lunes, 19 de noviembre de 2012

En el parque


Nunca he sido de esa gente - la mayoría - que comenta la pena que le da que acorten los días y anochezca tan pronto. No porque no lo note y a las seis de la tarde tenga que recordarme constantemente que SÓLO son las seis de la tarde, sino porque la contrapartida era que llegaba el tiempo de mantita, té, libro y sofá. Tardes-noches más largas, sí, pero que con ese buen plan se hacían bien cortas.

Llegó Héctor y me encontré a mí misma saliendo a la calle muchísimo. Comenzó a andar y a desarrollar una personalidad que no cabe en casa y me encontré no sólo sin sofá ni mantita ni mucho menos libro, sino saliendo a la calle todas las tardes.

Como siempre, vamos al revés. Recuerdo muchas tardes del principio de verano en las que Héctor gateaba y desarrollaba su movilidad en las que, mientras medio mundo se echaba a la calle, nosotros nos quedábamos en casa para que Héctor pudiera moverse a sus anchas. Hacia el final del verano, coincidiendo con lo de andar solo, comenzamos a salir por la tarde. No íbamos excesivamente contracorriente hasta que cambiaron la hora. De la noche (con hora extra) a la mañana, la gente dejó de ir al parque por la tarde, o por lo menos a la hora de antes. La gente que estaba en el parque el día anterior a las seis y pico dejó de ir a esa hora porque era de noche. Hablábamos con gente con niños que te comentaba lo largas que se les hacían las tardes en casa, gente con niños que aludía como excusa válida que "estaba oscuro" ya para no salir. Y yo siempre mordiéndome la lengua con ganas de preguntar la hora. Es de noche, sí, pero no son las 23, son las 17:45 y qué culpa tiene el niño de que anochezca a estas horas. Es todo sugestión.



Así que pasamos unos días en que estábamos solos en el parque con, como mucho, un par de niños y sus madres. La gente nos miraba con cierto recelo, como se mira a los locos como cuando no se sabe cómo reaccionar ante una de las suyas. Y yo miraba el reloj constantemente: ¡son las 18:30! hubiera gritado con gusto.

Y era el mundo al revés, sí, pero no como la gente creía. Los pocos días que hizo un poco más de frío, con Héctor bien abrigado, la gente nos seguía mirando. Miraban con extrañeza a un niño que correteaba entrando en calor por el parque mientras ellos hacían recados (al parecer sacar al niño inmóvil en el carrito sí está permitido) con niños mal abrigados y quietos como estatuas y seguro que cogiendo esos resfriados que tanto miedo les dan. Y yo les devolvía la mirada con extrañeza y no entendía ese mundo al revés. Me daba igual: Héctor lo pasaba en grande corriendo a sus anchas por el parque y listos.

La venganza es mía, eso sí. Muchos de los que huyeron de la temible oscuridad ahora vuelven al parque con el rabo entre las piernas (o eso me imagino yo), habiendo ya gastado todos los recursos que tenían para retener a los niños en casa.



El sofá, la mantita y el libro han perdido a una usuaria (que no a una entusiasta), pero el té sí que me acompaña en el ahora usadísimo termo de Starbucks. Un toque hogareño en un clima hostil, no necesario en absoluto para entrar en calor (gracias, Héctor) pero reconfortante aun así.

Y si el termo por la razón que sea se queda en casa, al llegar se puede tener una deliciosa tacita de té recién hecho y humeante en apenas seis minutos. Vamos, en el tiempo aproximado que tarda un niño en olvidarse de que se ha cansado en el parque y en sacar energías para que parezca que por la casa ha pasado un huracán.



Obviamente las fotos del parque de esta entrada no estan tomadas a esas horas intempestivas. Son de un día que amenazaba lluvia y en el que cada diez minutos o así caía una gota. De nuevo, el parque para nosotros solos. A ver cómo le explico yo a Héctor más adelante que el columpio y el tobogán no son suyos.