martes, 30 de agosto de 2011

Desde el sillón



Estos días no tengo muy claro a dónde se va el tiempo. Pienso que es una hora, miro el reloj para confirmar y me encuentro que es mucho más tarde de lo que pensaba. Héctor y yo pasamos largos ratos en el sillón, a veces un tanto derretidos, él comiendo a sus anchas y haciendo sus monerías.

Así que sigo surcando internet desde la BlackBerry aunque voy leyendo un poco más (ya he terminado el libro de Elizabeth Bowen, así que queda pendiente la reseña), según tenga el día. El otro día había dejado el libro reposando en el brazo del sofá y Héctor dio tal patada que lo tiró al suelo. Manuel que había presenciado la escena, comentó que era una metáfora muy poderosa de lo que Héctor había hecho de mis hábitos lectores.

Que lea menos, sin embargo, no quiere decir que me sienta menos tentada. Ya estoy planeando un nuevo pedido al Book Depository y con el libro de la foto, con fotos antiguas de Haworth (el pueblo de las Brontë) y alrededores, viajo en el espacio y en el tiempo desde el sillón (puestos a viajar, ¿quién quiere viajar únicamente en el espacio?) a muchos de los sitios que visitamos hace unos meses, a otros sitios que nunca hemos visitado pero conozco de oídas y a sitios totalmente incógnitos. Y, después de mucho pensarlo, he decidido que Barbara Pym es también una buena compañera - amena, rápida, graciosa, entretenida - de sillón. Así que ahora, de ratito en ratito y en alguna que otra escapada, voy leyendo su Glass of Blessings (Los hombres de Wilmet).

Y aunque Héctor dé patadas a mis hábitos lectores, yo no me doy por vencida y le inculco desde ya en la buena lectura (entendida por mí, claro), así que no me pude resistir a este body de humor Jasper-Ffordiano (que será más absurdo de lo que ya es si uno no está familiarizado con el mundo de Thursday Next). Encuentro que me he vuelto un poco adicta a comprarle ropa a Héctor (también en parte porque la va necesitando, con algún capricho que otro); será la novedad, supongo. Y aunque el body es de talla 0-6 (debe de ser 0-6 de niño galés, porque es más grande que alguno que ya tengo de 12 meses) estoy deseando vérselo puesto a Héctor, que con eso de ser de comida seguro que - literalmente - no le hace ascos.

En fin, que me ha quedado una entrada de lo más dispersa. Pero es que una vida dispersa no puede tener otro resultado.

jueves, 18 de agosto de 2011

Counting My Chickens, de Deborah Devonshire

Mi historia con Deborah Devonshire es por lo visto una historia de esperas. A mí me tocó esperar a que llegaran sus tres libros por correo y al primer libro, Counting My Chickens, le ha tocado esperar a tener entrada propia una vez leído.

Supongo que hay mucha gente que llega a Deborah Devonshire a través de Chatsworth, la emblemática casa señorial que no hay duda de que hoy es lo que es y está cuidada como está gracias a los esfuerzos de esta mujer. Pero también hay mucha otra gente, como yo, que llega a ella por ser la última hermana Mitford con vida (y la más joven, aunque como nació en 1920 ya tiene unos cuantos años). También hay que decir que es de las hermanas más desconocidas, sin hacer bandera de sus tendencias políticas ni similares, prácticamente una desconocida de la que no sabía qué esperar, sólo tenía garantizado el sentido del humor Mitford de serie, que como garantía siempre sirve.

Y no sólo no me decepcionó en ese sentido sino que me sorprendió gratamente. Es un humor ya, supongo que por los años, más apacible que el de los años locos de las Mitford, más reposado, pero no por ello menos entretenido. Y si bien Deborah no proclama su ideario político a los cuatro vientos, sí que es verdad que leyendo el libro se le ve la faceta conservadora, de esas de Inglaterra conoció tiempos mejores, ya no es lo que era, ahora nos hacen la vida imposible con tantas regulaciones, etc. (Inevitable esto último siendo hija de una madre que, al descubrir que tres de sus vacas tenían tuberculina y por tanto su leche no podía venderse, decidió que "bueno, pues que se la beban los niños"... y lo cierto es que no les pasó nada).

Counting My Chickens recopila artículos varios de diferentes publicaciones de todo tipo y temática y de ahí que los escritos no sean sólo de lo más amenos sino también variadísimos tratando de temas familiares y de Chatsworth y de lectura (aunque ella misma reconoce que no es una gran lectora porque no soporta acabar los libros) y de su pasión por las gallinas y demás. Todo contado con el inconfundible tono Mitford, irreverente a veces, sorprendente y tronchante siempre. ¿Qué hay más Mitford que una mujer que dice que compra su ropa en las ferias agrícolas y si no en Marks y Spencer o si no, ya directamente, en París? (Y cuando ella dice París es por supuesto el París de la alta costura). Pocos comentarios y actitudes más Mitfordianos que ese.

En fin, una curiosa lectura y una curiosa mujer de la que me alegro de haber comprado varios escritos porque sin duda quiero leer más cosas suyas. Y dentro de poco otro para la lista.

domingo, 14 de agosto de 2011

Héctor y la lectura



Han pasado unos cuantos días desde la última entrada y, siendo fiel a la verdad, no le puedo echar la culpa a Héctor, sino más bien a las tareas domésticas, cosa que resulta mucho más triste. Mientras que no me importa que se me escape el tiempo mirando a Héctor reírse y preguntándome por enésima vez si será una sonrisa real o una sonrisa por imitación, "perder el tiempo" fregando y planchando y, en general además, derritiéndome por momentos me da mucha más rabia.

Lo que sí que Héctor me impide, por alguna razón, es leer. Mientras le doy de comer, que sé que para mucha gente es un momento plácido de lectura, me resulta bastante difícil leer porque no me concentro. Manuel alega que no tengo reparos en surcar los mundos de internet en la BlackBerry y tiene toda la razón, pero también es verdad que la capacidad de concentración necesaria en general es mucho menor. Los ratos en que me siento sin Héctor comiendo (que son pocos, y no lo digo a modo de mártir porque Hector come mucho y paso muchísimo rato sentada) lo más probable es que me quede dormida en tiempo récord, a veces tras hacer amago de leer, a veces siendo realista y asumiendo lo que va a pasar. Así que Elizabeth Bowen y su The House in Paris lleva siglos rondando de acá para allá y está camino de ser, si no lo es ya, el libro menos leído pero más viajado del mundo, porque sus idas y venidas incluyen todas las salidas a la calle. Creo que la cesta del cochecito tiene ya una deformación que se ajusta perectamente al tamaño del libro.

A Héctor, como a tantos niños, le encanta ir a la calle. Lo que no le gusta son las salidas y las entradas (Manuel y yo bromeamos acerca de que tiene un GPS de serie con el que sitúa perfectamente nuestro portal: es ir llegando y abrir el ojo y... berrear; decimos también que si alguien de la casa sólo le conoce por las entradas y las salidas no es raro que piense que tiene al niño más llorón del mundo como vecino y lo cierto es que no lo es) ni que el cochecito se detenga. Así que si entro en una tienda más vale que esté dormido o, como el otro día, tendré que dejar las compras a medias, ir a dar una vuelta para que coja el sueño y volver y retomar las compras*. Lo que quiere decir que aunque yo todos los días salgo de casa con el propósito de ir a la terracita oasis a sentarme y leer al fresco de momento sólo lo conseguí el día de la foto y el resultado no fue el esperado. Vale que me entretuve unos minutos inmortalizando el momento pero es que fue soltar la cámara, sacar el libro y Héctor empezar a inquietarse un poco: lo suficiente para no llorar tanto que hubiera que ponerse en marcha y lo suficiente para dejarme leer sólo una línea del libro... y dejarme leerla unas cien veces, tantas como intenté retomar la lectura hasta que me di por vencida y fue hora de volver a casa.

Y por supuesto tengo pendiente hablar del libro de Deborah Devonshire que acabé ya hace tiempo. Otra cosa que parece que no consigo nunca hacer, aunque me propongo que sea la próxima entrada que aparezca en el blog.

Mucho más esperanzador es el hecho de que el sillón donde pasamos el 90% del día está justo delante de la estantería y Héctor cada día se queda más embobado mirando los lomos de los libros (doy por hecho que lo que le gusta son los colores o lo que sea que vea, no es que piense que se imagina a sí mismo leyendo a Muriel Spark ni nada por el estilo... ni que lo imagine yo tampoco).

En otro orden de cosas, Héctor esta semana cumple ya un mes, su primer mes. Creo que aunque mi padre me dejó adicta a visitar la pastelería a la que fuimos asiduos mientras mis padres estuvieron aquí y ya he ido un par de veces desde que se fueron (el otro día para comprar una tarta deliciosa para celebrar el cumpleaños de Manuel; tarta que acompañamos con Cane Cola, que pude conseguir por internet y que nos supo a gloria, (a Nueva York, vaya) y momento que quedó sin inmortalizar por ser bastante caótico) creo que aunque el homenajeado no pueda tomar su propio pastel directamente siempre es una buena excusa para tomar un dulce.

* También es verdad que ahora las compras duran más que antes. Rara es la vez que no hay una dependienta o algún cliente (o en la calle algún viandante) que entabla conversación acerca del niño.

jueves, 4 de agosto de 2011

Adquisiciones recientes (niño recién nacido aparte)

Mis padres ya se volvieron a Madrid hace días. De haber sido puntual, habrían disfrutado de Héctor dos semanas más de lo que lo disfrutaron, pero Héctor dejó claro que no tenía ninguna prisa por nacer por mucho que sus abuelos hubieran venido desde Madrid a conocerlo y dejó claro también que aquello de andar y andar para que los niños nazcan no siempre se cumple.

Pese al calor, mis padres y yo siempre salíamos a andar y casi siempre acabábamos en una terracita cuyo nombre obviamos en favor de "oasis" ya que parecía tener un microclima particular incluso en los días más calurosos. Al cabo de poco tiempo, nos sentábamos y ya sólo hacía falta decir un "lo de siempre" para obtener nuestras bebidas bien fresquitas. Daba gusto así.

Algo también invariable en nuestros días era volver a casa con ansias de mirar el buzón a ver si terminaban de llegar todos los libros que tenía pedidos. Otra vez volvieron a tardar bastante y, como les decía a mis padres y a Manuel, entre el niño que no llegaba y los libros que no llegaban aquello parecía una prueba de resistencia de mi paciencia, que nunca fue gran cosa, pero en ambos casos no tenía más remedio que apechugar y esperar un poco más. La moraleja es que al final todo llegó, claro.

A Héctor ya lo he presentado en sociedad aquí, pero no así con sus libros compañeros de espera.



La excepción a los libros en el buzón sería London Under, de Peter Ackroyd. La historia es curiosa, ya que uno de los regalos de cumpleaños de la única lectora (que me los trajo por adelantado y yo aún le debo los de su cumpleaños con mucho, mucho retraso) era repetido y hubo que cambiarlo. Pululando por la sección de libros en inglés de la Fnac, desganada y, como siempre últimamente (aunque ya la visito poco), preguntándome cómo antes me podía resultar tan fácil encontrar libros allí y si serán mis gustos o su selección los que han menguado, me topé por pura casualidad con este que ya no pude devolver a la estantería. La única lectora parecía un poco confusa con la elección, pero yo estaba y estoy encantada. Lo reservo, eso sí, para cuando algún día volvamos a Londres (el año que viene con los Juegos Olímpicos no sé si podrá ser).

Y el otro libro sí que vino por correo: Imagined London, de Anna Quindlen. Recomendado por Óscar y con una pinta tan excepcional que aunque mi idea es también reservarlo para un futuro viaje a Londres, me pregunto si realmene seré capaz de esperar.

Lo que más gracia me hace de esta foto de estos dos libros, eso sí, es que es prácticamente idéntica a una de Samedimanche. Ah, la anglofilia...



La segunda tanda de libros también es muy anglófila y no muy variada: una bibliografía improvisada (en septiembre saca nuevo libro) de Deborah Devonshire (la última hermana Mitford con vida). Counting My Chickens llegó el primero y al ser también el primero en orden de lectura me puse con él y es el libro del que tengo pendiente hablar. Se trata de una colección de artículos escritos por ella, igual que Home to Roost. Wait for Me! en cambio son sus memorias y estoy deseando ponerme con ellas también.

Si ahora consiguera retomar un ritmo algo mejor de lectura ya sería estupendo. Pero bueno, no me quejo, que ya aprendí que todo llega.

martes, 2 de agosto de 2011

Creatividad



Una hace planes abstractos del tipo "de hoy no pasa que no escriba en el blog" y muchas horas después (no necesariamente largas), metiéndose en la cama sigilosamente más dormida que despierta, medio cae en la cuenta de que ha pasado otro día sin siquiera poder hacer un intento.

Así que las entradas se escriben y, por lo de la falta de sueño (que en realidad, debo reconocerlo en deferencia a Héctor, no es demasiada técnicamente, pero sí un poco para lo que soy yo*), se borran en mi cabeza. En general, eso sí, suelen ser pequeños párrafos o incluso sólo una frase, probablemente, según la hora a la que esté tecleando mi cerebro, incluso mal construida.

Mientras escribo esto - más largo que nada escrito en mi cabeza en los últimos días - Héctor duerme plácidamente sobre nuestra cama, que es su sitio preferido para dormir. Su minicuna, con todo lo mona que es, le hace menos gracia. Eso hablando de sitios para dormir ideados para eso, porque en realidad su sitio preferido para dormir son mis brazos, más aun si paseamos por el pasillo de casa (pequeñito, o sea que para cuando hemos dado tres paseos de un extremo a otro la que se cae de sueño soy yo). Eso ha dado pie a que hoy, volviendo de la calle con todo el calorazo y con un niño que berreaba porque según parecía no aguantaba un segundo más sin comer, le haya tenido que sacar del cochecito y, pilotando con una sola mano, recorrer los últimos metros con él en brazos, momento que ha aprovechado una señora desconocida para echarme la bronca por "acostumbrarle mal". De no haber sido por estar pendiente de tantas otras cosas y porque, reconozcámoslo, el sueño siempre reinante hace que las cosas se vean con cierta distancia no siempre perjudicial, creo que me habría girado y le habría dado un mandoble o, como mínimo, le habría dicho que no se preocupara, que si se malacostumbraba la única que pagaría el pato sería yo, y no ella. En realidad la he ignorado y eso que la mujer una vez que ha cogido el tema ya no lo soltaba.

Porque esa es otra: en mi cabeza, cuando no escribo entradas de blog que nunca llegan al blog, escribo un libro llamado "manual del peatón incívico". Si pensaba que la gente que no deja sentarse a las embarazadas en el transporte público era de lo peorcito, compruebo ahora que no están solos. Es una larga y creciente lista, pero con ellos estarían: la gente que, yendo por una acera estrecha, ven venir un cochecito y se niegan a desviar su rumbo un solo milímetro; el mismo tipo de gente pero con un cochecito, lo cual indica que no hay solidaridad entre clases; la gente a la que cedes el paso y no sólo no te dan las gracias sino que encima pasan como si tuvieran todo el derecho del mundo (que lo tienen, pero yo también); la gente que te ve luchando para abrir una puerta que pesa un par de toneladas y, en lugar de acercarse a ayudarte, sólo se queda allí mirando, intrigada por si conseguirás abrirla o no; la gente que hace eso mismo con el añadido de que estás entrando en su establecimiento y no hay un alma dentro y tú eres una clienta en potencia y sin embargo no se inmuta (y que si no fuera por el esfuerzo ingente de abrir la puerta, darías media vuelta y te irías sin más). Y un largo etcétera. Creo que en la bolsa del cochecito voy a empezar a llevar una especie de cuaderno de campo para anotar las características de toda esta fauna y revolucionar un día el campo de la antropología (o la ciencia que corresponda).

Y entre indignaciones varias, calores, falta de sueño, poca lectura (aunque tengo pendiente hablar de un libro y de los libros que esperaba y que ya recibí: ambas son entradas de las escritas en mi cabeza pero con un poco de suerte serán las próximas que escriba de verdad), Héctor está cada día más espabilado, cada vez nos hace reír más con las caras que pone y las cosas que hace (cambios de pañal con "surtidor" incluido, ¿cómo vive la gente sin ellos?) y, como puede verse en la foto de más arriba, sigue inspirando la creatividad ajena. Si la única lectora le trajo un estupendo cuento propio antes de nacer, una de mis primas le trajo este otro cuento tan mono hecho por ella misma cuando hace nos días estuvieron aquí. Desde entonces el cuento está al pie de la minicuna (aunque el niño no pase todo el tiempo que debería en ella), esperando a que se decida a leerlo.

* Y que depende mucho de si he visto pasar la aguja del reloj por las cuatro de la mañana. Creía que era una manía absurda mía pero resulta que a Manuel le pasa lo mismo con las cinco de la mañana. Es difícil de explicar, pero por alguna razón estar despierto a esa hora es más desesperante que estar despierto a cualquier otra. Manías.