la parte como de toalla - que lleva, era antigua, de la que se usaba antes para llevar a los niños vestidos (en realidad yo diría torturados) a la española (con las piernas embutidas en este piqué). Total, que Manuel lo oyó a medias y, cenando con la única lectora en el Vips, al volver del baño me asaltaron con la pregunta de ¿cómo era eso del arrullo español?



Y finalmente los jerseicitos y las botitas hechos por mi madre a los que, de nuevo, ni la cámara (que no reconoce bien el azul del jersey que es todo azul y pone un tono raro que no se corresponde con la realidad) ni la luz les hacen justicia. Normalmente, llevarían lacitos en los hombros pero yo los pedí sin lacitos. Y, pedigüeña que es una, también saqué a mi madre de las botitas habituales y le pedí que me hiciera de este tipo. Al principio no estaba muy convencida, pero al final, como puede verse, le han encantado.



Y yo encantada con todo, claro, y dando de nuevo las gracias a quienes corresponde.

jueves, 28 de abril de 2011

Otra vez en el Liceo



Ayer fue el primer "clásico" que nos pilló en casa. Durante parte del primero estábamos en el avión camino de Madrid y durante la mayor parte del segundo (salvo por la prórroga, creo) estábamos en el Liceo asistiendo a la última representación de las dos óperas Cavalleria rusticana y Pagliacci.

Mi anterior incursión operística en el Liceo (ver a Marlango allí fue diferente) había sido para ver Tristán e Isolda de Wagner y Manuel ya me había prevenido de que lo de esta vez no tenía nada que ver con aquello. Que de hecho para los wagnerianos integristas estas dos óperas eran dos tonterías.

Como siempre, una de las cosas que encuentro más fascinantes son los decorados y demás, y el ver abrirse el telón y ver una casa como de pueblo (italiano/mediterráneo) con sus balcones y su típica plaza de la iglesia me encantó. Ese era el decorado de la primera ópera Cavalleria rusticana que además, muy apropiado estando en plena Semana santa, sacaban una especie de procesión a la plaza del pueblo.

De esta ópera lo que más me gustó fueron las piezas interpretadas por todo el coro (que de hecho eran varios coros) y Manuel me dice que la música se utiliza mucho también, así que a alguien le puede sonar. El argumento lo encontré un poco precipitado hacia el final, eso sí.

Durante el entreacto, mientras dábamos una vuelta por el famoso salón de los espejos, nos preguntábamos si cambiarían el decorado para la segunda ópera, Pagliacci. Y así fue. También este impresionante - aunque me gustó más el otro - con el lateral de un edificio puramente italiano, un tenderete para la función (la función dentro de la función) y una caravana estilo años cincuenta (?). Manuel me había dicho que para entender las dos óperas y el contexto lo mejor era prestar atención al prólogo (un actor) de esta segunda ópera, que hacía hincapié en el realismo, la verdad, etc.

En fin, que yo no sé mucho (¿nada?) de ópera así que me tengo que quedar en la superficie y decir que me gustaron ambas y lo pasamos bien que, al fin y al cabo, a mi entender, es lo que cuenta.

Nada más bajarse el telón final, alguien puso a alguien al corriente del partido de forma que nos enteramos todos. Lo del empate fue una buena noticia porque nos temíamos que, de ganar el Barça, las Ramblas se pusieran imposibles. Salimos rapidito Ramblas abajo a por un taxi. Como siempre pasa, de lejos veíamos pasar un montón, pero una vez allí plantados a los pies de Colón, la cosa se ralentizó. Unos espabilados nos quitaron el primero que pasó y, mientras esperábamos al segundo, llegaron unas señoras a las que oímos decir en voz alta y clara "estos también están esperando un taxi" al tiempo que se situaban antes que nosotros. Cuando vino un taxi las señoras se lanzaron a la mitad de la calzada pero a mí eso me molestó mucho y me indigné y les llamé la atención, cosa que por suerte funcionó para activar su conciencia y que nos lo dejaran, aunque no se pudieron morder la lengua y dijeron "ay, hija, es que si no haces nada para pararlo". Yo pasé de responder ya a eso, pero obviamente no estaba por la labor de tirarme a la calzada a ir en busca del taxi tres metros y no creo que ellas paren así los taxis normalmente (o no habrían estado allí para contarlo). Qué rabia me dan esas cosas.

Pero bueno, fue sólo una pequeña anécdota que no estropeó el resto de la noche, que había estado muy bien. La otra "anécdota" sería que a partir de ese día y durante el resto de la Semana Santa, Manuel evitó las crónicas deportivas a toda costa. Anoche, en cambio, estuvo dispuesto a perderse unos minutos de House con tal de ver a cierto entrenador rabioso...

miércoles, 27 de abril de 2011

Dulces

Pues sí, llevamos unos días de comer dulces que casi no hay segundo que pase sin que yo me pregunte qué habría hecho si la prueba de la glucosa hubiera salido mal. Menos mal que no fue el caso. Con la excepción del domingo por la mañana en que recordé cómo era tener hambre, sigo comiendo un poco por comer, y así como a las naranjas les estoy cogiendo una tirria espantosa, los dulces, por más que como, siguen siendo de las cosas que, sin hambre, siguen apeteciendo. Lo que se viene llamando glotonería, vamos.

Todo empezó antes de ir a Madrid, cuando me pasé por Las Arenas a estrenar la tienda de macarons - Enric Rosich - que había fichado el primer día que habíamos pasado por allí. La idea era comprar unos cuantos para llevarle a mi madre, pero al final acabé comprando también unos cuantos para casa y saboreando in situ uno de vainilla que el amable propietario de la tienda me dio a probar (y yo le eché un poco de cara porque él me daba a probar uno de chocolate y yo le dije que si me iba a dar uno prefería que fuera uno de vainilla). Me supo a gloria, así que me traje dos más de vainilla y uno de vainilla y fresa para sorpresa del propietario de la tienda que creo que durante nuestra conversación sobre la vainilla no se había hecho verdadera idea de lo mucho que me gusta. Deliciosos todos, eso sí.





Y he aquí los de mi madre, más variados y también muy ricos.


Muy recomendable la tienda (su contenido, en realidad), de verdad.

Así que en Madrid seguimos zampando algún que otro macaron y en nuestra primera mañana allí desayunamos chocolate con churros y luego tomamos unas pastitas de té que llevamos cuando pasamos por casa de mi tía.

Y todo sin olvidar que el postre de la comida de ese día era la famosa plancha de hojaldre con la que yo soñaba y que estuvo muy a la altura: deliciosa.





¿Menciono también que siendo una comida familiar la plancha no era el único postre sino que también había fresas con chocolate y un bizcocho casero de limón?

Los días siguientes - siempre desayunando lo que quedaba de plancha de crema - fueron casi moderados, aunque cenando con la única lectora en el Vips cayeron de postre unas tortitas a medias entre Manuel y yo...

Y todo para a la vuelta lanzarnos al pringoso mundo de las torrijas, claro. Un año más y seguimos sin acostumbrarnos a la cantiad de cacharros, superficies y utensilios que se manchan haciéndolas. Lo bueno es que luego saboreas la primera (y la segunda, y la octava) y te olvidas del pringue. Hmmmm, qué ricas.








Y sí, luego vino el día de la mona y aún quedan restos de huevos, figuritas de chocolate y demás que, por suerte, nos podemos tomar con más calma.

La semana que viene tengo revisión y me pesarán y a ver qué pasa... Mejor no pensarlo de momento. Como me decía ayer Manuel mientras yo hacía un esfuerzo sobrehumano (o eso parecía) por comer una naranja para merendar: que luego no me queje si Mister X le hace ascos a la fruta.

martes, 26 de abril de 2011

Sant Jordi 2011

Sonará un poco egoísta, pero definitivamente lo prefiero cuando Sant Jordi cae en día de trabajo, cuando me da tiempo a escaparme un rato por la mañana, pasear con gente pero sin muchedumbres, ver cosas, hacer fotos de los puestos, las rosas, hojear algún que otro libro, pulular de acá para allá y, en general, respirar. Este año fue un shock encontrar aglomeraciones y atascos de gente desde media mañana, no poder pasear a nuestras anchas, no poder hacer apenas fotos (imposible sacar la cámara de fotos cuando 1) evitaba que la masa espachurrase a Mister X y 2) la masa me llevaba a su ritmo, por lo que no podía pararme a fotografiar nada).

Llegamos a los puestos de la Casa del Libro en Paseo de Gracia a la hora en que se suponía que empezaban a firmar allí Javier Marías y Joaquín Reyes (yo le había regalado el libro Ellos mismos a Manuel por indirectas suyas; también le regalé, ya que Pyongyang le (nos) había gustado tanto Crónicas birmanas de Guy Delisle). Manuel me dejó aparcada en la cola de Joaquín Reyes y se fue a explorar dónde se situaba la de Javier Marías. Al cabo de 20 minutos en sendas colas resultó que ni uno ni otro habían llegado todavía. Manuel me dijo que abandonara la cola de Joaquín Reyes y me fuera a la de Javier Marías, que tenía el honor de ser la cola más cómoda de todas, puesto que la gente que la formaba tenía espacio para respirar y no tenía la necesidad de anclar los pies al suelo para que la masa no se lo llevara a uno por delante. Un lujo.

Por fin llegó Javier Marías y por fin comenzamos a avanzar. Al cabo de un rato Manuel se fue a la cola de Joaquín Reyes y me quedé sola esperando que me llegara el turno y viendo ya a Javier Marías de lejos: me chocó un poco comprobar que el pobre hombre tenía un cigarrillo sin encender en la boca. ¿No le dejan ya fumar? Era un clásico de otras firmas, verle fumar y firmar. No seré yo la que defienda que la gente fume (soy de las que están encantadas de poder entrar en cualquier sitio sin temor a salir con la ropa y el pelo apestando a tabaco) pero en este caso me pareció excesivo que no le dejen fumar (y le den pie a escribir artículos de esos suyos que no me gustan sobre el tabaco en los que no estamos en absoluto de acuerdo). Más tarde, comentándolo, de todos modos, Manuel me recordó que no había defendido precisamente a alguien de la cola que se había puesto a fumar mientras esperábamos. Yo aduje que Javier Marías estaba trabajando, pero no sé si coló.


El caso es que por fin me llegó el turno, me firmó Los enamoramientos (que terminé ayer mismo por cierto), un poco disperso, hablando con dos chicas que había en la caseta, y después le puse encima de la mesa su libro infantil, Ven a buscarme. Fue ahí donde comenzó la confusión. Conversación más o menos textual:

Javier Marías: ¿para quién es?
Cristina: hmmm... es que aún no tiene nombre, pero es un niño.
Javier Marías: ah... ah, ¿es que acaba de nacer...?
Cristina: eeehhh... no, es que... (sin sutileza alguna se señala la barriga).
Las dos chicas de la caseta: (se parten de risa)
Javier Marías: ah... vale, es que no había visto...
Las dos chicas de la caseta: (se siguen partiendo de risa)
Javier Marías: (empieza a poner la dedicatoria y escribe "Para el niño de"). ¿Cómo era tu nombre?
Cristina: Cristina (al ver que Javier Marías no lo oye bien). Cristina. Cristina.
Javier Marías: (hace ademán de recuperar el ejemplar firmado de Los enamoramientos para mirar el nombre, ya que no oye lo que le digo).
Cristina: ¡Cristina!
Javier Marías: ah, es verdad. (Sigue escribiendo: "Para el niño de Cristina, o la niña...".) Porque también puede ser una niña, ¿no?
Cristina: bueno, es que ya se sabe que es un niño.
Javier Marías: (bastante confuso, el pobre) ah... (continúa escribiendo: "o la niña que no será"). Es que nunca me acuerdo que ahora se puede saber muy pronto... (Termina de escribir: "con mis mejores deseos").

Nos despedimos y fin de la conversación. Nunca imaginé que una firma de un libro con Javier Marías pudiese desembocar en tal grado de surrealismo. Pobre hombre, creo que le hice pasar un mal rato.

Después de eso, aunque le había dicho a Manuel que le esperaría en algún espacio más o menos abierto, como había visto que Joaquín Reyes se tomaba cada firma con calma, decidí aventurarme a curiosear y esperar allí. Además verle firmar era un show, no sólo por lo que hablaba, sino por cómo entregaba los libros, cómo dibujaba (a los que no sabemos dibujar siempre nos fascina la visión de conjunto que hay que tener para que cuatro rayas que no sabemos qué van a ser acaben siendo algo claramente), etc.



Y además así pude presenciar cómo Elvira Lindo se le acercaba, le saludaba y se hacían amigos ipso facto.



Aprovechando que Elvira Lindo se quedó allí cerca esperando a irse, no pude contenerme y me acerqué a darle las gracias por sus artículos dominicales en El País y a comentarle eso de que Manuel dice que nos "mimetizamos" artículo tras artículo, cosa que parece que le hizo gracia. Le di las gracias de nuevo, me dio la mano y nos despedimos: estuvo bien.

Volví a Joaquín Reyes, que seguía al pie del cañón mientras alguien de la caseta le recordaba que tenía que irse a comer, que fuera concluyendo. Ante las protestas de los que quedaban en la cola, Joaquín Reyes dijo que él no se movía de ahí sin haber acabado de firmar. La de la caseta le dijo que bueno, pero que ya sólo quedaban firmando Javier Marías y él, ante lo que Joaquín Reyes miró hacia donde estaba Javier Marías con cara un poco de susto y dijo "que no me vea" (supongo que por esto).

En fin, por fin le llegó el turno a Manuel, Joaquín Reyes firmó muy amablemente con dibujito incluido y por fin pudimos salir de la zona de casetas, ahora ya un poco más despejada por aquello de ser la hora de comer.

Fue entonces momento de adquirir mi rosa. Manuel me dijo que eligiera el puesto que yo quisiera y la rosa que yo quisiera (otros años ya la trae él), cosa que fue un poco apabullante porque había miles donde elegir, claro. Al final escogí una y nos fuimos a comer, cosa que resultó casi imposible porque todo estaba abarrotado de gente.



No me entra en la cabeza qué mente pensante había calculado que este Sant Jordi sería de pocas ventas.

Después de comer no nos apeteció luchar contra las multitudes así que nos volvimos a casa. Un Sant Jordi un poco breve, pero agotador e intenso. En casa seguí regodeándome en mis dos libros nuevos, que Manuel me había dado antes de salir por la mañana:



A Room with a View (Una habitación con vistas) (con una portada preciosa), de E.M. Forster (en honor de nuestro ciclo Forster, claro) y Oscar and Lucinda (Oscar y Lucinda), de Peter Carey, como la sugerencia innovadora de este año (Manuel por Sant Jordi siempre me regala libros que piensa que yo no compraría por mis propios medios), que tiene muy buena pinta (Manuel conoce la historia porque hay una película) y que pienso empezar hoy mismo.

En fin, que estuvo bien Sant Jordi.

lunes, 25 de abril de 2011

El día de la mona


Hace ya unos cuantos días que volvimos de Madrid, pero - habría varias pequeñas excusas pero la predominante es: - la pereza ha conllevado unas vacaciones de blog más largas de lo que pensaba. Pero hoy, con todo el azúcar propio del día en vena, ya era hora de volver y comenzar a desatascar el embotellamiento de entradas acumuladas.

Lo del azúcar del día no es exageración: arriba hay una selección de dulces de chocolate acumulados aquí y traídos de Inglaterra y abajo la mona propia del día, que nos ha sabido también a gloria.





Y desde ya adelanto - aunque quizá no hacía falta - que no serán estos los únicos dulces que aparezcan por aquí en los próximos días.

viernes, 15 de abril de 2011

A Madrid

Mañana nos vamos a pasar unos diítas a Madrid donde, como mínimo, mis padres ya tienen "reservada" la plancha de hojaldre y crema con la que soñé hace unas semanas y que desde entonces, pese a la ausencia de hambre, no consigo quitarme del todo de la cabeza.

Madrid también es donde, de momento, sucede la nueva novela de Javier Marías, a la que estoy enganchadísima. El otro día Javier Marías estuvo en Els matins de TV3 y Josep Cuní le hizo una magnífica entrevista (me encanta cuando se ponen a debatir sobre si tal adjetivo encaja mejor aquí o allí). Con ella os dejo:



¡Hasta la vuelta!

jueves, 14 de abril de 2011

Palladian, de Elizabeth Taylor

Como la Elizabeth Taylor que todo el mundo conoce murió hace poco, aclaro de nuevo, por si acaso, que esta Elizabeth Taylor que nada tiene que ver con la otra. Esta es una escritora inglesa que murió en 1975.

Una vez dicho eso, procedo a exclamar: ¡qué ganas tenía de retomar su bibliografía! Y cómo me ha costado encontrarle el hueco. Eso sí, cosas absurdas que pasan: tenía muchas ganas de seguir adentrándome en su obra pero, no sé por qué, no tenía especiales ganas de ponerme con su segunda novela, Palladian, publicada en 1946 y que era la que tocaba ahora siguiendo el orden cronológico.

No tengo ni idea de dónde venía la pereza a la hora de leerlo, porque de hecho se dice que Palladian es la novela suya que más recuerda a Jane Austen, con quien tantas veces se la compara y que era su escritora preferida. Así que eso era bueno y sin embargo no me terminaba de llamar la atención. Erróneamente, claro.

Palladian comienza con Cassandra Dashwood (nombre muy Austen: Cassandra era el nombre de su hermana y Dashwood el apellido de las protagonistas de Sentido y sensibilidad) dispuesta a empezar una nueva vida como institutriz de una niña en una mansión inglesa. Y dispuesta también, porque ha leído mucho (¿quizá demasiado?), a enamorarse del padre viudo de la criatura. Así que aunque, aparte del nombre de la protagonista, hay más referencias Austen, a mí todo esto me recordaba un poco a Jane Eyre, o como mínimo una parodia del tipo de novelas a las que Jane Eyre dio lugar. Porque también me pareció encontrar varios paralelismos con Rebecca, de Daphne Du Maurier.

Y hay también referencias no veladas a Jane Eyre e incluso a Cumbres borrascosas. La escritora preferida de Elizabeth Taylor sería Jane Austen, pero tanto su primera novela, At Mrs Lippincote's, como esta están - a mis ojos, al menos - plagadas de guiños y referencias Brontë.

En casa de los Vanbrugh, y a cargo de su alumna, Sophy, de 11 años, Cassandra se va adentrando, lo quiera o no, en los entresijos familiares de sus habitantes, todos - no podía ser de otra forma tratándose de Elizabeth Taylor - delineados a la perfección (que no perfectos: lejos, muy lejos, de ello) y de forma exquisita y, como siempre, de forma tan ligera, tan imperceptible, tan poco impuesta que parece que el lector recibe las descripciones de los personajes por telepatía.

Al final, el lector se encuentra con algunas sorpresas y algunas cosas predecibles que no creo que se deban a que Elizabeth Taylor no supiera darles más misterio, sino a que simplemente le daba igual. Enterarse de esto o de aquello, en algunos casos, no es lo que importa; lo que importa es cómo se llega a esa conclusión abiertamente.

Curiosa novela, tambien, porque pese a estar publicada en 1946, no hay apenas - ¿sólo una? - referencias o alusiones a la guerra recién terminada, al estado de austeridad en que el país estaba inmerso. La casa de los Vanbrugh, con pequeñas (o pequeña, en singular) excepciones es autocontenida. Quizá Elizabeth Taylor pretendía evadirse de la realidad - y con ella sus lectores - o quizá, simplemente, tan clásicas como el título de la novela - sus intenciones eran sencillamente las de escribir una novela al uso, sin toques actuales, atemporal en cierto modo, ya que el paisaje principal, aparte de la mansión decadente, que al fin y al cabo lo que simboliza es a sus habitantes, es el interior de los personajes.

En fin, que queda claro que no hay que fiarse de las perezas infundadas a la hora de coger un libro de la estantería. O al menos no cuando se trata de escritoras como Elizabeth Taylor.

Otras novelas de esta autora de las que he hablado:

- Mrs Palfrey at the Claremont.
- Angel.
- At Mrs Lippincote's.

miércoles, 13 de abril de 2011

Cabaret de mitjanit

El viernes fuimos a ver de nuevo a las hermanas Marta y María Torras con su nuevo espectáculo Cabaret de mitjanit en la Sala Muntaner (vídeo aquí). De ese plan estaba yo al tanto desde hacía creo que semanas, cuando Manuel había comprado las entradas. De lo que no me enteré hasta un par de días antes era de que el espectáculo iba a hacer honor al nombre y ser al filo de la medianoche (empezaba a las 10:45), que para alguien que a partir de las nueve de la noche - si no antes, si no todo el día, de hecho - sueña con no moverse del sofá es una hora intempestiva total.

Así que ya avisé a Manuel de que más valía que no saliéramos muy tarde de casa o me fusionaría con el sofá y no me movería de allí. De ahí que fuéramos con tiempo para comprar el libro (que fueron los libros) de Javier Marías, con tiempo para cenar con calma y, como luego resultó, hasta con tiempo para sentarnos un rato en un Starbucks (¡primer frappuccino de vainilla de la temporada!).

Y el espectáculo, que es de lo que yo debería estar hablando, estuvo bien. Esta vez la sala era un poco más grande, había más gente y definitivamente más entusiasta que la vez anterior, cosa que siempre es de agradecer. Lo único que me sigue pasando con estas chicas es que no sé si tienen mal el sonido, el volumen o qué pero a veces me parece que tienen poca voz (cantan bien, pero bajito), que se pierde por debajo de los instrumentos (y eso que el otro día sólo había un saxo y un piano). Pero el espectáculo, que cuenta una historia unida por canciones de musicales y demás (aunque nunca nos quedó claro por qué, siendo todas en inglés oiginalmente, unas las mantenían en ese idioma y otras las traducían), se hace ameno. Es un escenario pequeñito con aparentemente poco atrezzo (aunque mucho vestuario) pero al que sacan muchísimo partido, cosa que siempre forma parte de la magia del teatro. Estuvo bien.

Pese a la hora y pese al hecho de que últimamente a cualquier sitio que vamos lo primero que digo al sentarme es "qué asiento tan incómodo, ¿no?" (gajes de no ser el sofá) aguanté perfectamente y tan espabilada que al volver a casa incluso pude hacer la breve incursión en el libro infantil de Javier Marías.

Y ese no fue el único evento del fin de semana para Manuel, que el domingo por la tarde se fue a ver una vez más a los Australian Pink Floyd en la sala Razzmatazz. Yo me quedé en casita tan ricamente ya que, aunque me queje de asientos incómodos en los sitios, los prefiero mil veces a estar de pie (y más en medio de un gentío). Volvió contento con unas gafas 3D que repartieron para ver parte del concierto. Qué moderneces.

martes, 12 de abril de 2011

Javier Marías



El nuevo libro de Javier Marías, Los enamoramientos, salía a la venta el 6 de abril. Quería haberme escapado ese mismo día a comprarlo: no fue posible; al día siguiente tampoco. Por fin el viernes pude hacerme con él, ya era hora. Es una tontería pero me gusta comprar este tipo de cosas, cuando es posible, el día de su lanzamiento. Creo que es una secuela de comprar los discos de los ídolos adolescentes el día de lanzamiento. Al menos ahora confío en la tienda y en que tendrá libros para todos, incluso aunque vaya unos días después (con lo gafe que soy, eso es mucha confianza), no así entonces, que te apuntabas en una lista de "reservas" y todo y luego, meses después, ignorabas el hecho - porque conocías bien ese rincón de la tienda - de que parecía que no habían tenido la necesidad de reponer ni una sola vez el cargamento inicial.

En fin, volviendo a Javier Marías. No hay mal que por bien no venga, porque así pude ir a comprarlo con Manuel, que siempre ve cosas que yo no veo. Paseando por la sección de libros infantiles como quien no quiere la cosa (fue curioso porque ninguno de los dos dijo "vamos a ver los libros infantiles", simplemente acabamos allí), de repente Manuel, mirando un libro destacado, me dijo: "mira, hay otro autor llamado Javier Marías". Miré al mismo libro y, con detenimiento, sin aún coger el libro, le dije: "yo creo que es el mismo". Todo apuntaba a ello desde lo de "Mi primer Javier Marías" hasta la editorial (Alfaguara). Cuando abrimos el libro y vimos que era una colección coordinada por Arturo Pérez-Reverte ya no hubo dudas. Obviamente el libro ya no lo volví a soltar. Ven a buscarme se vino a casa con nosotros, que en realidad no habíamos ido a buscarlo y habíamos dado con él por pura casualidad.

Así que ayer cuando había un encuentro digital con Javier Marías en El País, yo tenía muy clara mi pregunta. Y parece que soy muy predecible: cuando Manuel llegó a casa y le conté que me había respondido supo, sin yo decir nada, que le había preguntado acerca del libro. Y hace un rato he visto este comentario de alguien que también adivina mi pregunta, y sin haber mencionado todavía el libro en el blog.


Eso sí, queda claro que las nuevas tecnologías (llámense teclado en este caso) y el señor Marías no terminan de congeniar. Porque si era otro el que tecleaba entonces tiene menos perdón aun.

Los enamoramientos lo tengo aquí cerca, esperando el momento de que me acabe la lectura actual para ponerme con él ipso facto. Y Ven a buscarme no pude resistirme a leerlo cuando volvimos a casa después de un evento (ya hablaré mañana) la misma noche del viernes. En fin, aparte de la curiosidad, encuentro que al libro le falta un algo - o quizá la literatura infantil no es lo mío, claro - pero vamos, que mal tampoco está.

Y esta mañana también me he enterado de que estará firmando en Barcelona por Sant Jordi. Cuando el viernes pagué los dos libros juntos le dije a Manuel que si venía a firmar por Sant Jordi le llevaría los dos libros para que los firme: el relevo a las nuevas generaciones en forma de Mister X ya no se puede ocultar. Y si Mister X tuviera nombre para entonces creo que todo sería mucho más sencillo a la hora de sugerirle la dedicatoria, claro.

En fin, que quizá los tiempos de ser fan no han quedado del todo atrás.

lunes, 11 de abril de 2011

Bizcocho de arándanos y crema agria

He perdido el don. Por lo visto en la vida sólo puedes estar pendiente de un tipo de telehorno, y como yo hasta julio tengo uno a tiempo completo, el otro es un desastre. La otra teoría es que como no tengo hambre, autoboicoteo la repostería inconscientemente, pero esa teoría es más absurda aun que la primera, que ya es decir.

Sea como sea, no hay forma de dar pie con bola últimamente: las galletas pedrusco, las madalenas de chocolate demasiado hechas y ahora esto. Las madalenas de manzana y canela parecen ser la feliz excepción que confirma la regla.

Entre los libros de repostería dar con este bizcocho fue sorprendentemente fácil. La inspiración no abunda últimamente, pero fue ver este y decidirme al instante. Tenía buena pinta y hacía siglos que no hacíamos nada con arándanos, que además parece que van de la mano con la llegada del buen tiempo. Del ambiente invernal de las manzanas de canela y manzana pasamos de un salto al ambiente primaveral o incluso estival de esta tarta, que además lleva vitamina C (los arándanos) y calcio (la crema agria, hecha con nata, yogur griego y zumo de limón). No hay nada como darse un capricho pensando que además es un poco sano.

Así que nos pusimos a ello el sábado por la tarde. La receta era muy sencillita y en muy poquito rato, sin olvidarnos de ningún ingrediente, todo se fue al horno dentro del molde de cake.

La receta decía que era hora y diez de horneado, a lo que Manuel dijo que seguramente sería menos porque nuestro horno siempre es más rápido. Yo como últimamente no acierto no dije nada más que al ser un molde de cake tardaba más en hacerse, claro.

Fue pasando el rato, subió de forma preciosa, empezó a tomar un color bonito y, cuando me gustó el color adquirido, la tapé con papel de plata para que no se dorase más y fin de telehorno, aunque el horneado continuase.

Al cabo de una hora empecé a pinchar sin mucha fe. La aguja salía un poco manchada per no demasiado. A la hora y cuarto salía limpia, así que lo saqué del horno. Una pena que, con lo bonito que había subido, para entonces hubiera bajado un poco (¿quizá esa era la pista de que algo había fallado?).

Cuando se hubo enfriado Manuel lo espolvoreó con azúcar glas y yo le hice fotos. La pinta, pese al volumen perdido, era buena. Al cabo de un rato decidimos probarlo y... sólo con empezar a cortarlo ya noté que la textura era de crudo. No de poco hecho, no, de crudo. No de faltarle unos minutitos más en el horno, no, de faltarle un buen rato más. Un desastre.

Y he aquí donde se cambiaron los papeles. Manuel, que hasta hace un tiempo, miraba mal los bizcochos que estuvieran menos que en su punto, saboreó dos trocitos con gusto, diciendo que pese a todo estaba riquísimo. Yo, que siempre he sido de rebañar los restos de masa cruda y no importarme las cosas poco hechas, ahora con lo de tener que tomar todo muy hecho (en este caso por el huevo), apenas probé una esquinita un poco más hecha. Justo castigo por haber perdido el don del horneado, aunque la aguja que salió limpia tampoco estuvo muy lúcida.

Conclusión: guardamos el bizcocho en el frigorífico y Manuel comerá lo que pueda hasta esta tarde, cuando tiraremos lo que quede por aquello de que no se ponga pocho. Y ayer por la mañana fue la segunda vez en pocas semanas que Manuel tuvo que buscarme un desayuno alternativo: en vista del éxito del de la otra vez, me volvió a traer un pastelito de crema y hojaldre que estaba delicioso y bien hecho.

En fin, lo dicho, que he perdido el don. Menos mal que siempre nos quedarán los pastelitos de crema.

Más tarde, Carole Lombard amenizó la plancha con su película de 1938 Fools for Scandal (saltamos muchas en el ciclo porque ya las habíamos visto en uno u otro momento), que estaba muy bien, aunque por lo visto en su día fue un fracaso total en taquilla. Eso sí, de nuevo incluía un pequeño número musical. Pobre Carole Lombard, lo mal que cantaba y siempre tan rodeada de música.

EDITADO 12/4/2011: Ayer lunes por la noche vimos que la Bizcochona que pusimos en el bizcocho había caducado hace un mes. ¿Tendrá algo que ver?

viernes, 8 de abril de 2011

Highland Fling, de Nancy Mitford

Aunque tengo una pila de libros pendientes de leer por y sobre las Mitford, lo cierto es que hacía siglos que no leía nada suyo. Ante el apabullamiento de qué leer de todo lo acumulado, opté por la decisión que siempre me resulta más sencilla: el orden cronológico. Y así le tocó el turno a Highland Fling, de Nancy Mitford. Su primera novela publicada rescatada del olvido por Capuchin Classics, que a finales de año rescatarán otras dos novelas suyas: Christmas Pudding y Pigeon Pie.

La verdad es que esta primera novela aún no es Mitford tal y como la conocemos por las novelas posteriores, pero ya empieza a apuntar maneras. Aquí, aunque ya un poco crítica con la (alta) sociedad que la rodeaba, todavía no había logrado ese humor ácido por el que luego conseguirá reírse de la gente de su grupo sin la necesidad de salirse de él. Este libro - muy cortito - es a veces más un retrato de la época que una crítica social. Y como retrato tal cual da un poco de rabia. No está mal si nos quedamos en la parte "retro": finales de los años veinte y un montón de jovencitos ricos (o de familias ricas) en su mayoría viviendo de las rentas y acumulando deudas mientras no son capaces, ni por necesidad, de mantener un trabajo (al que van en taxi, por supuesto, y del que se escapan a la hora de la comida para ir a comer al Ritz) y se dedican a pasar el rato de forma un tanto vacua, con bromas un poco tontas. Eran otros tiempos: los felices años veinte, claro. Disfrutaban de lo que la generación anterior, a causa de la Primera Guerra Mundial, no había podido disfrutar. A ellos, más adelante, les tocaría también la Segunda. El caso es que por ese lado tiene su toque de gracia y Mitford a veces no oculta que se burla de ese tipo de vida (aunque fuera el que ella llevaba), pero es que si uno lo pone en el contexto actual con, definitivamente, mucho menos glamour, vienen a la mente todos esos niños tontos que de vez en cuando salen en TV y a los que hasta dedican programas. Gente que cae mal y da rabia, y aunque los equivalentes de los años veinte eran mucho más inocentones, la equivalencia está ahí.

Aun así no quiero que parezca que, a causa de eso, el libro no me ha gustado, porque sí que me ha parecido, como mínimo, entretenido. Al fin y al cabo se lee para conocer otras vidas y otras situaciones, y esta es una más. Además, siendo Mitford, el humor, crítico o no, no podía faltar, así que siempre se producen situaciones muy divertidas mientras seguimos los pasos de estos jovencillos alocados y caprichosos, unos más que otros, pero a los que, casi en contra de la propia voluntad, se acaba cogiendo cariño.

Por cierto que el autor de la pequeña introducción (disponible, en inglés, aquí) no es otro que Julian Fellowes, ahora conocido por ser el creador de la exitosa Downton Abbey (y que nosotros vamos grabando pero aún no hemos empezado a ver).

En fin, que no es tan buena como las novelas conocidas de Nancy Mitford, pero es uan curiosidad que se deja leer y ayuda a conocerla mejor.

Más sobre Nancy Mitford en este blog:

- Love in a Cold Climate (Amor en clima frío) y su adaptación.
- Don't Tell Alfred (No se lo digas a Alfred).
- The Mitford Girls, de Mary S. Lovell.

miércoles, 6 de abril de 2011

Media mañana


No tiene mala pinta en la foto, ¿eh? Mi comida/aperitivo/picoteo de media mañana para acompañar a la pastillita de hierro (que no puse en la foto: añadía demasiado dramatismo). Pues bien, en la vida real es un suplicio. Comer sin hambre es un pequeño drama por el que antes pasaba dos o tres veces al día, dependiendo de si tenía hambre para desayunar o no, para el resto de comidas muy pocas veces. Ahora resulta que paso cinco veces por el suplicio de comer sin ganas. Y me paso el día llena y mirando con recelo el reloj a medida que se acerca la siguiente comida cuando yo tengo la sensación de no haber digerido aún las dos últimas por lo menos. Ayer por la tarde se me echaba encima la hora de la merienda y la preparación de la cena y, ufff, de verdad que lo temía. Estar lleno y sin hambre no motiva mucho a la hora de preparar la cena, aunque sea algo tan sencillo como unas judías verdes. Aún quedan unas cuantas madalenas y ya ni siquiera sueño con comérmelas de una sentada. Con eso lo digo todo.

Es muy raro eso de casi nunca tener hambre. Y los días que me levanto con hambre ni siquiera es hambre de esa de sonar las tripas y desear hincarle el diente a lo que sea. Es un hambre difusa que no se parece en nada al hambre de verdad. El otro día escuchaba una canción ochentera de Bon Jovi (era predecible, claro: a Mister X Bon Jovi no le dice gran cosa, hay pocos violines):



La letra me hizo pensar sobre el tema cuando dice "our love is like a hunger without it we would starve". Que una se tenga que enterar de "cosas científicas" por Bon Jovi es raro, pero es verdad que la sensación de hambre está ahí para que no te mueras de hambre o de desnutrición. Y de ahí que yo tenga que comer con o sin hambre, claro.

Mi madre sugirió que comprara almendras para picar entre horas y ayer cuando salí a comprar las judías verdes que tenía pensado hacer y que se me había olvidado comprar antes me olvidé de comprarlas (¿qué decíais de la memoria y los despistes el otro día?) pero Manuel las trajo. De momento ayer tuvieron buena acogida, veremos cuánto tiempo hasta que se vuelvan un suplicio mental.

Y lo peor de todo es que estoy segura de que si el otro día en la visita al médico resultó que tenía que comer más, etc., etc., si no es en la siguiente visita el mes que viene o si no más adelante me llevaré alguna charla sobre haber cogido demasiado peso. Tiempo al tiempo.

En fin, que la foto de arriba ya digo que tiene buena pinta pero en mi cabeza la veo y la primera imagen que me provoca es la de un cerdito al que están cebando.

martes, 5 de abril de 2011

One of Our Thursdays is Missing, de Jasper Fforde

Es complicado hablar de Jasper Fforde siempre, pero más aun cuando se trata de One of Our Thursdays is Missing, la sexta entrega de una saga que nunca supe bien cómo definir. Para ahorrarme estos líos yo siempre recomiendo probar con The Eyre Affair (El caso Jane Eyre): si ese gusta es probable que el resto también. Si ese es demasiado extravagante para los gustos de uno, entonces todos lo serán. Queda claro que yo me enganché a Jasper Fforde - un desconocido en 2001 - por el título de su primer libro, que si no me equivoco me encontré un buen día de verano en la Casa del Libro. El caso es que ese primer libro me encantó: ese universo alternativo en que la literatura era lo más y había investigadores literarios como Thursday Next me pareció fascinante. Además Jasper era un autor de mi agrado que cada año, puntualmente, sacaba una nueva entrega, que luego empezó a mezclar con otras sagas a las que yo me enganché por inercia y que, sin ser Thursday Next, disfrutaba mucho también. El año pasado leí el comienzo de la nueva saga, Shades of Grey, pero no oculto que cuando vi que había un Thursday Next nuevo a la vista me llevé una alegría.

Y por eso en Londres el de Jasper, recién publicado, fue uno de los primeros libros que compramos (también su Last Dragonslayer, una novela juvenil que Manuel se indignó al ver que yo no había comprado desde que salió el año pasado, ejem...). Fue curioso porque lo compramos en Waterstones con un descuento de 3 libras. Yo le comenté a Manuel que quizá en otra librería había ejemplares firmados, pero como ya tenemos muchos firmados por él (suena presuntuoso, pero es la verdad: algunos son comprados en las librerías sólo con la firma, un par de ellos dedicados en persona) nos vino mejor el descuento (qué cutre). Efectivamente, en alguna otra librería de las muchas que visitamos encontramos ejemplares firmados. Así pasó el tiempo hasta que la semana pasada lo cogí del montón (decir lo cogí de la estantería suena mejor pero sería faltar a la verdad: tengo una gran pila de libros esperando su hueco en la estantería...) y, ¿qué me encontré en nuestro libro con descuento? ¡Que estaba firmado y nosotros sin enterarnos!

También me encontré este fantástico mapa en las guardas de Fiction Island (la isla de la ficción) donde sucede la acción de este sexto libro pero creo que puede ser un mapa curioso tanto para conocedores del mundo Fforde como para simplemente gente a la que le gusta la literatura. Recomiendo hacerlo grande (o más grande aquí) y perderse en él: no tiene desperdicio. Yo creo que me podría haber acabado antes el libro de no haberme pasado grandes ratos contemplando el mapa.

El caso es que sin entrar en detalles de la novela - entre otras cosas porque me resultaría imposible: a Jasper Fforde hay que leerlo - esta sexta entrega me ha paecido buenísima. Está plagada de juegos de palabras (y muchos seguro que se me pasan), bromas internas (sí, hemos llegado a ese punto en que Jasper ha llegado a una especie de metaficción propia), chistes literarios, acción literaria y bromas acerca de la literatura y, curiosamente, el mundo real, que no tienen desperdicio alguno.

Definitivamente un gran reencuentro con Thursday Next y su(s) mundo(s). Y espero que no sea el último, aunque Jasper Fforde puede escribir lo que quiera que yo lo leeré igual (aunque sea con un poco de retraso, como la novela juvenil, de la que saca continuación a finales de año, por cierto).

lunes, 4 de abril de 2011

Madalenas de manzana y canela

Lo bueno de no acordarse de las cosas es que, cuando las repites, las vives como si no las hubieras hecho nunca. Lo malo de tener un blog es que estás encantado con la supuesta novedad y de repente te enteras no sólo de que no es una novedad en absoluto sino que es algo que hiciste hace apenas unos meses. Al enterarte se te queda primero cara de tonto y después cara de confusión porque si fuera posible que alguien hubiera escrito una entrada y la hubiera colado en el blog sin que te enterases, estás convencido de que esa sería la entrada.

Todo esto para decir que yo llevaba toda la semana pasada ilusionada con hacer madalenas de manzana y canela el sábado. Busqué la receta, compré los ingredientes necesarios, etc., etc., todo tan feliz, supuestamente imaginando lo ricas que estarían una vez hechas. En mi cabeza era una gran celebración azucarada en caso de que me prohibieran el azúcar o algo. Por suerte hace un rato he recogido los resultados y el azúcar ha salido bien (otra cosa es el hierro...). De hecho, la comadrona me ha mandado comer más este mes (!) y me ha dicho que, como cree que me he estado moderando con los dulces, este mes puedo darme algún que otro capricho. Por supuesto yo no he mencionado la repostería de los sábados y me ha hecho gracia lo de sus sospechas acerca de mi moderación con los dulces. En fin, habrá que hacerle caso en ambas recomendaciones: lo de los dulces es sencillo, lo de comer más un poco más complicado cuando en general nunca tengo hambre y como por comer a las horas de las comidas.

El caso es que el sábado nos pusimos manos a la obra con ellas, yo troceando la manzana, que no me suele gustar asada pero que desde el streusel del año pasado, resulta que la manzana ácida envuelta en bizcocho me parece riquísima. No termina ahí la sorpresa de sabores: juraría que el año pasado preparando el streusel probé la manzana y yo - que en manzanas sólo me gustan las rojas y bien crujientes - confirmé que no era de mi agrado. Este año, pese a haber redescubierto las lentejas (mi plato más odiado) gracias a Mr X y que debería haberme curado de espantos en el tema de los nuevos gustos en las comidas, me siguió sorprendiendo el hecho de no poder resistirme a probar un trozo mientras la picaba y luego, cuando estaba picando la segunda, desear que sobrara un poco para poder comer más. Sobró y qué rica estaba. Ahora queda una entera que me reservo para merendar un día de estos. Y ya no sé si me sorprendería o no ir a la frutería a por más, con esto nunca se sabe.

El caso es que salieron dos tandas de madalenas, con pinta bien rica. Y blanditas-blanditas, algo muy de agradecer después del fiasco de la semana pasada. Qué difícil aguantar para probar alguna un poco más tarde.

Las probamos y... hmmm... ¡qué delicia! No sólo eran lo contrario del mazacote de las "galletas" de la semana anterior sino que habían quedado en ese punto glorioso en que el bizcocho se deshace en la boca. En fin, que me supieron a gloria.

El domingo por la mañana le comenté a Manuel, sentada delante de la lata que contenía más de 20 madalenas, que yo creía que podría empezar y comer una detrás de otra. No por hambre, en realidad, sino por lo ricas que estaban (es decir: glotonería pura y dura). Me veo en la obligación de aclarar que me contuve y que me limité a dos. Y aunque aún quedan muchas y sigo pensando que podría acabar con todas de una sentada si me lo propusiera, creo que no es lo que la comadrona tenía en mente cuando me ha dicho lo de "darme algún que otro capricho" y "comer más".

Y así pasó ayer todo el día con la lata llena de madalenas de manzana y canela en mente y con la fuerza de voluntad a flor de piel en un constante acto de contención. Si no las hubiera hecho yo, pensaría que estas madalenas llevan algún tipo de sustancia adictiva. Eso o que Mr X es más fan de la manzana ácida de lo que parecía incluso cuando la picaba el sábado por la tarde.

Total, retomando lo que decía al principio, me planto a escribir mi entrada ditirámbica sobre las madalenas en cuestión, busco en el archivo del blog el streusel de manzana para los antecedentes de la manzana asada y me encuentro que en octubre de 2010 hicimos estas madalenas: no idénticas, porque resulta que el tiempo que yo tardé buscando en internet una receta que me convenciera me lo podía haber ahorrado ya que tengo un libro que la trae. En fin, me consuelo queriendo pensar que, dado lo ricas que han quedado esta vez, esta nueva receta es incluso mejor que aquella, claro que no recuerdo absolutamente nada de esas madalenas, ni siquiera lo que escribí en su día me sirve para refrescar la memoria. Nada, no me acuerdo de nada, si acaso, con gran esfuerzo, de la foto de las madalenas con los chicles de canela. Nada más.

En fin, dejando los problemas de memoria de lado y volviendo al día de ayer, con el estómago lleno pero siempre con las ganas de más madalenas en mente, hubo plancha y película. Película muy a punto por una casualidad total: Father of the Bride (El padre de la novia), de 1950, con Spencer Tracy y, por supuesto, una jovencita Elizabeth Taylor. La película es de sobra conocida así que poco cabe decir sobre ella, más que el hecho de que yo no la había visto nunca, aunque, como le aclaré a Manuel (y sería mejor que me hubiera callado): "sí que he visto el remake... (arqueamiento de ceja de Manuel)... muchas veces... (más arqueamiento)... Pues no está tan mal (la ceja se sale de la frente)".

domingo, 3 de abril de 2011

El artículo del día

Como ya dijo Manuel hace algunas semanas, Elvira Lindo y yo seguimos "mimetizándonos" en su columna de los domingos. Sin más preámbulos dejo que hable ella. Yo desde el principio ya estaba asintiendo:

"Hay verdades que solo se pueden contar a través de la ficción". La frase no es mía, me la escribió un día Soledad Gallego-Díaz, y me alegró que fuera ella, periodista, tan cuidadosa con los hechos, quien advirtiera que la ficción tiene un poder de contener el mundo en la vida de un solo personaje, que de inmediato, por esos extraños caminos de la identificación, se parecerá a la del lector, y le hará compañía y le dará consuelo. Hay verdades que solo se pueden contar a través de la ficción. Lo dijo alguien que había sido testigo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y que no supo o no quiso contarlo salvo a través de unos cuentos llenos de poesía y simbolismo, J. D. Salinger. Hay verdades que solo se pueden contar a través de las novelas. Me lo dijo un día el psicólogo José Luis Pinillos, que tanto sabe también de guerras y de la vulnerabilidad humana. Me confesó cuánto podía aprender un psicólogo de un buen retrato literario. Hay verdades que solo están en las novelas. Lo digo yo. Por mucho que se haya estudiado cómo era la vida de las mujeres en el siglo XIX, nada es más elocuente que la posibilidad de identificación con una de ellas. Con Jane, por ejemplo. Esa Jane Eyre que vio la luz por vez primera en 1847, firmada no con el nombre de su autora, Charlotte Brontë, sino con un seudónimo, Currer Bell. Por supuesto, se especuló mucho sobre su autoría y se atribuyó durante un tiempo, cómo no, a un hombre. Porque el hecho de que Jane Eyre hubiera sido escrito por una mujer hacía la historia aún más subversiva. ¿Cómo era posible que una niña que solo había conocido el desprecio y el maltrato de su familia, en el internado hubiera conservado intacta la dignidad y el deseo de actuar según su conciencia? Cuando yo leí este libro, con 12 o con 13 años, no eran esas las preguntas que me provocaba. No tenía en mente ninguna perspectiva histórica: Jane estaba actuando en el momento preciso en que yo me sumergía en sus páginas. Lo extraordinario es que no siendo mi situación personal en absoluto parecida a la de aquella pobre niña, el arrojo silencioso y contenido que muestra desde la primera página tuviera tal influencia sobre mí. De la misma forma que en un verso de Salinas el amante le dice a su amor: "Es que quiero sacar de ti tu mejor tú", hay libros, aquellos que se leen en un momento crucial de la vida, que sacan de nosotros nuestro mejor yo, o que nos ayudan a reconocer lo que somos y no lo que los demás quieren que seamos. Veo la nueva versión que de Jane Eyre se ha llevado al cine y pienso en cuál es la razón por la cual ese personaje, Jane, mantiene su valor inalterable en el siglo XXI, visto ahora por una mujer dueña, en la medida en la que una puede poseerla, de su propia vida. Es posible que esta sea la versión que más me ha gustado. Esa jovencísima actriz, Mia Wasikowska, sabe darle al personaje esa cualidad de pureza y determinación contenida que tiene. Aunque siempre se pone el ejemplo de aquella versión que protagonizaran Orson Welles y Joan Fontaine, a Fontaine siempre la he visto como una señora elegante, antigua y sufriente con la que me es muy difícil identificarme. Una vez y otra y otra, las que hagan falta, vuelvo a ver la misma historia. La de una Cenicienta que no es tal, porque la pobre chica finalmente no se casa con un príncipe azul, sino que rescata a un hombre destrozado. Vence el amor, pero también la valentía, la generosidad, la falta de codicia. Valores que nunca caducan. En esta sala del Upper West estoy tan entregada a las palabras de Jane como cuando tenía 13 años. Solo de vez en cuando me perturban las risas del público, que es capaz de soltar la carcajada en cuanto se da el más ligero comentario sexual o de puro deseo. Risitas incontenibles, nerviosas, que sirven de vía de escape para la vergüenza que provoca el sexo y a las que jamás me acostumbraré. Una vez que logro superar la molestia vuelvo a concentrarme en los pasos de Jane. Me pregunto cuántas veces en la vida una mujer se ve forzada a ser Jane Eyre, a defenderse del atropello, de la falta de respeto, de la condescendencia, y cuánto hay que agradecerle su ejemplo de valentía y arrojo, aun cuando la realidad está en su contra desde el nacimiento. Me gusta también que las películas no edulcoren el pasado, envolviéndolo con una pátina de belleza que convierte en entrañable la miseria de los pobres. En esta ocasión sentimos el frío de Jane; la incomodidad de los grandes espacios; la sordidez de esos castillos, tan bellos por fuera, tan lúgubres dentro; el mortal aburrimiento de un invierno eterno, de los días sin luz, de la vida iluminada por velas; la falta de sensualidad; el desprecio de clase; la soledad de la vida en un campo tan bello como atemorizante; la falta de consideración que despertaban aquellas jóvenes institutrices encargadas de desasnar a los niños de los ricos. Es posible que algunos lectores de mi generación no se acercaran a esta novela por considerarla literatura para mujeres. Ahora que ya no tienen nada que demostrar deberían atreverse. Como ocurre con tantos clásicos, se da por leído lo que jamás se leyó. Atrévanse. Y luego me cuentan si me equivoco al pensar que hay verdades que solo pueden contarse a través de las novelas.


Gran, gran artículo.

viernes, 1 de abril de 2011

Noche de viernes: ciclo Auntie Mame

Después de leer Auntie Mame (La tía Mame), de Patrick Dennis y de que se produjeran todas las casualidades de que Manuel conociera la obra a partir del cine y el musical y que el musical incluyera precisamente una canción navideña que descubrí de forma independiente, etc. decidimos continuar con la "racha" y montar un miniciclo Auntie Mame en el cine en cuanto acabáramos con el ciclo Thackeray. Visto lo largo que fue el ciclo Thackeray eso fue mucho más fácil decirlo que hacerlo, pero por fin le llegó el turno a la tía Mame.

Comenzamos con la adaptación clásica: Auntie Mame, de 1958, con Rosalind Russell, a la que hemos visto aquí y allá en nuestras películas dominicales. Desde esas películas hasta Auntie Mame pasaron unos cuantos años y antes, por muy Hollywood que fuera, los años se notaban (y menos mal). Tampoco le habían sentado mal y ella estaba espléndida en el papel alocado y divino de la tía Mame, un papel que se tomó muy en serio en su vida. Y la verdad es que estaba magnífica en el papel. Y la película/adaptación tampoco se quedaba corta. El libro de Patrick Dennis no puede ser fácil de adaptar e inevitablemente se quedaron cosas en el tintero (los niños ingleses evacuados, etc.) y se innovó con algunas otras, como la cena a la que Mame invita a los Upson y el final de la historia en general. Pero suele funcionar todo bastante bien si uno no se obceca en el "esto en el libro no era así" o "pues en el libro...". A mí es algo que me sigue saliendo espontáneamente, sobre todo con el libro en sí tan reciente, pero que he aprendido a domar y dejar de lado para ver qué tal resulta lo nuevo. Si lo nuevo no choca con lo que la historia supone para mí (al fin y al cabo todo lo que leemos lo adaptamos también; igual que es imposible adaptar a gusto de todos, cuando leemos adaptamos todo a nuestro gusto) aunque esté cambiado es otra forma de verlo y punto. A veces hay cambios que funcionan mejor y cambios que funcionan peor, cambios que tienen algún sentido y cambios absurdos en los que el adaptador se empeña por tontería y que no aportan nada. Lo que hay que tener en mente - que es lo que suele causar la indignación - es que la novela original es imposible cambiarla. Una adaptación es sólo lo que una persona hace de ella, pero no hay que perder de vista que es sólo eso, la "opinión" de alguien y punto.

Dicho todo lo anterior, debo reconocer que Mame, la adaptación musical de 1974, no es muy buena. La música está bien, pero la forma de contar la historia chirría un poco, porque va a saltos, hay cambios de esos un poco incomprensibles que no aportan nada (Norah y Agnes Gooch se fusionan en un personaje cuya personalidad no tiene ni pies ni cabeza, Beauregard deja de ser un benefactor en su primer encuentro con Mame, etc.) y Lucille Ball, también ya talludita y "past her prime" que decía Manuel, no le llega a la suela del zapato a Rosalind Russell (a la que no le hizo ni pizca de gracia que hubiera otra tía Mame: ella era la tía Mame), aunque cante.

De hecho esta la tuvimos que ver en dos partes porque yo me quedé frita en pleno número musical: recuerdo perfectamente que Manuel me dijo "este es el número más conocido" y por alguna razón encontré ese dato tan fascinante que me quedé dormida de repente. Otro día lo retomamos y acabamos de ver la película/musical. Y ya digo, se deja ver, pero, aunque sea sin música, es mejor quedarse con la adaptación de Rosalind Russell.

Otra actriz conocida que ha interpretado a Mame ha sido Angela Lansbury en Broadway (musical), así que quizá para haber hecho el ciclo realmente completo deberíamos haber escuchado alguna grabación.