lunes, 27 de agosto de 2012

Adiós, Edimburgo



No recuerdo qué ni dónde comimos tras salir del castillo, el caso es que lo que nosotros queríamos era hacer tiempo y, de paso, seguir llenando el estómago con un té completo de despedida.

Fuimos despidiéndonos de la ciudad, cruzando el puente hacia Princes Street. Al otro lado del puente estaba el impresionante Balmoral Hotel, en el que ni siquiera curioseamos si había posibilidad de tomar el té, auqnue no lo hubiéramos hecho, y que también tiene cierta conexión con Harry Potter debido a que J.K. Rowling acabó de escribir el último libro en una de sus habitaciones (la 552) y dejó constancia de ello en uno de los bustos que la decoran.


Decía Robert Louis Stevenson que "there are no stars so lovely as Edinburgh street-lamps" (no existen estrellas tan bonitas como las farolas de Edimburgo) y yo, que siempre acabo fijándome y fotografiando farolas de las ciudades que visitamos, no pude contenerme tampoco en esta ocasión.

En Princes Street pasamos por delante de tiendas en las que habíamos curioseado días atrás: Whittard, tienda de té en la que, por fin, tras tantas visitas al Reino Unido, pude comprar algo de té (el único té que compré, su propia mezcla, pese a la apabullante variedad de tés tentadores), y eso que la tradición "manda" que para cuando un Whittard se cruza en nuestro camino yo ya he pasado con creces el nivel permisible de té adquirido. Jenners (aunque ahora técnicamente ya no sea Jenners más que en el nombre histórico de la fachada), por supuesto, con su precioso hall que lo distingue de otros grandes almacenes, pese a oler igual que los demás.



En su "food hall" nos habíamos provisto días antes de lemon curd (a falta de clotted cream, más propia del sur de la isla), dos latas de Coca Cola de vainilla (aún intacta una de ellas en nuestro frigorífico), una de delicioso cream soda (marca A&W: que alguien lo importe ya) que nos bebimos hace unos días, saboreándolo muy bien y algo que yo no había visto, que Manuel vio mientras yo pagaba lo anterior y que, cuando me acerqué a él, me pidió que tomara lo que me iba a decir con calma: ¡jelly belly jelly beans de vainilla! Hice un buen acopio de ellos y de momento los raciono muchísimo, en parte porque el calorazo quita las ganas incluso de comer esas pequeñas bolitas de sabor celestial.

Dudamos si tomar la merienda de despedida en Patisserie Valerie, descubierta gracias a su tentador escaparate, siempre con gente arremolinada alrededor al borde del babeo, donde hicimos una estupenda parada para tomar el mejor batido de chocolate del mundo (¡¿y por qué no pedí yo uno de vainilla?! Manuel lo pidió y resultó ser como beber una tableta de chocolate, nada parecido esos batidos que saben a Cola Cao o Cacaolat), Manuel un éclair de chocolate y nata y yo una tartaletita de fresa y crema que no sólo me deleitó a mí sino que hizo que Héctor se pusiera por las nubes (y que luego dio pie a la mítica y larguísima siesta dominical; con crema así se duerme en la gloria, no me extraña). Conocíamos sus escaparates por las cafeterías que tienen en Londres, pero siempre nos habíamos resistido. A partir de ahora creo que será imposible. El caso es que con mucha pena renunciamos a ello proque queríamos un té y allí todo es más continental, que dicen ellos. Así que terminamos en Marks & Spencer, nada muy elegante ni lujoso, pero sí bien rico, que era lo importante.

Se nos acababa Edimburgo. No veríamos el Fringe, el festival mítico que tiene lugar allí en agosto y con el que, por alguna razón que una vez allí no fuimos capaces de recordar/entender, no habíamos querido coincidir a la hora de reservar allí las vacaciones. Después de haber visitado la tienda, haber visto algunos de los preparativos y el ambientillo pre-festivalero nos arrepentimos un poco (la excusa perfecta para volver, claro).




Dejábamos atrás la ciudad de los adoquines mortales, del misterioso olor a palomitas que no lo son, de las vistas de altura, de los edificios impresionante, de los parques, de las gaviotas enormes, de los semáforos sin duda para escoceses (duran media milésima de segundo... si llega), y eso que son los londinenses los que caminan más rápido que la media, de los libros, de la inspiración literaria, de las puestas de sol que se congelan en un punto del horizonte, de la gente amable, de los cuadros escoceses (cómo no), de la gente que viste según su estado mental y no el tiempo atmosférico, del acento escocés, a veces muy duro, a veces muy suave y mucho mejor conductor de la conversación. La ciudad de los fuertes chubascos que no cayeron. Edimburgo.



Adiós, Edimburgo. Hasta la próxima.

miércoles, 22 de agosto de 2012

El castillo

Quizá una de las cosas más llamativas de Edimburgo, aparte de su arquitectura aparentemente atemporal, sus adoquines, el olor a palomitas que no lo son y sus parques, sea, por supuesto, su castillo. Llama la atención sólo por el mero hecho de estar ahí en lo alto, visible casi constantemente desde todos los rincones de la ciudad, apareciendo en los ángulos más inesperados. Una Torre Eiffel de mucho más aplomo y peso histórico.



Nuestro último día en Edimburgo cogíamos el avión a las once y pico de la noche. Eso es un día de turismo pesado en cualquier caso, más aun si vas arrastrando a un pobre niño de un año que, sin embargo y aunque las noches fuera de casa no son del todo lo suyo, es buenísimo y perfectamente adaptable. Optamos por dejar el castillo para este día, y así no tener que vagabundear tanto por las calles y demás.

El última día en Edimburgo había un precioso cielo azul y un hacía un calor inesperado para lo que habían dicho las predicciones. Mientras hacíamos cola para comprar la entrada, Manuel tuvo flashbacks incómodos de otra cola similar bajo el sol (aunque más larga y con más sol): la de Versalles. Me dijo que esperaba que este castillo no fuera el espanto que fue aquella experiencia versallesca y dantesca. Reconozco que por unos momentos tuve mucho miedo. ¿Y si habíamos metido la pata? ¿Y si, efectivamente, este era otro Versalles? ¿Y si pagábamos las 16 libras que cuesta la entrada para nada, para acabar tan asqueados como en aquella ocasión? Sí, lo reconozco, incluso una anglófila como yo tiene a veces sus momentos de duda. Menos mal que la anglofilia siempre es más grande que todo ello, siempre resulta triunfal.

Esperando en la cola nos tocó el disparo de cañón de la una. La verdad, estando tan cerca, esperábamos más. No nos dimos susto ni nada, pero fue curioso.



Con la entrada en la mano y pasada la tienda de regalos a la que volveríamos a la salida (para no comprar nada, quién nos ha visto y quién nos ve), nos topamos con estas preciosas vistas de la ciudad, con el parque y Princes Street en primer término y en general el precioso skyline de Edimburgo:




Qué suerte tuvimos con ese día soleado y claro.

Llegando al castillo, y una vez dentro más, no nos extrañaba que J.K. Rowling hubiera creado Hogwarts desde su mesa de The Elephant House con vistas al castillo. El castillo de Edimburgo es como un Hogwarts real que no termina de coincidir a pies juntillas con el de Harry Potter pero que sin embargo se parece lo suficiente como para hacer que no puedas dejar de tararear la melodía de la banda sonora mientras estás dentro y/o entras en determinados sitios (¿o es sólo cosa nuestra?). Los escudos, los lemas en latín, los animales mitológicos en las piedras, el gran salón (sin el cielo en el techo, eso sí), el patio, la altura y la inmensidad y la aparente eternidad de las piedras son casi imaginarios al tiempo que muy, muy reales. Aunque a veces pasaban cosas casi imaginarias también:



Esa encantadora placita (o no tanto: aquel día al sol te cocías y a la sombra te quedabas frio), Crown Square, daba acceso a varios sitios, como el gran salón, restaurado en el siglo XIX, y el recinto de las joyas de la corona escocesa, con la habitación en la que nació Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia en el siglo XVI y alguna que otra habitación. A mí, como en el Writers' Museum, me daba pereza eso de turnarnos para entrar a los sitios, aunque Hécttor se acababa de despertar, pero Manuel me convenció utilizando la anglofilia como arma para que entrara a ver las joyas de la corona y, sin querer, acabé en la habitación natal de Jacobo I y... oooooh... salí fascinada, absurdamente feliz de la vida, diciendo que esas dos habitaciones, moderadamente sencillas y restauradas, seguramente distintas de cómo fueron en su día, valían más que todo Versalles y eran infinitamente más reales, menos de cartón piedra (insisto: puede que lo sean, hablo sólo de la impresión y mi reacción)



No nos quedamos a tomar el té en los salones aunque estuvimos muy tentados pese al precio. En su lugar nosotros decidimos comer cualquier cosa al salir del recinto y Héctor comió en un banco en mitad de la empinada cuesta que da acceso a esa plaza, para deleite de los turistas japoneses, que por alguna extraña razón encontraban eso de ver a un niño comiendo al aire libre de lo más cómico. O quizá es que Héctor se pringa mucho y resulta muy "gracioso" verlo desde cierta distancia, lejos de la zona de peligro.

Un rato más paseando/trotando por aquellos adoquines rebosantes de historia, un vistazo a la tienda abarrotada y se acabó la visita que, pese a los miedos iniciales, había merecido mucho la pena.

domingo, 19 de agosto de 2012

"Mine own romantic town": Edimburgo y sus escritores


Las tres primeras fotos de la crónica de Edimburgo están situadas, junto con otras, delante del Writers' Museum, el museo de los escritores por antonomasia de la ciudad: Robert Burns, Walter Scott y Robert Lous Stevenson y era el museo que nos habíamos encontrado cerrado el domingo.

El lunes estaba abierto, así que allá que fuimos. Héctor se durmió por el camino y, como el museo no está precisamente hecho para cochecitos y no era plan de despertar al niño para colocarlo en la mochila, que nadie me mire mal si dejé que Manuel entrara solo a dar una vuelta por el museo pero, cuando salió, me dio pereza entrar a mí sola y ni sus palabras acerca de la pasión de Charlotte por la obra de Walter Scott sirvieron para azuzarme a entrar.



Y el caso es que mientras Manuel estaba dentro yo me había sentado en un banco con un té calentito al lado y había estado de maravilla, no sólo examinando la placita minuciosamente, sino enterándome de todo tipo de curiosidades contadas por los guías turísticos que se me paraban cerca: la historia de la plaza, llamada Lady Stair's Close (precisamente la casa de Lady Stair es la que ahora es el museo), Robert Burns y su noche, los secretos de los haggis (no, no los probamos) y la existencia de una bebida llamada Irn-Bru, entre otras cosas. A veces es verdad eso de que te puedes sentar en un banco y ver la vida pasar a tu alrededor.



De camino allí habíamos subsanado otro despiste: después de días queriendo mirar el nombre y ubicación de la famosa cafetería donde J.K. Rowling escribió las primeras entregas de Harry Potter me había olvidado y no había sido hasta el domingo por la noche en el hotel cuando me había acordado y Manuel lo había mirado: resultó que el domingo habíamos pasado por delante. El domingo, con eso de las horas intempestivas y/o el sueño acarreado en consecuencia, habíamos pasado por tantas cosas sin enterarnos que realmente daba miedo. Pero bueno, como nos pillaba de camino al museo no hubo problema. Allí, a pocos metros de Greyfriars Bobby (la mañana del lunes rodeado de obras para horror de un grupo de turistas japoneses) estaba The Elephant House:





No nos habíamos quedado allí, pero sí que era el sitio donde me había comprado el té que me acompañaría después en el banco de Lady Stair's Close. Me gustó el sitio, no sólo porque había servido de "escritorio" para J.K. Rowling sino porque otros escritores de la ciudad, como Ian Rankin, también han acudido allí a escribir. Y me gustó sobre todo porque, sin dar la espalda a la fama, no ha dejado que la fama lo supere y lo haga un sitio de culto a Harry Potter. No conocí el sitio antes de ser famoso, pero sé que ahora - salvo por el cartel de fuera y el hecho de que vendan postales de J.K. Rowling dentro - pasa lo suficientemente desapercibido como para parecer un café más de los muchos que hay (como damos fe nosotros, que lo pasamos de largo el domingo).

J.K. Rowling ha dicho muchas veces que no iba a escribir allí (también frecuentaba otro de Nicolson Street, la calle por la que tanto pasamos también el día anterior... sin saberlo) porque no tenía calefacción en casa como dicen las malas lenguas (en efecto ella se pregunta cómo iba a ocurrírsele meterse a vivir en un piso de Edimburgo sin calefacción) sino porque el paseo hacía que la niña se quedara dormida en el cochecito y ella, en cuanto se dormía, se metía a escribir allí. Quien cuestione la simplicidad de sus motivos es porque, simple y llanamente, no ha tenido un niño. Yo este invierno lo adapté a la lectura sin necesidad de inspirarme en ella: salía a pasear con Héctor y en cuanto se dormía o me buscaba un banco al sol o, si el día estaba gélido (que hubo pocos días de esos este invierno pasado) me metía en una cafetería o me volvía a casa (como hago ahora con el calorazo) a leer. Es así de sencillo.

Lo maravilloso de Edimburgo - o una de las cosas maravillosas de Edimburgo - es que es una ciudad muy literaria. No sólo cuenta con el trío de escritores al que está dedicado el museo. Charlotte Brontë hizo una visita muy misteriosa a la ciudad (acompañada de su editor, George Smith, para recoger al hermano de este en el internado; una visita muy polémica para la etiqueta de la época por haber ido solos), le encantó y más tarde se referiría a Edimburgo como "mine own romantic town" (traducción un poco libre: "mi querida ciudad romántica"), no le faltaba razón.

Charlotte Brontë, aparte de al duque de Wellington, idolatraba a Sir Walter Scott. A mí, como le comenté a Manuel, Scott no me dice nada, pero reconozco que su monumento, visible desde tantos puntos de la ciudad y tan, tan bonito, casi le hace a uno sentir el entusiasmo de Charlotte Brontë. Casi, que como ya dije una vez no todos somos Charlotte Brontë.




Edimburgo - aunque hacia las afueras - es, por supuesto, la ciudad natal de Muriel Spark y un buen trasfondo de su novela The Prime of Miss Jean Brodie (La plenitud de la señorita Brodie).

Y mientras paseábamos por allí me acordé de que Kate Atkinson ahora vivía por esos lares y que Edimburgo también es un paisaje importante en sus novelas de Jackson Brodie (también en las adaptaciones televisivas). Y aunque Kate Atkinson no parece el tipo de persona que se lanza a ir de compras por Princes Street, ¿quién puede asegurarnos que no nos cruzamos con ella en algún recoveco de la ciudad? Pero encuentros imaginarios aparte, no estará mal conformarnos con su nueva novela, Life after Life, la primavera que viene. Parece que vuelve a sus orígenes y, pese al enorme atasco lector que llevo a cuestas, no miento si digo que apenas puedo esperar para leerla.

Y es que Edimburgo parece la ciudad perfecta tanto para escribir como para describir. Mágica por su arquitectura y sus calles y sus parques y, por supuesto su castillo, y porque vas por la calle y el aire de olor a palomitas que no lo son casi te inspira. Igual que en Nueva York ves pasar películas ante tus ojos, existan o no, las hayas visto o no, en Edimburgo ves pasar libros ante tus ojos, aunque no los hayas leído nunca o no estén escritos siquiera.



(Victoria Street, una preciosa calle con mucho encanto, cercana a The Elephant House y con alguna que otra librería de viejo de típico olor mustio).

jueves, 16 de agosto de 2012

Familiarizándonos con Edimburgo (y perdiéndonos de nuevo)

Al día siguiente era domingo y, siguiendo con nuestro perpetuo gafe turístico-dominical, Héctor decidió no sólo despertarse a las seis y pico de la mañana (las siete y pico de aquí, pero incluso así una hora antes de su hora habitual) sino impacientarse en la habitación del hotel y hacernos salir a la calle a primerísima hora. ¿Resultado? Sí, calles de lo más apacibles, una luz preciosa... pero todo lo interesante por lo que íbamos pasando cerrado a cal y canto hasta las 12 de la mañana. Perdimos todo concepto horario, soy incapaz de decir a qué hora salimos del hotel, pero sí que sé que hasta las 12 nos dio tiempo a pasear muchísimo y a mirar el reloj infinidad de veces, normalmente delante de algún escaparate con la esperanza de que faltase poco para que abrieran. Vana esperanza, siempre parecían faltar horas.

De camino a Grassmarket, eso sí, pasamos por delante de las librerías de segunda mano que al día siguiente tanta suerte nos traerían, sin darnos siquiera cuenta de ello. En Grassmarket, desierta, salvo por un homeless durmiendo al pie de un banco (¿se habría caído y le había dado pereza volverse a subir o ni se habría enterado? Quizá era un resto del pasado en el que esta plaza acogía muchos albergues para homeless y el hombre todavía no ha dado con la nueva ubicación) paseamos a nuestras anchas, deleintándonos de lo bonita que es esta placita. Diría que tiene mucho encanto - lo tiene - si no fuera por el hecho de que durante casi cinco siglos (hasta principios del siglo XXI fue no sólo uno de los mercados de ganado de la ciudad, sino el lugar donde se realizaban las ejecuciones).



La plaza es famosa por sus pubs, uno de ellos llamado Black Bull, como el mítico pub de Haworth, el pueblecito de las Brontë.


Y otro, quizá el más famoso (en la primera foto se puede ver), se llama Maggie Dickson en "honor" a una de las "ejecutadas" más célebres. Maggie Dickson fue condenada a la horca en el siglo XVIII por matar a su bebé. En el traslado después de la ejecución, la tal Maggie resultó seguir vivita y coleando y, en parte por considerarlo un milagro y en parte por haber un vacío legal (a partir de entonces la ley dijo que el ejecutado en cuestión tenía que morir), la dejaron viva. Eso sí, tuvo que cargar con el apodo de Half-Hangit Maggie (Maggie la medio colgada, estos escoceses cómo son) el resto de su vida regalada, que quizá fue peor castigo que el original.

Junto a una "sombra" de la horca que me olvidé de fotografiar, está también este pequeño monumento a los covenanters que murieron defendiendo sus creencias y que sí que fotografié.



Seguimos nuestro camino hacia la Old Town, el centro histórico, con parada obligatoria en la estatuita de Greyfriars Bobby.




La historia básica todo el mundo la conoce todo el mundo: el dueño de un perro que se muere y el perro que se queda velando su tumba durante años. En concreto el dueño se llamaba John Gray, conocido como Old Jock, y el perrito custodió su tumba durante catorce años, hasta su propia muerte en 1872. Por desgracia, la ley impedía que lo enterraran junto a su querido dueño, así que lo enterraron lo más cerca posible. Ahora tiene una lápida a la entrada del cementerio de Greyfriars Kirkyard. Y como paradoja histórica, nada más entrar al cementerio hay un cartel que prohíbe la entrada a perros. Se podrían decir tantas cosas de eso.



Y su propia estatua (muy pequeñita, más de lo que se imagina uno viéndola en foto). (Tan pequeñita que de hecho Héctor, obsesionado en la actualidad con los "perritos", no le hizo ni caso).



Desde allí dimos un bonito paseo sin finalidad alguna, viendo tiendas cerradas, hasta que decidimos volver sobre nuestros pasos hacia la Royal Mile donde, por ser una calle muy turística, nunca falta la animación (incluso en las estatuas).



Por suerte las tiendas comenzaban a abrir. Las orientadas a los turistas, aunque muy cutres en algunos casos, tenían un toque curioso con toda la ropa de cuadros fuera. No compramos nada de recuerdo con cuadros. Yo estuve tentada en una tienda de llevarme algo de recuerdo sólo por eso, para que fuera de recuerdo, pero no supe con qué clan autoemparentarme para elegir mi "tartan" y Wallace - de William Wallace, el de Braveheart - me parecía muy tópico. Hay que asumirlo: si no se tienen antepasados escoceses, no se tienen, qué le vamos a hacer.



Resultó que un museo que queríamos ver muy cercano a los enormes aros olímpicos que nos hicieron pensar que Edimburgo sería subsede de algún deporte olímpico (pero que no, los colocaron allí cuando pasó la antorcha olímpica) estaba justamente cerrado en domingo. No nos supuso ningún problema, seguimos vagando por la ciudad, esta vez con rumbo a una zona de librerías de segunda mano recomendadas por Mia.





Y así fue como nos perdimos por segunda vez. En nuestra defensa, la zona estaba justo en la parte del mapa popout en que se pasaba del mapa del centro con más detalle al mapa general con menos detalle, así que nos encontramos en un vacío geográfico total y siendo domingo y zona de estudiantes universitarios, aquello era casi un desierto en el que no nos atrevimos a preguntar a la poca gente que nos cruzamos. Eso sí, hicimos un recorrido exhaustivo por la zona universitaria, que debe de tener un ambientillo muy chulo en pleno apogeo. La otra defensa es que, aparte de lo del mapa, debería estar prohibido por ley eso de que la misma calle de repente se llame de distinta forma. ¿Quién nos iba a decir que Nicolson street, que no hacíamos más que cruzar de un lado a otro era la que terminaba por llamarse Clerk Street, eh? ¿Quién?

Eso sí, el paseo le sirvió a Héctor para dormir la siesta pre-comida del siglo (más de dos horas) y a nosotros para, aparte de conocer la zona universitaria, ver unas espléndidas vistas de Arthur's Seat, una montaña llamada así, a la que pese a que Charlotte Brontë subió en su día con zapatitos decimonónicos nosotros ni nos planteamos ascender. Pero nos gustó ver a la gente como hormiguitas desde lo lejos.




Finalmente dimos con un par de librerías donde compramos algunos libros de Muriel Spark, nos hicimos con provisiones por la zona y, sin sentarnos en el suelo con manta y barbacoa como unos a los que vimos en ese plan, sí que nos sentamos en un banquito con vistas a verde sin fin y unos niños jugando al fútbol (uno con camiseta de España) a hacer nuestro picnic particular, con Héctor recién despierto, pasándoselo en grande viendo a los niños jugar y, de paso, viendo de vez en cuando algún que otro perrito pasar por delante. Después le dejamos disfrutar del columpio en la zona infantil del parque (llamado The Meadows, por cierto, una maravilla), que creo que deja en ridículo a algunos parques de atracciones. Héctor, adicto al columpio, se lo pasó en grande y no le hizo ni pizca de gracia salir. Menos mal que le pudimos compensar viendo palomas y dándole un poco del helado que me acababa de comprar en un puesto cercano. No está mal.

martes, 14 de agosto de 2012

Llegamos a Edimburgo









Los días anteriores al viaje no paré de consultar las predicciones meteorológicas y todas anunciaban lo mismo: lluvia. La BBC el día anterior incluso decía "heavy rain". Yo intentaba hacerme a la idea de que es raro que en el Reino Unido diluvie sin parar, pero no logré autoconvencerme. Así que el día que nos íbamos nos plantamos en el aeropuerto a las 5:30 de la mañana (que allí eran igual que las siete de la tarde en cuanto a gentío) con las botas y la gabardina de rebajas puestas (calorazo, claro), Manuel con la cazadora a cuestas y el chubasquero de Héctor (también de las rebajas) en la mochila. Había tomado un par de decisiones difíciles en cuanto a vestuario: yo llevaba única y exclusivamente las botas (por aquello de liberar espacio - sobre todo con vistas a la vuelta) en la maleta y Héctor, como aún no anda, iría de niño británico total con sandalias y calcetines. Y además quedaríamos así de lo más británicos, con esa incongruencia en el vestir característica de sus veranos. Gente con el plumas puesto hablando con gente que lleva un modelito que ni en Benidorm en sus días de más calor.

Aterrizamos en Edimburgo diez minutos antes de lo previsto, pero en lugar de asombrarnos por tan inusitada hazaña, lo sentimos porque significaba que se adelantaba la hora de llegada al hotel y decrecían las posibilidades de que la habitación estuviera lista. Sí que nos asombramos, sobre todo yo, de que hubiera algún rayito de sol. Aun así hacía fresquito - que no frío - así que Héctor estrenó su chubasquero, al que por alguna razón terminó cogiendo tirria a medida que pasaban los días en Edimburgo.

En el autobús camino del centro de Edimburgo comprobamos que en Escocia también se utilizaba esa piedra tan típica de los edificios de Yorkshire. Lo único que nos distraía era una especie de olor constante a palomitas. Al principio, aunque extrañados, nos lo tomábamos a broma, pero luego desubrimos que, aunque no se trata de palomitas, sí que es un olor característico procedente de una destilería cercana. Pocas ciudades tienen un "perfume" propio y tan característico como Edimburgo, eso seguro.

Como ya digo que era dudoso que la habitación estuviera lista, decidimos - en realidad no, que estas cosas surgen así - perdernos un rato buscando el hotel. Nos perdimos como auténticos tontos, porque pese a las indicaciones de una espontánea que nos vio con la maleta y demás, pasamos de largo por delante del hotel (comentando uno de los muchísimos pósters de cómicos/monologuistas) y nos pusimos a dar vueltas por una zona equivocada y un tanto inaccesible, sobre todo con carrito. Eso sí, descubrimos así un poco de nuestro vecindario y nos dieron ganas de sentarnos a ver la programación olímpica en una pantalla gigante que había allí cerca. Por entonces brillaba un sol espléndido y estábamos, aparte de cansados, un poco cocidos. Otro espontáneo quiso ayudarnos y, pese a que no lo consiguió, nos hizo darnos cuenta de aquello que decía Charlotte Brontë acerca de que Edimburgo no tiene nada que envidiarle a Londres, y que de hecho si a Londres le falta algo es el carácter escocés. Era algo que yo no había terminado de entender hasta que lo comprobamos en primera persona. Y yo que me los imaginaba cerrados y bruscos y qué va.

Después de muchas vueltas (muchas, de verdad) y de decidir volver a la casilla de salida localizamos el hotel y, pese a todo, encontramos que la habitación no estaba lista. Así que hicimos una parada técnica para tomar algo y, liberados de algo de equipaje, nos pusimos rumbo a Princes Street, la calle comercial de Edimburgo por excelencia.






Con tiendas a un lado y un magnífico parque en la otra acera, siempre con vistas en lo alto del castillo, el paseo fue la forma ideal de adentrarnos no sólo en Edimburgo sino en el Reino Unido. Al ver ese estilo de vida que tanto me gusta, con tanto verde, con los bancos dedicados, la gente que come mientras camina por la calle, las tiendas, muchas de las cuales también se ven aquí, pero otras únicas de allí, etc., la anglofilia se dispara.

Ese primer día lo destinamos a cosas básicas: localizar sitios, comprar comida para Héctor (que se hizo muy fan de los potitos de la marca Cow & Gate, que no tienen nada que ver con los de aquí, aquellos incluso saben a lo que dice la etiqueta).

Volvimos al hotel a media tarde cuando la habitación ya estuvo lista y Héctor, aparte de los potitos británicos, descubrió otra cosa típica que le fascinó: la moqueta. Preveo que dentro de unos años sentirá la misma curiosidad malsana que nosotros por la fontanería del lugar. Vagueamos un poco (menos Héctor, que hizo todo lo contrario) y, cuando íbamos a salir a dar otra vuelta, más que nada para ir a un Waterstones al que habíamos echado el ojo, comenzó a diluviar, muestra de las "heavy rains" previstas por la BBC. Nos esperamos un rato pero aquello no paraba. Así que optamos por el plan B, que era que Manuel se lanzara solo al diluvio y se fuera a dar la vuelta y Héctor y yo nos quedásemos enclaustrados en la habitación. Creo que no habían pasado ni diez minutos desde que Manuel se había ido cuando en la habitación comenzó a entrar un sol radiante que provenía de un precioso cielo azul. Pero para entonces ya me daba mucha pereza salir de nuevo. Héctor se familiarizaba con la moqueta mientras yo hacía zapping, aunque acabé por ponerle CBeebies, justo a tiempo para ver su serie preferida, In the Night Garden... (que allí es para dormir y aquí ponen recortada por las mañanas) y ver a Anna Maxwell Martin leer de maravilla el cuento de buenas noches. Al parecer los bebés británicos se acuestan a las siete de la tarde y se acaba la programación.

Pronto llegó Manuel con un nuevo buggy book para Héctor y noticias del mundo real (las habitaciones de hotel siempre tienen un toque de irrealidad, de burbuja). Creo que fue la primera vez en mi vida que me metí en la cama a las nueve de la tarde/noche, con un sol espectacular colándose todavía por las ventanas de la habitación. Los días siguientes vi que ese limbo soleado duraba hasta pasadas las diez de la noche.

lunes, 6 de agosto de 2012

Adquisiciones recientes (cumpleaños y Edimburgo)

Aunque esta semana ya empezaré con la crónica de Edimburgo, no podía ni quería empezar a hablar del viaje sin comentar antes las adquisiciones recientes en cuanto a libros.

Como todos los años, no quise dejar pasar mi cumpleaños sin el ya tradicional autorregalo de libros, que finalmente resultó no ser autorregalo sino regalo de mis padres ante mi bloqueo mental a la hora de sugerirles alguna otra cosa. ¿Quién soy yo y qué he hecho conmigo misma? Antes siempre me sobraban ideas...

El caso es que estos fueron los elegidos:



Arriba del todo, el nuevo libro de poesía de Helen Dunmore, The Malarkey. Aunque no lo parezca por lo poco que publico, tengo mi Blogger lleno de borradores de series, libros y demás que, por alguna razón, nunca llegan a ver la luz. Puede que nombre septiembre como el mes de desempolvar Blogger - ya veremos - pero entre esos muchos borradores hay un pequeño comentario de la última novela (o más bien relato corto) de Helen Dunmore, The Greatcoat. Veremos qué tal este librito de poesía. De momento el poema que da título al volumen me gusta mucho.

Debajo Anna Quindlen y su How Reading Changed My Life. Los libros sobre lectores y lectura siempre son bienvenidos, pero lo que finalmente me animó con este fue lo mucho que me gustó su Imagined London.

Empire, de Jeremy Paxman. Confío en que su sentido del humor haga la lectura tan amena como The English.

Jasper Fforde y su nueva entrega de Thursday Next: The Woman Who Died a Lot. Con un poco de trampa porque debería estar leyendo otro libro, lo he colado y ya estoy inmersa. Se lee rápido y soy incapaz de dejar a Thursday a la espera. Lo malo de este es que tardó siglos en llegar y de hecho no encontramos el aviso en el buzón hasta después de volver de Edimburgo, mientras que allí lo habíamos visto por todas partes firmado por Jasper.

Y por último una practiquísima antología de los relatos cortos de Elizabeth Taylor (la novelista, claro). Practiquísima porque he eliminado de mi wishlist todos las colecciones anteriores de un "ratonazo". Tengo que mirarlo bien, pero creo que he completado mi "álbum de cromos" de esta autora. De ser así publicaré foto en el futuro para celebrarlo, junto con Barbara Pym, mi otro álbum completo reciente. Y muy oportuno lo del álbum completo, ya que el pasado 3 de julio se celebró el centenario de su nacimiento. Con suerte lo celebro antes de que acabe el año.

Y pasamos por fin a las adquisiciones de Edimburgo, que van precedidas de unas pequeñas aclaraciones: 1) que en Edimburgo abundan las librerías de segunda mano, pese a que siguiendo los consejos de Mia nos perdimos y en una zona en la que se supone que había muchas apenas nos topamos con dos. 2) Cosa que compensamos con hallazgos casuales propios. 3) Que curiosear con carrito en librerías de segunda mano es complicado: o apenas se puede entrar y directamente hay que entrar por turnos o, de caber el carrito, uno no está tan centrado como sin carito. De todos modos creo que exprimimos al máximo las que visitamos, sobre todo teniendo en cuenta algunas de las joyas que encontramos. Por una vez creo que pesó la calidad (en cuanto a edición) frente a cantidad, lo que vino bien a la hora de hacer la maleta a la vuelta.



Edimburgo, ciudad natal de Muriel Spark, ese álbum de cromos larguísimo que me va a costar siglos completar (pero no desespero). Probablemente me dejé algún que otro libro más suyo en el tintero, pero volví muy contenta con los tres que me traje.

De Winifred Holtby encontré, por casualidad, como siempre, The Crowded Street. No lo dudé, claro.

Y el resto fueron hallazgos de Manuel en una zona de librerías de segunda mano a medio camino entre nuestro hotel y Grassmarket: pasamos un día y no vimos ni una, pasar por el mismo sitio al día siguiente, descubrirlas y arrasar en ellas fue todo uno.

Everyman's Companion to the Brontës: no tenemos referencias, pero cualquier cosa Brontë que no esté en nuestra estantería es de compra obligada.

The Brontës and their Circle, de Clement Shorter. Una de las primeras biografías y aunque disponible de forma gratuita en pdf, es imposible resistirse a una edición en papel y con solera, con exlibris de su propietario "Arthur Melville Clark of Herriotshall and Oxton" (¿y cómo se llamarán aquellos que tienen libros que antes fueron del mismo dueño? Porque se llame como se llame, ahora lo soy de Javier Marías, que menciona un libro con un exlibris del señor Melville en su Negra espalda del tiempo. Todo son casualidades al final). Libro, exlibris y coincidencia-colofón, todo por 4 libritas de nada.

Shirley, de Charlotte Brontë, que obviamente tenemos ya, no en una, sino en varias ediciones. Pero que levante la mano quien hubiera sido capaz de resistirse a esta de 1920 ilustrada por Edmund Dulac. Nadie, ¿no?

Y la mención de las ilustraciones nos lleva a las joyas de la corona. Dos tomos a los que les teníamos echado el ojo, sin buscarlos activamente por internet, pero sin hacerles ascos tampoco. Cuando Manuel bajó de la estantería el tomo de Jane Eyre, incluso antes de ver que ambos - con Cumbres borrascosas - costaban 35 libras (precio moderado para lo que son), la decisión ya estaba tomada. Publicados por Ramdom House en 1943 con magníficos "wood engravings" (¿xilografía?) de Fritz Eichenberg. Aún no nos creemos que sean nuestros.










Y la verdad es que en Edimburgo compramos pocos caprichos más. Algo de ropa para Héctor, alguna que otra bebida de la que ya hablaré, espero, algún que otro cuento para Héctor y poco más. No era por falta de tentaciones, pero el caso es que al final nos volvimos incluso sin el tradicional imán para el frigrorífico. Imperdonable.