jueves, 5 de octubre de 2017

Emilia

En 1940, una chica de unos 27 años, embarazada, con otros tres niños de la mano y que acababa de quedarse viuda, fue a la casa de su padre en Barcelona. Este la recibió con una bofetada y le negó cualquier tipo de ayuda.

Los hechos son reales aunque la recreación un tanto peliculera es de mi cosecha. Sé que los hechos son reales porque aquella chica era mi abuela materna. La bofetada de mi bisabuelo la revivo todos los días últimamente porque la razón (si es que hay razones para las bofetadas) era que el marido de mi abuela, recientemente fallecido en un accidente de tráfico en Segovia, era madrileño. Mi bisabuelo siempre se opuso a ese matrimonio (que luego la historia complicó puesto que mi abuela se había casado con un divorciado durante la República y, cuando el franquismo anuló los divorcios, ella pasó de ser viuda a ser madre soltera) por el simple hecho de que él era madrileño y no catalán.

En 1948 mi abuela, que por necesidad había tenido que dejar a dos de sus hijos internos en la Casa de Caridad que ahora es el CCCB, cogió los bártulos y se trasladó, sola con sus hijos, a Madrid, donde la familia de su marido que ya no lo era, la ayudó de la forma en que su familia consanguínea no había sido capaz. Dejó de hablar a sus hijos en catalán, que reservaba únicamente para conversaciones telefónicas con la familia (no para cartas, puesto que ella nunca supo leer ni escribir en catalán al haber estado prohibida su enseñanza durante la dictadura de Primo de Rivera).

Con esto quiero decir algo que todos sabemos: que tontos a lo largo de la historia ha habido muchos y que yo llevo en la sangre la estupidez de uno de ellos, que antepuso una abstracción territorial a su propia hija. También, y de forma más metafórica, quiero decir que las cosas nunca se arreglan con bofetadas (o violencia de ningún tipo).

Tengo aparcadas unas investigaciones genealógicas de la familia de mi abuela. Lo dejé en 1600 y pico y nunca nadie nació fuera de Cataluña, todos los apellidos con los que me encontré eran catalanes de pura cepa. Mi abuela lo de los ocho apellidos catalanes lo superaba con creces.

En el año 2007, la nieta de esta señora, yo, vino a vivir a Cataluña. Pasear por ciertos sitios de Barcelona donde sabía que había estado mi abuela o sitios por los que no sabía que hubiera pasado pero que irremediablemente todos los residentes en Barcelona pisan me hacía casi verla.

Diez años después me entristece que las "altas esferas" sigan recreando, de forma mutua y de forma más o menos metafórica, aquella bofetada que mi bisabuelo le dio a mi abuela. Si bien seguirá habiendo gente en la calle como mi bisabuelo, lo cierto es que en los diez años que llevo viviendo aquí nunca, repito NUNCA, nadie me ha mirado mal por ser madrileña, por ser una vaga para hablar en catalán por más que lo entiendo a la perfección. Leo de vez en cuando historias para no dormir de gente que (atención: exagero, pero no tanto) que casi pierde una pierna o casi muere porque se negaron a atenderles en un hospital porque no hablaban catalán y me llevan los demonios porque sé que son inciertas. Lo sé porque, repito, en diez años, nunca, nunca, nunca nadie me ha mirado mal por hablar en castellano o por decir que soy madrileña.

He tenido conversaciones con gente cuyo idioma principal es el catalán (en el que se sienten más cómodos, igual que yo en castellano, para expresar ideas) en las que ellos hablaban en catalán y yo en castellano con toda la tranquilidad del mundo. Más aun, reconozco que me encantan esas conversaciones. ¿Por qué una de las partes debería lidiar con un idioma en que se siente menos cómoda? Si yo hiciera el esfuerzo podría hablar en catalán y si la otra persona hiciera un esfuerzo aun menor (porque el bilingüismo funciona) también podría. Pero, ¿por qué hacer el esfuerzo cuando la cosa fluye con naturalidad? Y si esto no se entiende o se ve un problema en esta situación es que uno es muy cateto, lo siento.

En casa hablamos en castellano pero mis hijos van a un colegio público donde el idioma principal es el catalán y me parece muy bien. Cuantos más idiomas se hablen, mejor. Me hace mucha gracia que mi hijo pequeño, que acaba de empezar el cole, me cuente cosas mezclando el castellano con las cosas nuevas que allí se ha encontrado en catalán. "Hemos jugado a las casetes". O que mi hijo mayor entienda cómo funcionan los idiomas, aunque a veces falle: "he retallado esto". Quizá para otros esto sería material de Intereconomía, para mí es una maravilla.

Llevo años viendo banderas catalanas y banderas catalanas esteladas en las ventanas. También las veo españolas. Y lo cierto es que me dan bastante igual, tanto unas como otras. He salido muy poco patriótica (lo siento, bisabuelo) y donde la gente ve motivos para enorgullecerse yo solo veo telas coloridas.

El otro día un señor que no pasa hambre precisamente dijo "así la gente ve lo que sufrimos en Cataluña" y me quedé a cuadros. No era consciente de haber estado sufriendo todo este tiempo. Veo en las noticias lugares donde la gente sufre, y mucho, y de verdad, y me parte el alma que haya quien no sea capaz de valorar lo bien que vive. Viví 26 años en Madrid y llevo diez años viviendo en Cataluña. He tenido la grandísima suerte de haber vivido bien en ambos sitios. Toda mi familia vive en Madrid y sé cómo se vive allí, aparte del hecho de que viajamos allí de vez en cuando, y veo que en general la vida es igual en un sitio que en otro. (Por no hablar de viajes al extranjero en lo que compruebo lo mismo). Y veo que este tipo de vida generalizada (sí, hay mucha gente que lo está pasando mal, pero no creo que eso radique en dónde vive) está bien. ¿Hay cosas mejorables? Desde luego que sí. Pero la pregunta es: ¿van a mejorar esas cosas según el tipo de tela colorida que ondee en tu ventana o el escudo que haya en tu pasaporte? Mi respuesta: no (y espera que si cambia el escudo de tu pasaporte, como algunos están obcecados en lograr, no sea que sí que cambie, pero a peor).

No sé muy bien qué pretendo decir con todo esto. Quizá es un recordatorio de ese gran refrán inglés de "if it ain't broke, don't fix it" (si no está roto, no lo arregles). O quizá es la necesidad de contar un poco de lo que me carcome por dentro estos días. En cualquier caso, gracias por leerlo.

viernes, 3 de enero de 2014

Felices Reyes

Obviemos que pasó la Navidad y que ya estamos en 2014 y yo apenas me enteré. Obviémoslo, sí. Pero no puedo pasar por alto mi fiesta navideña preferida. Dejo esta entrada programada y cuando salga estaremos en Madrid, esperando a que lleguen los Reyes Magos.

Desde hace mes o mes y pico, todo lo que Héctor señala en jugueterías y demás le voy diciendo que se lo pida a los Reyes. El pobre lo ha interiorizado de tal manera que creo que en marzo cuando vea algo que le guste en un escaparate seguirá diciendo que lo va a pedir a los "eyes". Veremos qué hace el día de Reyes por la mañana y el día 7 por la tarde cuando hayamos vuelto de Madrid cuando vea sus regalos, algunos de ellos, efectivamente, aquellos que vio y deseó mirando algún escaparate, en casa ya por arte de magia. Tengo curiosidad por ver qué hace y si se acuerda. (Se sigue acordando, desde luego, del hueco que dejó un camión verde en un escaparate).

De momento, esta canción de Tim Minchin me sirve para desearos lo mejor para el día de Reyes.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Harriet, de Elizabeth Jenkins

Aunque la novela más conocida de Elizabeth Jenkins, The Tortoise and the Hare, en una preciosa edición de Virago, languidece en la estantería desde hace años, Harriet, re-editada por Persephone y hace pocas semanas en español por Alba en su colección Rara Avis, escaló posiciones a velocidad de vértigo desde que Manuel me la regaló por mi cumpleaños hace un par de meses.

Harriet vio la luz en 1934, cuando apenas habían pasado 50 años del caso original y verídico que cuenta. Lewis Oman (Louis Staunton en la realidad. Si alguien quiere ver su foto aquí la tiene, pero ojo que hay spoilers, en inglés, eso sí)) conoce por casualidad en casa de unos parientes a Harriet Ogilvy, de treinta y pocos años con ciertas dificultades para el aprendizaje pero que, gracias a su madre, había aprendido a valerse por sí misma bastante bien y, sobre trodo, había desarrollado un elevado sentido de la buena presencia: le gustaba ir bien vestida, etc. Lewis, pese a que está cortejando a la hija de los parientes, se entera de que Harriet es una rica heredera y decide hacer de ella su lotería personal. Harriet se deja conquistar con facilidad, para horror de su madre, que intenta por todos los medios impedir el matrimonio. Sin éxito.

La vida de casada de Harriet va de mal en peor y Lewis se las ha ingeniado para cortar cualquier contacto con su madre. De modo que, aislada del mundo, Harriet se va perdiendo en sí misma. Y Lewis, por supuesto, va ganando confianza en su posición de ricachón, incluso, a todas luces, olvidando de dónde procede todo el dinero que él, si bien no derrocha en juego ni en bebida, sí que gasta e invierte con alegría.

No cuento más. Elizabeth Jenkins lo cuenta todo infinitamente mejor, de una forma calculada y con unas elipsis y unos hechos entre líneas que hielan la sangre (tanto por lo bien que están hechos como por lo que implican, claro). Baste decir que yo una noche, tras un día agotador, me acostaba casi con las gallinas y pensaba leer un par de líneas (por aquello de leer algo) y acabé no levantándome con las gallinas, pero casi, pero, eso sí, con la última página de Harriet leída y unos ojos como platos.

Se ha comparado Harriet con The Suspicions of Mr Whicher, pero creo que únicamente tienen en común el hecho de ser casos victorianos y espeluznantes. El libro, de no ficción, por otra parte, de Kate Summerscale, indagaba en muchos aspectos del caso y de la época. Mientras que Elizabeth Jenkins lo cuenta como ficción (ojalá lo fuera), lo que contribuye a hacerlo, quizá paradójimante, más real.

martes, 15 de octubre de 2013

Our Spoons Came from Woolworths (Y las cucharillas eran de Woolworths), de Barbara Comyns

No exagero si digo que llevaba años tras este libro. Es algo curioso de decir, porque el libro siempre ha sido fácil de encontrar y sin embargo nunca le llegaba el turno. Ahora no entiendo por qué, si siempre había leído cosas buenas de él. Los dioses de los libros son muy persistentes cuando quieren que un libro se cruce en nuestro camino. Te lo ponen a los pies, en la mesa, a tu alcance, lo van dejando por sitios que tú pasas por alto hasta que se cansan y te dan con él en la cara de una vez. Te lo has ganado. A mí me dieron en la cara con esta preciosa portada y, por si eso fuera poco, con una introducción de mi querida Maggie O'Farrell. "Eso no lo vas a poder pasar por alto, guapa". Eso es lo que dijeron los dioses de los libros, que son sutiles hasta que dejan de serlo, pero que actúan con muy buena voluntad.

Después de su bofetada simbólica, tras acabar el libro, la que me hubiera dado bofetadas habría sido yo, por no haberlo leído antes.

Como dice Maggie O'Farrell, desafía a quien sea a leer las primeras líneas del libro y no engancharse a la historia que cuenta la narradora/protagonista. Con una voz novedosa y original, que hace reír e impacta por la naturalidad con que admite ciertas cosas bastante chocantes. La suya es la historia de un matrimonio bohemio en los mejores años para serlo, pero contada sin glamour alguno. Todo lo que se ha idealizado la vida bohemia de los artistas londinenses del periodo de entreguerras aquí se echa por tierra con sentido del humor pero no por ello con menos validez. Our Spoons Came from Woolworths (Y las cucharillas eran de Woolworths, editada hace poco por Alba en su colección Rara avis) es la mirada práctica a un mundo que vivía con la cabeza en las nubes.

Es, además, un libro que si lo lees sin saber en qué año está publicado (1950), adivinas sin lugar a duddas que fue escrito durante las posguerra y aún durante los años de racionamiento en Inglaterra. Como tantos otros de la época, las descripciones de la comida, los platos que se preparan, los sabores que se degustan, son exagerados en el sentido de que notas cómo al autor se le hace la boca agua mientras los describe.

Y cómo escribe Barbara Comyns. Su forma de escribir, de contar las cosas, me gustó tanto que en Londres, en la primera parada en una librería (Blackwell's, en Charing Cross) los otros dos libros reeditados hace poco por Virago The Vet's Daughter (La hija del veterinario, también editada hace poco por Alba) y Sisters by the River, se fueron directos a la cesta. Desde hace años me ha fascinado el título de otra de sus novelas, pero además ahora sé que, sea como sea, tengo que conseguir leerla. Si el título promete, no logro imaginar cómo será el contenido: Who Was Changed and Who Was Dead (algo así como "quién había cambiado y quién había muerto").

Por otra parte, me sorprendió enterarme de que Barbara Comyns vivió durante 16 años en Barcelona. Sin investigar muy a fondo, no he conseguido encontrar demasiado información sobre esos años, aunque reconozco que me pica bastante la curiosidad. ¿Dónde vivió? ¿Qué le parecía la ciudad y la gente? ¿Qué huella dejó en ella? Y un largo etcétera de preguntas.

El caso es que es una novela muy, muy recomendable. Yo no esperaría a que los dioses se dejaran de sutilezas como esta entrada.

lunes, 7 de octubre de 2013

Kensington

El día del picnic por la tarde noche, Manuel tenía entrada para el Prom en el Royal Albert Hall de música de cine de Hollywood dirigida por John Wilson así que, tras un breve paso por el hotel, Héctor y yo le acompañamos hasta allí en un precioso paseo por Cromwell Road y Queen's Gate. Kensington es así, plácido y envidiable a partes iguales.


La zona de museos de Kensington es puramente victoriana: ilustrada, culta, pero cuidadosa, muy cuidadosa, de las apariencias. El museo de historia natural es precioso por fuera (creo que fue en mi primer viaje a Londres cuando lo vi por dentro) y si te fijas lleno de detalles entrañables como animalitos esculpidos, etc.

Seguimos caminando y pronto nos topamos con Hyde Park y el monumento a Albert y, por supuesto, el Royal Albert Hall, sitiado por multitud de prommers. Allí nos despedimos de Manuel aunque días después disfrutaríamos del prom ya en casa en la televisión, puesto que fue uno de los que emitió la BBC (también vimos, sin conocer nada de nada de la saga, el dedicado a Doctor Who, que nos gustó mucho. A Héctor de hecho y por alguna razón no muy clara, le fascinó hasta el punto de no quitar ojo a la pantalla. Me pregunto si tenemos un fan de Doctor Who en ciernes entre nosotros).

De vuelta al hotel de nuevo con Héctor por las plácidas calles de Kensington al atardecer, viendo o imaginando los fantasmas de los victorianos eminentes y corrientes que residieron allí. Una parada técnica en Waitrose, porque coleccionamos supermercados y aunque adoramos Marks & Spencer a veces nos puede la curiosidad.

Y al día siguiente repetimos el paseo con un destino cercano: por fin, tras años de espera, nos dirigíamos al Victoria and Albert Museum.






Con Héctor no quisimos tentar demasiado a la suerte y vimos unas cuantas salas: las de teatro y artes escénicas (pasando por las de joyas, con esa iluminación tan chula que hipnotizó a Héctor) y las dedicadas al siglo XX. Una visita rápida que nos sirvió para constatar que es un museo puramente inglés y enorme y muy, muy bien montado.

Con lo que me llevé un poco de chasco fue con la tienda. Tantos años mirando con deseo su web e imaginando que el día que la visitase la tarjeta iba a echar humo y lo cierto es que apenas compré dos o tres cosas (una de ellas un cochecito para Héctor como premio por haberse portado de maravilla).

Esa misma tarde salía nuestro avión de vuelta y descubrimos que lo malo de tener un frigorífico por pequeño que fuera en la habitación es que lo quieras o no terminas acumulando comida, así que en el patio del Victoria and Albert hicimos un picnic de restos. Un picnic improvisado y que por tanto implicaba que nos habíamos dejado nuestro tapetito de picnic guardado en la maleta. Fue un espejismo, habíamos vuelto a tener que sentarnos en bolsas de plástico y mirar con envidia las picnic blankets de los demás. Con envidia también miraba Héctor a los niños ingleses que en un día no frío, pero no particularmente caluroso tampoco, corrían y se remojaban en la fuente-piscina. Debe de ser un secreto a voces aquello porque aunque desde una ventana del museo nos había chocado mucho ver a un niño bañándose, luego vimos a muchos más y madres preparadas con bañadores, toallas, cambios de ropa, etc. Si la reina Victoria levantara la cabeza...




Y así se nos acabó Londres una vez más, con cosas en el tintero, como siempre.

La maleta batió récords (aunque parece que siempre digo eso) y trajo esta pila de libros más todos los juguetes de Hamleys y toda la ropa nueva de Héctor.



Mi maleta es la envidia de Mary Poppins. Y ojalá volver a Londres fuera tan sencillo como abrir el paraguas y volar.

Y como siempre, claro: gracias a todos por leer y comentar las crónicas.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Picnic en Hampstead Heath

Ya que en Semana Santa la nieve dejó a Héctor sin poder corretear por los páramos, a mí se me quedó la espinita clavada de ver a Héctor en el campo inglés. Quizá es que veo demasiado Peppa Pig con él, pero un picnic era algo que me apetecía.

Y, para que no todo sea Peppa Pig, Hampstead Heath y Hampstead Village son habituales de la literatura inglesa. Hampstead es una zona muy literaria. Muchos escritores viven por la zona y su enorme parque sale en muchísimos libros. Tenía ganas de conocerlo.

El lunes amaneció nubladillo pero enseguida despejó y se quedó un día espléndido. Quizá incluso un poco menos de calor no nos hubiera importado.


En el Simply Food (de Marks & Spencer) más cercano nos abastecimos de cositas para el picnic. El día en que habíamos llegado ya me había comprado un tapetito para picnic (aunque sigo mirando con ojos llenos de envidia las gigantescas picnic blankets que tiene la mayoría) así que sólo hubo que comprar cosas comestibles: lo primero que cogí fueron moras: de temporada y con un inconfundible toque de "picninc perfecto".

Con el carro de Héctor bien cargado, nos pusimos en marcha. Al bajar del metro descubrimos que Hampstead es todo lo encantador que suena. Curioseamos en algunas tiendas sin entretenernos mucho y fuimos yendo hacia donde entendíamos que quedaba la entrada al parque.






Desde donde veníamos el acceso al parque era por Spaniards' Road (sí, el camino de los españoles, al parecer originado en esta historia). Héctor comenzó muy entusiasmado recopilando piedras, montones de ellas, hasta que se abrumó por haber tantas y desistió. Mientras Manuel y él se dedicaban a eso, yo me zampaba un heladito típicamente inglés: de cono, de vainilla blanca, con su chocolatinita y sus virutitas de colores. Qué delicia.

En cuanto me acabé el helado, saqué la cámara.










Ya lo he dicho muchas veces. En Inglaterra ves muy claramente que la naturaleza está al acecho. Los trífidos es una historia inglesa porque de verdad es fácil imaginar a las zonas verdes conquistando terreno. En pleno Londres estás metido en un bosque auténtico, sin artificio alguno y con árboles dignos de cualquier cuento de hadas que se precie. El único toque de civilización a veces son los bancos dedicados que tanto me gustan.

Al comienzo del parque por donde habíamos entrado nosotros había una explanada verdecita que habíamos dejado pasar por aquello de adentrarnos un poco más. Cuando habíamos recorrido un buen trecho, empezamos a echarla de menos y a medio arrepentirnos. Sólo a medias, ¿eh? Las vistas, los árboles y la atmósfera del parque eran una maravilla.

Y así llegamos a otra explanada. Permitid que me ponga una medallita por haber arrastrado una pelotita desde Barcelona hasta Londres y haber recordado cogerla ese día.



Un poco de ejercicio, buscar el refugio de una sombra y a zampar. Nuestro picnic inglés a más no poder.



Héctor, como yo imaginaba, se lo pasó en grande. En cuanto hubo saciado el hambre, se fue a explorar y a pegarse a un grupo de niños ingleses que hacían carreras ("un participante más", dijo el adulto que jugaba con ellos), aunque Héctor se limitaba a animarlos mientras corrían y a que corrieran más ("eto, eto, eto", dicho señalando hacia adelante)




Acabó tan cansado de correr, saltar, arrancar hierba y coger piedras que hasta pidió ponerse en el carro para dormir. Y con él dormido sudamos la gota gorda de vuelta a la civilización, ahora era cuesta arriba.




De nuevo en la zona comercial aprovechamos para curiosear por más tiendas. Un Waterstones al que no pudimos resistirnos y una librería de segunda mano en la que encontré un par de libros antiguos de Margaret Forster de los que aún me faltan (y de hecho creo que Margaret Forster vive por allí).

Un día de picnic perfecto y de lo más completito.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Shopping

La lluvia y las previsiones de la BBC nos hicieron modificar un tanto nuestros planes. Una de las actividades planeadas requería la colaboración del tiempo y visto que el lunes, festivo allí, tenía mejor pinta en ese aspecto, dedicidimos pasar al domingo lo que teníamos planeado para el lunes. Al fin y al cabo, siendo festivo el lunes, el miedo a la ciudad fantasma era el mismo.

Mientras hacíamos los planes para el viaje, vimos que el Notting Hill Carnival tenía lugar justo en esos días. Otra deuda que tengo pendiente con Londres es que nunca he pisado Notting Hill, pese a lo mucho que me gusta la película del mismo nombre. Barajamos la idea de saldar la deuda y conocer el carnaval, pero dado que - siendo sinceros - el Carnaval no nos va en lo más mínimo, optamos por pasar. Si hay algo que nos enseñaron París y Versalles es que no se nos da bien hacer viajes de guía. Seguramente las guías turísticas consideren un crimen que un turista no aproveche la ocasión, pero la verdad es que si el turista pasa del carnaval en su ciudad, no hay motivo por el que tenga que asistir al carnaval - por famoso y/o grandioso que sea - en otra ciudad. O al menos eso pienso yo.

El caso es que el carnaval se cruzó en nuestros planes cuando la línea de metro que quisimos coger estaba cortada. Pisé moderadamente Notting Hill cuando tuvimos que bajarnos en Notting Hill Gate. Caminamos un buen rato y, para cuando decidimos acortar un poco cogiendo un autobús, Héctor ya estaba demasiado hambriento como para disfrutar del viaje en autobús rojo de dos pisos. Una pena.


Del autobús nos bajamos en Marble Arch, con su cabeza de caballo, que fotografié con el fin de ayudarme a decidir a la larga si me gusta o no. Sigo indecisa.


Parón en Sainsbury's para comprar provisiones para el muerto de hambre y picnic improvisado en un banco rodeados de homeless, turistas y palomas a partes iguales. Con el estómago lleno, Héctor disfrutó de las palomas como nadie.



Una vez que Héctor había correteado a sus anchas y estaba listo para dormir una buena siesta nos dedicamos a algo que no habíamos hecho antes: ir de compras de ropa. La clave de por qué no lo habíamos hecho antes es que las compras fueron para Héctor puesto que la ropa de algunas tiendas en Inglaterra es mucho más chula que algunas de aquí.

Así que fuimos curioseando aquí y allá por Oxford Street entre las masas de gente mientras Héctor dormía plácidamente en su carrito. Para cuando se despertó estábamos bastante cerca del plan que teníamos para la tarde: llevarlo a la juguetería Hamleys. Ya sólo entrar le gustó porque nos recibieron con un montón de pompas de jabón, y el hecho de que dentro haya un montón de juguetes en marcha con los vendedores tan "comprometidos" (por llamarlo de alguna forma) con las demostraciones de productos determinados le gustó mucho. La pega fue que había mucha gente y, quizá, demasiados juguetes, y el pobre se agobió un poco. En la planta de coches y trenes no daba a basto. Eso sí, le echó mano a un taxi londinense que ya apenas soltó el resto del viaje. Y nosotros, muy apañados, hicimos acopio de juguetes: algunos para ir dándoselos poco a poco y alguno incluso ya para Reyes.

Yo quería que pasase por la zona de Build-A-Bear pero con tanta gente no se enteró muy bien de qué iba, así que lo dejamos para otra ocasión. En cualquier caso, la tarde de compras, entre unas cosas y otras ya había sido completita.




Para todos volver a respirar con un poco de calma nos refugiamos en un parquecito delante del edificio de Vogue. Allí Héctor siguió persiguiendo palomas y nosotros contemplamos las posibilidades. Cuando hacíamos los planes también habíamos visto que, en una calle cercana a Oxford Street, en The Photographers' Gallery, había una exposición de Mass Observation (la "organización" para la que escribía diarios, por ejemplo, Nella Last). Lo malo es que ya no llegábamos y lo malo es que estábamos en cuenta atrás para todo. Pasaban pocos minutos de las cinco y el mundo (comercial) parecía detenerse a las seis.




Resignados decidimos ir volviendo al hotel dando un paseo. Claro que en nuestro camino se topó esto:





Liberty. Conocida por supuesto de oídas pero nunca antes visitada. Muy tentadora y preciosa por dentro y por fuera. La pena fue que nos quedamos en el nivel de la calle puesto que había cansancio generalizado. A mí me hacía ilusión visitar la sección de papelería, pero al parecer ninguno de los ascensores (con carrito no quedaba otra) paraba en esa planta por alguna razón que Manuel consideró una señal divina.

Seguimos caminando y fuimos a parar a Carnaby Street y nos pusimos nostálgicos al ver al zapatería donde me compré las botas de lluvia hace unos años. Tras nuestros propios pasos en Londres. Literalmente.




Paseando por el corazón del Soho empezó ese temido momento en que una tienda tras otra va echando el cierre a medida que pasas por ellas. Hubiera curioseado en más de una de no haber visto que ya sólo estaban esperando a que se fueran los clientes de dentro para cerrar. Fue en este momento cuando tuvimos la epifanía de que no teníamos nada de cena para Héctor (ni para nosotros, pero eso es más fácil de solventar). Así que el calmado paseo hasta el hotel sufrió un desvío que nos llevo al Pall Mall, a una columna de Nelson móvil o tipo espejismo (elegid la versión que os apetezca) y por fin al Tesco Express de Trafalgar Square. Sin buscarlo ni quererlo nos encontrábamos en el corazón de Londres, con vistas al Big Ben y todo.

Con el carrito de Héctor lleno hasta los topes, retomamos el paseo... hasta el metro de Green Park. Conocimos St James Palace, otro desconocido, pasamos por una tienda con todo tipo de accesorios para esos fines de semana de caza en la mansión de la campiña y, por fin, por fin, llegamos al metro. Pese al cansancio, las vistas a Green Park antes de entrar al metro, con sus tumbonas de rayas verdes y blancas (y obviamente de alquiler, pero no dejemos que eso empañe la ensoñación), nos pusieron los dientes largos momentáneamente. Menos mal que sabíamos que al día siguiente nos resarciríamos.