La lluvia y las previsiones de la BBC nos hicieron modificar un tanto nuestros planes. Una de las actividades planeadas requería la colaboración del tiempo y visto que el lunes, festivo allí, tenía mejor pinta en ese aspecto, dedicidimos pasar al domingo lo que teníamos planeado para el lunes. Al fin y al cabo, siendo festivo el lunes, el miedo a la ciudad fantasma era el mismo.
Mientras hacíamos los planes para el viaje, vimos que el Notting Hill Carnival tenía lugar justo en esos días. Otra deuda que tengo pendiente con Londres es que nunca he pisado Notting Hill, pese a lo mucho que me gusta la película del mismo nombre. Barajamos la idea de saldar la deuda y conocer el carnaval, pero dado que - siendo sinceros - el Carnaval no nos va en lo más mínimo, optamos por pasar. Si hay algo que nos enseñaron París y Versalles es que no se nos da bien hacer viajes de guía. Seguramente las guías turísticas consideren un crimen que un turista no aproveche la ocasión, pero la verdad es que si el turista pasa del carnaval en su ciudad, no hay motivo por el que tenga que asistir al carnaval - por famoso y/o grandioso que sea - en otra ciudad. O al menos eso pienso yo.
El caso es que el carnaval se cruzó en nuestros planes cuando la línea de metro que quisimos coger estaba cortada. Pisé moderadamente Notting Hill cuando tuvimos que bajarnos en Notting Hill Gate. Caminamos un buen rato y, para cuando decidimos acortar un poco cogiendo un autobús, Héctor ya estaba demasiado hambriento como para disfrutar del viaje en autobús rojo de dos pisos. Una pena.
Del autobús nos bajamos en Marble Arch, con su cabeza de caballo, que fotografié con el fin de ayudarme a decidir a la larga si me gusta o no. Sigo indecisa.
Parón en Sainsbury's para comprar provisiones para el muerto de hambre y picnic improvisado en un banco rodeados de homeless, turistas y palomas a partes iguales. Con el estómago lleno, Héctor disfrutó de las palomas como nadie.
Una vez que Héctor había correteado a sus anchas y estaba listo para dormir una buena siesta nos dedicamos a algo que no habíamos hecho antes: ir de compras de ropa. La clave de por qué no lo habíamos hecho antes es que las compras fueron para Héctor puesto que la ropa de algunas tiendas en Inglaterra es mucho más chula que algunas de aquí.
Así que fuimos curioseando aquí y allá por Oxford Street entre las masas de gente mientras Héctor dormía plácidamente en su carrito. Para cuando se despertó estábamos bastante cerca del plan que teníamos para la tarde: llevarlo a la juguetería Hamleys. Ya sólo entrar le gustó porque nos recibieron con un montón de pompas de jabón, y el hecho de que dentro haya un montón de juguetes en marcha con los vendedores tan "comprometidos" (por llamarlo de alguna forma) con las demostraciones de productos determinados le gustó mucho. La pega fue que había mucha gente y, quizá, demasiados juguetes, y el pobre se agobió un poco. En la planta de coches y trenes no daba a basto. Eso sí, le echó mano a un taxi londinense que ya apenas soltó el resto del viaje. Y nosotros, muy apañados, hicimos acopio de juguetes: algunos para ir dándoselos poco a poco y alguno incluso ya para Reyes.
Yo quería que pasase por la zona de Build-A-Bear pero con tanta gente no se enteró muy bien de qué iba, así que lo dejamos para otra ocasión. En cualquier caso, la tarde de compras, entre unas cosas y otras ya había sido completita.
Para todos volver a respirar con un poco de calma nos refugiamos en un parquecito delante del edificio de Vogue. Allí Héctor siguió persiguiendo palomas y nosotros contemplamos las posibilidades. Cuando hacíamos los planes también habíamos visto que, en una calle cercana a Oxford Street, en The Photographers' Gallery, había una exposición de Mass Observation (la "organización" para la que escribía diarios, por ejemplo, Nella Last). Lo malo es que ya no llegábamos y lo malo es que estábamos en cuenta atrás para todo. Pasaban pocos minutos de las cinco y el mundo (comercial) parecía detenerse a las seis.
Resignados decidimos ir volviendo al hotel dando un paseo. Claro que en nuestro camino se topó esto:
Liberty. Conocida por supuesto de oídas pero nunca antes visitada. Muy tentadora y preciosa por dentro y por fuera. La pena fue que nos quedamos en el nivel de la calle puesto que había cansancio generalizado. A mí me hacía ilusión visitar la sección de papelería, pero al parecer ninguno de los ascensores (con carrito no quedaba otra) paraba en esa planta por alguna razón que Manuel consideró una señal divina.
Seguimos caminando y fuimos a parar a Carnaby Street y nos pusimos nostálgicos al ver al zapatería donde me compré las botas de lluvia hace unos años. Tras nuestros propios pasos en Londres. Literalmente.
Paseando por el corazón del Soho empezó ese temido momento en que una tienda tras otra va echando el cierre a medida que pasas por ellas. Hubiera curioseado en más de una de no haber visto que ya sólo estaban esperando a que se fueran los clientes de dentro para cerrar. Fue en este momento cuando tuvimos la epifanía de que no teníamos nada de cena para Héctor (ni para nosotros, pero eso es más fácil de solventar). Así que el calmado paseo hasta el hotel sufrió un desvío que nos llevo al Pall Mall, a una columna de Nelson móvil o tipo espejismo (elegid la versión que os apetezca) y por fin al Tesco Express de Trafalgar Square. Sin buscarlo ni quererlo nos encontrábamos en el corazón de Londres, con vistas al Big Ben y todo.
Con el carrito de Héctor lleno hasta los topes, retomamos el paseo... hasta el metro de Green Park. Conocimos St James Palace, otro desconocido, pasamos por una tienda con todo tipo de accesorios para esos fines de semana de caza en la mansión de la campiña y, por fin, por fin, llegamos al metro. Pese al cansancio, las vistas a Green Park antes de entrar al metro, con sus tumbonas de rayas verdes y blancas (y obviamente de alquiler, pero no dejemos que eso empañe la ensoñación), nos pusieron los dientes largos momentáneamente. Menos mal que sabíamos que al día siguiente nos resarciríamos.