martes, 31 de agosto de 2010

Chelsea Market


Amanece un día más sobre Nueva York y ya es sábado. De nuevo metro de buena mañana y una zona desconocida y menos turística. Vemos a los residentes de la zona hacer sus vidas: niños que aprenden a montar en patinete (¡con casco!), gente que pasea al perro, etc. Pero aún es temprano un sábado y, en general, lo que predomina en las calles es la tranquilidad.

Nuestro objetivo es el Chelsea Market. Y sí, empiezo a observar cierta tendencia en nuestros viajes a la pasión por los supermercados (la oda a Wholefoods de ayer, sin ir más lejos) y los mercados. Pero yo los encuentro irresistibles y una forma muy cómoda y amena de ver un aspecto cotidiano de la ciudad que se visita.

El Chelsea Market de tan buena mañana estaba bastante desierto; las tiendas comenzaban a ponerse en marcha, como el panadero de la foto, que, junto con sus compañeros, trabajaba a destajo y los visitantes podíamos observarlo trabajar a través de los cristales. Era hipnótico. En el rato que estuvimos vimos cómo se fue llenando poco a poco, pero supongo que la "hora punta" del sábado aún quedaba lejos. Más para nosotros.

El mercado no es exactamente como los de aquí, pero puede que allí tampoco sea exactamente "típico". Es una especie de nave industrial con tiendas a los lados. Algunas venden productos frescos como los mercados de aquí, pero también las hay que son como de centro comercial: había una librería, muchísimas cafeterías, una tienda de cestas de mimbre y una tienda de té preciosa. Manuel me aparcó en la tienda de té y se fue a seguir explorando. En la tienda de té había muchos muy tentadores, pero entre que el día anterior había comprado ya cuatro y que los de esta tienda eran tirando a caros, decidí conformarme con uno para llevar, leyendo mal la pantalla de ofertas. Así que Manuel volvió, exploramos la parte de bebidas Boylan y similares y contemplé la posibilidad de tomar una de "crema de vainilla" pero al final me decanté por un té blanco de arándanos azules (como el que había comprado el día anterior de Tazo), pensando que al fin y al cabo esto era una tienda de tés y que lo de Boylan lo vería en otro sitio. Pedí el té y cuando lo estaba pagando me di cuenta del GRAN error cometido: los tés que tenían para llevar eran todos fríos. La parte de ICED TEAS de la pantalla de ofertas la había pasado completamente por alto. Manuel dice que le había chocado la elección, pero no había dicho nada. Y yo intenté tomarlo, de verdad que lo intenté, pero tanto como me gusta el té caliente, me da asco el té frío. Así que a los tres sorbos me daban unas arcadas horribles y tuve que tirarlo, sintiéndolo muchísimo y entendiendo que - como ocurrió, por desgracia - ya nunca más volvería a ver la "crema de vainilla" de Boylan. Mala elección.

Una vez superado el triste numerito del té, Manuel me dijo que tenía que entrar en la tienda de verduras (la foto de arriba). Intenté averiguar por qué y no conseguí sacarle nada. Me dijo, además, que tenía que entrar sola. Así que allá iba yo cuando al ir a abrir la puerta salía alguien y del frío que salió de dentro creo que me quedó escarcha en el pelo. Así que dejé caer la puerta y ni me planteé entrar. Efectivamente Manuel había entrado a curiosear y casi no lo cuenta del frío que hacía dentro (de ahí lo de que tenía que entrar yo sola), era como una cámara frigorífica y lo más sorprendente de todo es que dentro había gente comprando tranquilamente en camisetas de tirantes. Lo de los americanos con el aire acondicionado excesivo es impresionante.

Seguimos dando una vuelta por el mercado, cada vez más lleno, y viendo las fotos que decoraban las paredes de ladrillo. Entramos en una tienda de productos de cocina y por fin me compré unas tacitas medidoras para no tener siempre que andar convirtiendo las medidas de las recetas americanas y un "baster" que nunca he sido capaz de encontrar en Barcelona salvo en versiones profesionales y carísimas.

Y por fin nos decidimos a buscar un sitio para desayunar. Fue difícl por la cantidad de sitios con buena pinta pero fácil por la fascinación anterior de los panaderos en acción: Amy's Bread donde, como siempre y como puede verse por la foto de sus muchos tipos de pan, nos costó decidirnos por sólo una cosa. El apabullamiento de la multitud de posibilidades es tal que al final es casi más fácil no elegir nada y salir con las manos vacías que elegir una sola cosa. No recuerdo qué fue lo que pidió Manuel, probablemente lo he olvidado debido al delicioso sabor de mi red velvet cupcake. Desayunamos en el Chelsea Market mismo, haciendo uso de las sillas y mesas a disposición de cualquiera.

El desayuno nos supo a gloria (sobre todo a mí después del té helado) y el Chelsea Market nos encantó. Habíamos repuesto fuerzas para el siguiente plan del día, que me habían recomendado sólo hacía unos días, con el planning ya hecho, pero que, al estar al lado del Chelsea Market, era imposible dejar pasar. Y qué buena recomendación fue esa.


lunes, 30 de agosto de 2010

Wholefoods y Flatiron: dos maravillas

Ayer me quedé en Union Square, sentados con dolor de pies a la sombra de un árbol. Una vez conseguimos despegar los ojos de las ardillas debatimos sobre si, cargados como íbamos, éramos capaces de seguir con nuestros planes (que se habían hecho sin contar con la caminata por Broadway) e ir a dar una vuelta por Greenwich Village o si los dejábamos para otro momento. Después de decidir ir, no ir, ir, no ir, ad infinitum, decidimos que lo más "sensato" (ejem) era hacer una escapada a Wholefoods (un supermercado que tiene una tienda en Union Square), comprar algo de cena y, como mucho, ir caminando hasta el Flatiron (un poco más arriba) y allí, por fin, coger un taxi hasta el hotel.

Cruzamos la plaza, vimos este extraño edificio decorado y fumador (?), hice foto para luego comfirmar que lo del humo no era efecto del cansancio, y entramos en ese paraíso de la comida llamado Wholefoods. Supongo que si viviera ahí, al cabo de un tiempo los supermercados americanos perderían su magia y las compras se volverían tan rutinarias como las de aquí. Yendo de turista cada mucho tiempo hace que los supermercados americanos - incluso estos de tamaño no demasiado grande - me parezcan un jardín del Edén. Es una pena que estemos limitados a comidas preparadas y/o cosas que puedan viajar, porque las verduras, las carnes y demás tienen siempre una pinta deliciosa. Pero para platos preparados está el buffet libre que tampoco está nada, pero que nada mal. Un par de días después (re-)descubriríamos un Wholefoods más cercano al hotel que ya visitamos la otra vez, en Columbus Circle*, y nos enganchamos de tal forma que creo que comimos y cenamos en él el mismo día. un enorme buffet libre con todo tipo de cosas tentadoras (muchísima variedad), abiertas a la creación de tus propias combinaciones y todo por 8 dólares la libra (no miran lo que hay dentro, todo cuesta lo mismo), medio kilo. Lo mejor de todo es que después de las cajas tienen habilitada una sección muy agradable con mesas, etc, para que la gente pueda comer allí y no tenga que buscarse la vida para comer (aunque en Nueva York comer en la calle es mucho más sencillo - y menos conspicuo - que aquí. Sin ir más lejos Columbus Circle está al ladito de Cenrtral Park). Pero bueno, el sitio no es nada del otro mundo tampoco; lo mejor es la comida, que está para chuparse los dedos.

En esta ocasión en el Wholefoods de Union Square no aprovechamos el buffet libre (el de Union Square no tiene sección de mesas) puesto que cenaríamos tarde - teníamos entradas para un musical - pero los sandwiches y demás que cogimos también tenían una pinta riquísima. Y las tartas y todo.

En Wholefoods Manuel se compró un pack de 4 Cane Colas (que vendían como producto "local"), dos de ellas se vinieron enteras hasta Barcelona, una la bebimos el sábado, y yo me compré mis dos tés de Tazo Tea: Berryblossom white (té blanco con arándanos azules) y el típico y delicioso Earl Grey. Me costó mucho dejar uno de té negro llamado Awake, pero es que ya llevaba muchos tés ese día, porque, me olvidé de decirlo, en el Dean & Deluca enorme, también había comprado una latita de su mezcla de - de nuevo - Earl Grey - más el Earl Grey Imperial de Barnes & Noble.

Así que cargados con las compras del día y ahora las bolsas de Wholefoods (nota curiosa: en los supermercados americanos (supongo que no será cosa exclusiva de Nueva York), tanto si te dan bolsa de papel (Wholefoods) como de plástico (Morton Williams), siempre te la ponen doble. Un gasto un poco absurdo en algunos casos, pero también se agradece según las compras), nos pusimos en marcha hasta el Flatiron, que está bien cerca pero que se hizo largo, tanto por el cansancio como por las vistas (de nuevo el Empire State) y las fotos que yo iba haciendo.

Eran más de las seis de la tarde y nosotros habíamos llegado al distrito financiero a poco más de las ocho de la mañana, lo que quiere decir que llevábamos ocho horas de acá para allá.

Fuimos acercándonos a mi querido Flatiron por detrás, una perspectiva que sólo conocía de refilón de la otra vez y me fui fijando en los detalle de la fachada. ¡Cómo me gusta!

Manuel se dejó caer de nuevo en las sillas y mesitas que hay en la plaza de delante y yo, con energía renovada con las vistas y libertad de movimientos por haberle dejado a cargo de las bolsas, me fui a hacer tropecientas fotos de mi edificio favorito.

Cuando ya no podía más y creo que había fotografiado cada detalle del Flatiron unas cinco veces, me senté un rato yo también y al poco levantamos el campamento y cogimos un taxi. El viaje estuvo bien porque vimos muchas cosas de esas "sólo en Nueva York" sin que sufrieran nuestros pies.

Lo bueno vino cuando el taxista anunció que eran unos siete dólares. Ya sabemos que hay que dejar, aparte de eso, un mínimo de un 10% de propina (en los sitios de comer, etc, te lo incluyen a veces en el precio final (propinas de hasta el 18%, por ejemplo), en algunos no te dicen nada, en otros te comentan que tú decides si lo quieres pagar o no). Le dimos un billete de diez dólares e hicimos un poco de tiempo esperando al cambio que nunca llegó. Nos bajamos un poco confusos y resignados. 3 dólares no son nada, es cierto, pero al menos el hombre podía haber hecho amago de devolverlos. Y en cualquier caso 3 dólares es casi el 50% de siete: una buena propina.

Un rato de tiempo libre en el hotel, no demasiado: a las ocho teníamos un musical que ver (ya hablaré de los dos musicales que vimos).

Intenté adecentarme un poco pero me di cuenta de que alguna diferencia tenía que haber entre nuestro estilo de turismo intensivo y el de las demás personas que bajaban en el ascensor, de lo más arregladas, frescas como rosas. Y ahí estábamos nosotros, claramente para el arrastre.

Hablando de Nueva York, ayer en la noche de plancha y película clásica vimos una película muy neoyorquina (como tantas otras, por otra parte): Woman of the Year (La mujer del año), la película en la que se conocieron Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Buenísima, claro.

* El centro comercial de Columbus Circle, por estar situado donde está situado, es tirando a pijillo. Aun así, su librería Borders está muy bien y nos lo pasamos bien curioseando por la tienda de productos de cocina Williams Sonoma. Todo muy tentador, salvo por los precios de la mayoría de las cosas (algunos moldes no estaban mal de precio). Pero sin duda lo mejor de ese centro comercial (que incluye el estupendo Wholefoods descrito arriba) son los baños. Odio los cuartos de baño públicos, me resisto a usarlos salvo cuando no me queda otra, y sin embargo me hubiera quedado a vivir en esos. Estaban impecables, no olían a cuarto de baño, la iluminación es muy buena, la cadena se tira sola (pero muchas en Nueva York lo hacen), el grifo se abre solo, el jabón se sirve solo también y huele de maravilla y el secador de manos es modernísimo y - ¡milagro! - seca de verdad. Debo confesar que, sólo por darme el gusto, me lavé las manos dos veces seguidas. Y habría seguido.

domingo, 29 de agosto de 2010

Caminata

A veces estamos un poco locos. Por la mañana habíamos bajado hasta el distrito financiero en el metro y habíamos acordado que, después del Banco de la Reserva Federal y una vuelta por la zona, encontraríamos alguna forma de ir al siguiente sitio que queríamos visitar. Pero en Nueva York nos debe de dar una especie de síndrome de pies inquietos que nos hace caminar sin parar. Así que en lugar de buscar la forma de ir de A a B, decidimos que no había mejor transporte que nuestros pies. Fue una decisión sabia y absurda: vimos un montón de cosas, pero casi morimos en el intento. Morir quizá sea una exageración, perder los pies por desgaste es bastante realista, en cambio.

Decidimos coger Broadway bien abajo y llegar por ella hasta Union Square, con varias paradas para curiosear sitios por el camino.

Broadway es una calle larguísima que va desde casi la puntita sur hasta más arriba de Central Park y nosotros en realidad no caminamos más que a lo largo de un "pequeño" tramo de la calle. En ella hay de todo y por esta zona no tiene nada que que ver con su faceta conocida de teatros y demás, pero sí que es una calle bastante temática: si más arriba se arremolinan los teatros en ella y alrededores, por aquí abajo lo que hay son tiendas de ropa de todo tipo: carísimas y normalitas, y montones de gente, tanto locales como foráneos en busca de la ganga y/o la compra estrella.

A través de Broadway atisbamos un poco de Chinatown, atravesamos lo poco que queda de Little Italy, cruzamos el Soho y bordeamos Greenwich Village. Pero sobre todo nos empapamos del ambiente y nos sorprendimos, una vez más, de la originalidad del comercio en Nueva York donde supongo que, gran parte del éxito, depende de llamar la atención del consumidor, que al fin y al cabo ya tiene de todo al alcance de la mano. No recuerdo de qué era exactamente la tienda de esta foto (de ropa, eso seguro), pero tanto el escaparate como el interior estaban llenos de estas máquinas de coser antiguas.

Hicimos una parada en un enorme Dean & Deluca. Enorme porque era tipo mercado/supermercado/tienda de alimentación/tienda de cocina, cuando los Dean & Deluca habituales son más tipo cafetería, algunos de ellos con flores a la venta y más productos, pero ninguno como este. Estaba muy lleno y, como siempre, no dábamos abasto para ver todo lo que queríamos. Manuel se fue directo a la sección de bebidas en busca de su adorada Cane Cola y yo, después de pasar por una sección de chocolates y visitar la parte de cafetería para babear un poco ante las cupcakes y demás dulces (escribiré una entrada dedicada a la comida en Nueva York), sin intención de comprar nada: el día anterior la cupcake de vainilla me había pringado demasiado como para tropezar dos veces con la misma piedra. Después curioseé por la parte de utensilios de cocina, por la parte de las verduras y, una vez más, envidié la gran selección de productos y enorme variedad que tienen a su alcance los neoyorquinos. ¡Hay de todo y de todo hay muchísimo!

Manuel volvió sin Cane Cola pero creo que fue ahí donde se abrió la veda a probar otras bebidas de la compañía Boylan y similares, siempre en sus clásicas botellas de cristal, botellas que ya dije que - salvo por las repetidas - no conseguíamos tirar a la basura y al final se vinieron en la maleta. Por todas partes había anunciado un nuevo programa de televisión, Hoarders, una especie de documentales/realities sobre gente con lo que aquí llamamos síndrome de Diógenes. Los anuncios me hacían gracia porque mostraban, por ejemplo, el tubito de cartón de un rollo de papel higiénico o una lata aplastada con las pabras "tesoro" o "valor sentimental", etc. Nosotros, al ver nuestra creciente colección de botellas en el hotel, nos sentíamos plenamente identificados con los "hoarders". Luego una noche vimos un trozo del programa en televisión y ya nos sentimos menos identificados por la de porquería y demás acumulada, pero concluimos que probablemente una estancia más larga en Nueva York convertiría nuestra habitación de hotel en algo similar a esas casas.

Todo esto para decir que la veda se abrió con un ginger ale, Boylan se especializa en bebidas "antiguas" y ¿hay algo que suene más retro que ginger ale? Yo conocía de la existencia de la bebida, pero ni idea del tipo de bebida y de hecho tenía idea de que era alcohólica por lo de "ale". Resulta que, obviamente, no. Siendo de Boylan estaba delicioso. Yo me decanté por una botella contundente de 1 litro de agua Dean & Deluca, dejando de lado a nuestra querida - de la otra vez y ya de este viaje también - Poland Spring por una vez. Íbamos contra corriente porque, como comprobaríamos durante todo el viaje, el agua estrella entre locales y visitantes, era la Fiji (que venden en el Vips, si no recuerdo mal). El último día la probamos por si acaso nos estábamos perdiendo algo único y... bueno, era agua. Agua cara, pero agua al fin y al cabo.

Pasada la zona de tiendas de ropa, venía el remolino de la zona de la universidad. Ya comenzaban a aparecer las librerías y nos pasamos un buen rato en la tienda de la New York University. ¿Alguien se acuerda de ese capítulo de las Chicas Gilmore en que van a Yale y arrasan en la tienda de regalos de la universidad? Pues bien, yo creía que eso era un poco una exageración o que lo de la tienda era por ser Yale, pero no, la NYU es igual: tienen todo lo imaginable con el logo de la universidad de modo que cualquier estudiante entusiasta puede dejarse llevar y decorar su apartamento íntegramente a base de cosas con el logo de la NYU, también el interior de su armario. Como en tantas tiendas, no me decidía por qué llevarme hasta que al final opté por un cuadernito con las letras de la universidad.

Entramos en alguna librería más pero por fin llegamos a nuestro objetivo librero: Strand. La otra vez la visitamos dos veces y yo estaba deseando volver al caos y tumulto que es esa librería. Hice un poco de trampa porque antes de ir a Nueva York hice unas cuantas búsquedas en su base de datos para ver qué encontraría y qué no; al fin y al cabo es una enormidad (ellos dicen aquello tan famoso de sus 18 millas de libros). Aun así di más vueltas que un tonto, como siempre en las librerías apabullantes de este tipo. Mi mente se descontrola y empieza a emitir mensajes: la J en no ficción, la W en ficción, de camino a la R en ficción recuerdo que quería mirar la G en poesía y la H en ensayos y me acuerdo de que dije que iba a consultar la D en ficción pero me despisté cuando fui a la L en no ficción. Al final parezco una loca que no sabe dónde va, pero que en realidad es una loca que sabe dónde quiere ir, sólo que no da abasto para ir a tantos sitios a la vez, cada vez cargada con más libros. Y eso con el riesgo añadido de la escalada por alguna de las escaleras que hay que usar para llegar a los estantes más altos. Toda una aventura.

Fue allí donde compré todos los libros que traje de Nueva York, con la excepción del de Stephen Benatar que había comprado por la mañana en Borders. Podría haber comprado alguno más, es cierto, pero bueno, elegí los más difíciles de encontrar en otros sitios, supuestamente. No sé cuánto tiempo pasamos ahí dentro. Mucho, muy ameno.

Cuando salimos estábamos agotados y aún nos quedaba otra parada librera: el Barnes & Noble de Union Square, creo que el más grande de NY. Cruzamos el gentío de todo tipo de Union Square, un "farmer's market" más, y entramos en Barnes & Noble, más que dispuestos a arrasar, dispuestos para el arrastre. Así que como el Starbucks que hay dentro de ese B&N tiene cierto encanto, con sus murales y decoraciones literarias, fuimos directos allí para hacer un alto en el largo camino.


Sed no teníamos (la parada en Dean & Deluca) pero a algo dulce no le hacíamos ascos (¿y cuándo sí?), así que pedimos sendos cupcakes de red velvet. El lujo fue que nos los pusieron en platitos y había tenedores para coger, así que el nivel de pringue fue 0. Una delicia. Nos mantuvo entretenidos el chico de la mesa de al lado, al que bautizamos como "el ultraconectado": tenía su portátil sobre la mesa y allí chateaba mientras veía una película (con cascos), después abrió facebook y se puso a escribir ahí también (sin dejar nada de lo anterior), de vez en cuando consultaba también cosas en internet y, ya lo más de lo más, sacó el iPhone y se puso a escribir ahí también sin abandonar ninguna de las actividades anteriores. Creo que en los diccionarios del futuro pondrán su foto como ilustración de "multitarea".

Después dimos una vuelta por la enorme tienda, compré el té Earl Grey Imperial, de Harney & Sons, en su preciosa lata y me dejé caer, como siempre, irremediablemente, por la sección de papelería (espectacular tanto en Barnes & Noble como en Borders, donde siguen teniendo cosas de Paperchase). Pero todo muy precariamente porque, a pesar del ratito de descanso en la cafetería, íbamos cargadísimos (los libros de Strand, etc.) y habíamos andado un montón.

Salimos a la calle y nos sentamos en una de las sillas y mesita bajo un árbol de Union Square a reflexionar sobre nuestro futuro más inmediato. ¿Qué hacer con nuestros (pobres) pies? Enseguida, como siempre, nos distrajimos mirando a las ardillas. La decisión tomada queda para mañana.

viernes, 27 de agosto de 2010

Distrito financiero, o el pasado en Nueva York


Me encanta esta foto de arriba porque representa el distrito financiero (como yo lo conozco, al menos) a la perfección, con esa mezcla de edificios de todos los estilos y épocas tan distintas que se darían de tortas en cualquier sitio no llamado Nueva York. Allí verlos convivir es una maravilla. Enric González en Historias de Nueva York cita a un tal John Jay Chapman que dice que "el presente es tan poderoso en Nueva York que el pasado se ha perdido" y Enric González dice que disiente y repasa los orígenes holandeses de Nueva York y todo lo que vino después.

Helene Hanff habla también del tema y dice que en general en Nueva York hay poco apego a los edificios (como lo que decía ayer de Grand Central) porque un elevado porcentaje de los habitantes de Nueva York provienen de otros sitios y por lo tanto no tienen lazos emocionales con el entorno (ella se identifica con esto pero, claro, ella era originaria de Filadelfia). Ambos se complementan y no es cierto que en Nueva York no exista el pasado, es simplemente que el pasado ha avanzado con los tiempos, para bien o para mal. Pero ahí está para quien lo quiera ver.

El viernes el día empezó tempranito: estábamos apuntados para la visita de las 9:30 en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York. La teníamos programada desde hacía tiempo y por eso cuando leí el libro de Enric González y vi que la recomendaba me hizo gracia.

El banco ya digo que está en pleno distrito financiero. Nos hacía ilusión ir a primera hora (a las ocho y poco ya estábamos por la zona) porque la otra vez visitamos Wall Street y aledaños en domingo y, aunque también es algo que hay que ver, por fantasmal, teníamos ganas de verlo poblado por los nativos. Así que adoptamos sus costumbres y en un carrito de la calle compramos sendos chocolates calientes y bagels con queso filadelfia y nos sentamos en una placita a desayunar y a ver pasar a la gente mientras debatíamos cómo un neoyorquino es totalmente diferente de cualquier otro ser humano. El estudio quedó inconcluso, pero apuntamos los andares y la actitud general como posibles rasgos definitorios. Pero no sólo eso: ya sé que lo he dicho mil veces, pero es que Nueva York no es el decorado de tantas películas por azar, sino porque realmente, con o sin cámaras, Nueva York es una película constante. De las muchas historias y anécdotas que presenciamos, me quedo con la furgoneta de reparto de "Balloon Saloon" y el repartidor que se bajó con un enorme "ramo" de globos y fue con ellos, como quien reparte material de oficina, al edificio correspondiente. No conseguí ver si los globos llevaban algún mensaje que pudiera dar una pista del motivo, pero nadie parecía muy sorprendido, así que deduzco que no es nada del otro mundo. La gente de Nueva York parece haberlo visto ya todo.

De todo se aprende. La otra vez siempre que desayunamos chocolate caliente y este día allí en esa plaza, me quejaba de la solapita que quedaba en el vaso al abrirlo para beber y que me daba en la nariz. Claro, la culpa no era del vaso, sino mía por no ser neoyorquina. A nuestro lado se sentó un auténtico neoyorquino con su bebida comprada en el mismo carrito que nosotros y observé que a él no le daba la solpita en la nariz... ¡para eso era la ranurita de la tapa! Bueno, ya teníamos un punto más para el examen de "neoyorquismo".

Antes y después del gran descubrimiento:



En el Banco de la reserva Federal, antes de llevarte a la zona por la que va todo el mundo, te hacen un pequeño recorrido por un museo que tienen allí. El museo no es gran cosa, aunque el interior del sitio es precioso. Tienen monedas, etc., entre ellas la moneda más cara del mundo y te cuentan el proceso por el que los billetes entran y salen de la circulación. Muy curioso, tanto el sitio en que se almacenan antes de llegar a los bancos como el proceso de destrucción de los billetes que ya no están en buen estado. Antes el método era de lo más enrevesado, pero con las destructoras de papel se ha simplificado mucho. Tienen allí una columna llena de trocitos de billetes de dólar y un cartelito que dice que si esos billetes estuvieran íntegros ahí habría una millonada.

Por fin fuimos al sitio que estábamos todos deseando ir: la cámara del oro. Bajas unos cuantos pisos en ascensor y llegas a la cámara que está creada dentro de la roca de la isla para mayor seguridad. Allí cruzas por el puente hidráulico y por fin ves unas enormes jaulas en una sala con muchísimo fondo llenas, en mayor o menor medida, de lingotes de oro antiguos y modernos. Hay una jaula llena hasta arriba que, salvo por la verja, queda a dos centímetros de tu cara, es impresionante. Más impresionante fue aun escuchar que en esa cámara está el 25% del oro del mundo, ¡una cuarta parte! Lo que nos contaron de las medidas de seguridad parecía sacado de una película de James Bond y los zapatos que tienen que ponerse los encargados de mover el oro (cuando toca; la chica dijo que pueden pasar años sin que nadie lo toque) parecen de ciencia ficción (ficción científica, como se diría correctamente, ya lo he dicho miles de veces también). Yo primero pensaba que eran reservas de Estados Unidos, luego ya me enteré de que no, así que deduje que eran de gente (muy) rica, pero tampoco. Sólo un 2% del oro está en manos privadas; el resto es de países (anónimos, por seguridad) que lo tienen depositado allí por ser mucho más seguro que tenerlo en su territorio. Impresionante, ya digo.

Al salir nos dijeron que tenían un detalle para nosotros y lo que te dan es la bolsita de la foto de más arriba: una bolsita llena de trocitos de dólares. Me hizo ilusión. La verdad es que nos gustó y nos pareció muy interesante. El trato es inmejorable, sobre todo teniendo en cuenta que es totalmente gratis.

Yo creo que salimos de allí con simbolitos del dólar en los ojos, que siempre es un buen complemento para pasear por el distrito financiero. Hicimos una parada técnica en una librería Borders y me compré Wish Her Safe at Home, de Stephen Benatar, libro del que he oído maravillas. Lo cogí de la estantería, lo llevé en la mano mientras hacía otras rondas y hasta pasado un buen rato no me di cuenta de que era un ejemplar firmado. ¡Qué bien!

Aprovechando que estamos en el distrito financiero y que en Borders me pasó lo que me pasaba en el 99% de las tiendas, cuento ahora dos cosas: 1) lo confuso que es eso de que todos los precios sean siempre sin impuestos (que varían según el estado) y que llegues a caja y te encuentres con que el dinero que has preparado no es suficiente y 2) como consecuencia de esto, la acumulación de calderilla hasta el extremo de que el monedero sirve para hacer pesas. ¿Por qué? Porque soy negada para aprenderme las monedas (y eso que la tarde antes de irnos lo intenté), me agobio muchísimo allí, delante de la cajera, rebuscando la cara de la moneda donde aparece el valor de cada monedita e invariablemente descubriendo que es la moneda más baja existente (bueno, no, la de un centavo la distinguía, pero la de cinco y las demás no). Si por mí fuera, cogería un puñado y lo pondría a disposición de quien me cobra: sírvase usted mismo. Conclusión: pago todo en billetes. Menos mal que esta vez, antes de coger el metro, siempre me preparaba con calma antes de llegar a la máquina mis 2,25 dólares en el máximo de calderilla posible y así compensaba un poco.

De ahí cruzamos la calle hasta la iglesia que sale en todas la películas e imágenes que muestran la zona de Wall Street y demás, Trinity Church, y que demuestra, una vez más, que Nueva York tiene su pasado. En las zonas más inesperadas, puede, pero lo tiene.

La otra vez la habíamos visto de lejos pero esta vez Helene Hanff me había puesto los dientes largos con sus visitas y me apetecía conocerlo por mí misma. Y yo soy de esa gente a la que le gusta visitar cementerios históricos, así que tan contenta. Es un remanso de paz en mitad del caos, rodeado de edificios altísimos dedicados a temas nada espirituales, con la Bolsa de Nueva York flanqueando uno de sus lados, creo recordar (no pondría la mano en el fuego, pero me suena). Allí Manuel se sentó al fresquito y yo me fui a pasear entre tumbas, acordándome de las anécdotas de Helene Hanff, leyendo las lápidas que podía (otro pasatiempo mío que supongo que va unido irremediablemente al gusto por visitar cementerios) y sintiendo pena por las que ya no se pueden leer, hay pocas cosas más tristes que una lápida ilegible. La mayoría de ellas son de los siglos XVIII y XIX y muchas son de personalidades de esos años (desconocidas para mí, dicho sea de paso). Pero bueno, como en todo, en las lápidas también me interesa más la gente normal y corriente que las eminencias, así que no me importó que todos fueran desconocidos por igual. Y todo lleno de flores preciosas.

La puerta del cementerio, por cierto, ya anticipa la pasión neoyorquina (quizá estadounidense, no lo sé) por las puertas giratorias. Allí, a falta de puertas, instalaron un pilón circular enorme delante de la entrada que funciona igual que las puertas giratorias que tanto les gustan y que yo tanto odio. A diferencia de la otra vez al menos en este viaje nunca salí a propulsión de ninguna, pero no por ello me he reconciliado con ellas. Qué invento más antipático.

De ahí nos fuimos a dar un paseo por la zona cero y ver los progresos y la maquinaria enorme. Y no, no pasamos ni hicimos por pasar por la famosa mezquita de la polémica. Otra parada técnica en otra vieja conocida con historia: la capilla de St Paul (con su correspondiente cementerio) y de ahí a comer el perrito caliente más caro de todo Nueva York (normalmente cuestan 1,50 pero por ser nosotros el vendedor nos lo cobró a 2) en el parque del ayuntamiento que en lugar de estar tan bonito como la otra vez, está todo feúcho por las obras que tiene encima. Un paseo por un "farmer's market" más (donde me dieron a probar un trozo de tomate amarillo que sabía a gloria y donde de nuevo tenía unas berenjenas descomunales y unos curiosos pimientos naranjas).

La tarde la dejo para mañana. Hablar de Nueva York, ya lo estoy viendo, me va a llevar muchísimo tiempo.


jueves, 26 de agosto de 2010

Llegada a Nueva York


Empiezo contando la ida a Nueva York, porque tiene miga y porque fue el día más largo del mundo. Comenzó a las tres y media de la madrugada, cuando nos levantamos después de, en mi caso, la que "más" había dormido, unas tres horas de sueño. Antes de las cinco estábamos en el aeropuerto y donde esperábamos encontrar poca gente y remolinos de pelusas como en las películas del oeste, encontramos una masa de gente. No era hora punta en el aeropuerto, pero casi. Y daba la sensación de que eran por lo menos las siete de la mañana, pero no, no eran ni las cinco. Muy raro.

Facturamos y demás y la espera al avión se nos hizo eterna. En casa no habíamos desayunado (o como se llame la comida que se pueda hacer a las tres y media de la madrugada) y en el aeropuerto resultó que nuestra puerta de embarque estaba lejísimos de cualquier contacto con la humanidad y a esas horas daba mucha pereza ir y venir (por no mencionar el hecho de lo mucho que me marea el trozo central de suelo negro y reluciente de la T1. A Manuel le hace gracia porque dice que flotas y no veo que a nadie más le afecte cuando pasamos, pero yo tengo que ir mirando hacia arriba o la sensación de caminar por el vacío hace que me dé vueltas la cabeza), así que lo más cercano era: nuestra puerta de embarque, unas máquinas que aún no habían repuesto y eran una visión tremendamente triste y una pasarela que decía "Barcelona-Madrid" y que yo estaba convencida de que te lleva directamente, sin avión ni nada (obviamente no, pero no se veía el fin).

Por fin embarcamos, puntuales como sólo se puede con el primer vuelo del día, que nos llevaría a nuestra escala de Zurich, donde teníamos el tiempo justo para hacer la escala. Pero cómo son las cosas, al subir al avión sonaba la canción de Nueva York de Alicia Keys que había puesto aquí el día anterior. ¿Buen presagio o qué?

Una vez en Zurich, el aeropuerto lo recuerdo como una foto movida de tiendas de regalos y tiendas caras y tiendas de chocolates. Fuimos rapidísimo porque nos tocaba cambiar de terminal con una especie de metro como el que hay también en la T4 de Barajas, sólo que más surrealista porque en los tres minutos que dura el trayecto te ponen sonidos típicos del país: un tirolés, un cencerro, unos pajarillos. Manuel y yo especulábamos sobre cómo podrían copiar la idea en Barajas: ¿castañuelas? ¿taconeo flamenco? ¿ruido de tráfico?

Control de seguridad de nuevo y, después, control de pasaportes. Por fin llegamos a nuestra puerta de embarque pero la sensación es Orly total y no podemos salir de allí, menos mal que yo me apropio de la única butaca con reposapiés de toda la sala (no fue del todo intencionado: la vi, me senté y poco a poco me fui dando cuenta de que era única).

Por fin vamos a embarcar y comprobamos que en Suiza no adoran a los dioses de las colas, como en Inglaterra. No hay cola, de hecho, sino un mogollón de gente que se agolpa para pasar.

El avión era de esos de dos asientos - cuatro asientos - dos asientos. Yo siempre quiero que me toque ventanilla en los vuelos y en los de Nueva York nunca me ha tocado: siempre nos toca en el centro y rápidamente comprobamos que Swiss Air, por bien que esté, no es British Airways y los asientos son ligeramente más estrechos, con lo cual dormir es una tarea imposible. Las películas que te dan para elegir son un rollo (salvo por Wall-e) y yo, como en mis viejos tiempos, me engancho muchísimo al Tetris disponible.

Dormimos poco en el viaje (yo creo que sólo alcancé estado de ese de duermevela en que te enteras de lo que pasa a tu alrededor como si fuera un sueño durante 20 minutos en un viaje de más de ocho horas). El problema es que hacer escala en Zurich es retroceder y el viaje es más largo que el de la otra vez, que hicimos escala en Londres. Las ocho horas se nos hicieron eternas, el tiempo no pasaba nunca. Y las azafatas no hacían más que servir comida: desayuno, comida, merienda, bebidas, un helado, chocolatinas suizas, qué se yo, de todo, creo que nos bajamos del avión con tres kilos de más. Y al final una agradable gasita con agua caliente que refresca muchísimo y te deja extrañamente renovado.

Por fin en tierra (ese por fin se merece muchas exclamaciones, creíamos que nunca llegaríamos, que nos quedaríamos suspendidos sobre el Atlántico para siempre), la tensión de pasar por el control. Un señor que organiza las colas nos manda a un puesto en el que una señora con cara de muy mal humor nos dice que cierra y con una mirada incumple todas las "promesas de bienvenida" que tienen colgadas por todas partes. Nos quedamos en el limbo y nos cambiamos de cola, a una cola donde no hay demasiada gente pero en la que el grupo que está apelotonado en el puesto son negados a la hora de poner sus huellas (!!) y tienen que repetirlas una y otra vez. La eternidad del avión se nos echa encima de nuevo. Por fin nos toca, cuando todo el mundo de nuestro avión ya debe de haber visitado la Estatua de la Libertad por lo menos, y, para compensar, nos toca la agente de aduanas (o como se llame su puesto) más amable del mundo. Manuel se queda alejado y esa mujer y yo entablamos una agradable conversación como si nos conociéramos de toda la vida (con pequeños incisos del tipo "pon el dedo en el escáner" o "mira a la cámara") hasta el punto de que cuando Manuel pasa por fin y me pregunta que de qué hablábamos le contesto que de "nuestras cosas", aunque confieso que "quizá no era el momento". Esa mujer cumplió con creces sus promesas de bienvenida. Un minuto más y yo creo que me hubiera invitado a un café.

Cogemos el autobús destartalado y por fin...

¡Nos plantamos en Manhattan! El autobús destartalado te deja en Grand Central y de ahí a nuestro hotel no se tarda demasiado, incluso con la maleta a cuestas (que por otra parte pesaba bastante poco). Casualidades de la vida, llevo a Dorothy Parker en la mochila y una de las calles que tomamos al azar mientras serpenteamos hasta el hotel es la del Algonquin.

Hotel y demás y nos echamos a la calle con esa sensación que sólo produce Nueva York y que el primer día es tan intensa (sobre todo si se ha dormido poco): sensación de apabullamiento, de mensajes por todas partes, de unas conexiones cerebrales que no dan abasto y que reciben señales de todos los sentidos. Es indescriptible, como una constante exclamación interna. Pasamos por Times Square y vamos al Rockefeller Center a varias ansiadas paradas: la tienda de la NBC a por Jelly Bellies de vainilla francesa donde me vuelvo loca intentando averiguar si son caros o baratos. ¡Yo qué sé cuánto pesa un cuarto de libra! Al final resulta que cojo muy pocos (y al final no tuve oportunidad de comprar más, así que ahora los tengo como oro en paño). Parada técnica también en Dean & Deluca (que resulta que se mudan a otro local cercano, así que nuestro histórico Dean & Deluca el último día que pasamos por el Rockefeller Center ya no estaba y el nuevo, pese a estar en mejor estado y ser más grande, se nos hace raro) para que Manuel se haga con su ansiada Cane Cola (legado de la visita anterior: es una deliciosa bebida de Cola que imagino que sabe como la Coca Cola original, puesto que está hecha aún con azúcar de caña) y, pese a que al bajar del avión habíamos prometido no comer nada más en nuestras vidas, un par de irresistibles cupcakes:


La foto de mi cupcake de vainilla ahora me parece una proeza, sabiendo el caos que fue comerlo. Acabé pringadísima y creo que las palomas de los alrededores no recordaban un festín así. Cuando por fin nos levantamos del banquito, un señor armado con escoba y cogedor acudió con urgencia a la zona. En fin, los cupcakes, ya se sabe.

Dimos una vuelta por allí y por un "farmer's market" (mercadillo de productos del campo directos al consumidor) temporal que había y donde vi mis primeros amish o menonitas o lo que fueran en carne y hueso de mi vida.

Después de eso dejamos que nuestros pasos nos llevaran al MOMA; al museo sabíamos que no entraríamos pero teníamos curiosidad por conocer la tienda. Resultó que nuestros pasos no tenían ni idea de donde llevarnos y que nuestra mente estaba apabullada y exhausta a partes iguales por lo que leer un simple mapa era una ardua tarea. Digamos simplemente que hay una manzana de la Quinta Avenida en la que no está el MOMA que conocemos muy, muy bien. Por fin llegamos al MOMA y la tienda es, desde luego, una gozada. Carísima, pero bien chula. Se nos antoja llevarnos algo de recuerdo (los lápices que yo colecciono por lo visto son una cosa del pasado en Nueva York) para lo que preferiblemente no haya que pedir un crédito y nos decidimos por este - nada barato, pero bueno - reloj magnético que ahora queda de maravilla en nuestro frigorífico. Eso sí, yo me volví adicta al "Yoshimoto cube" y casi me da algo cuando vi el precio y supe que lo tenía que devolver a la estantería sin llevarme uno para mí.

El MOMA tiene dos tiendas y cuando salimos de la segunda y seguimos callejeando, atisbamos por primera vez el Empire State, el edificio Chrysler y demás visiones ya conocidas y también novedosas, vimos el interior de San Patricio y nos empapamos de las historias que salen al paso sólo al caminar por las calles de Nueva York, entrando en algún Barnes & Noble que otro (librerías; por cierto me hacía gracia en el libro de Helene Hanff cuando, al final, en la revisión del ochenta y pico del libro, comenta las librerías que han desaparecido y dice que había un recién llegado, Barnes & Noble. Ahora están por todas partes y, visto lo visto, es probable que hayan querido crecer demasiado; eso o que nosotros los gafamos la vez anterior, que todo puede ser y no sería tan descabellado). Así hasta llegar rendidos al siempre encantador Bryant Park, detrás de una irreconocible New York Public Library tapada por completo. Por fin empezaba a caer la tarde de un día larguísimo. Por fin era la hora que teníamos la sensación que era desde las cuatro de la tarde (siempre pensábamos que eran las seis o más; ahora debían de ser las siete y pico o las ocho).

En Bryant Park nos sentamos (yo volví a alabar las virtudes de una ciudad en la que los parques (y ahora también Times Square) pueden tener sillas sueltas y la gente no se las lleva ni las rompe ni nada), yo busqué un reposapiés (de nuevo alabo las virtudes de una ciudad que tiene sillas sueltas Y reposapiés a juego) y allí nos sentamos a ver pasar el tiempo, la gente y las nubes rosas y acabamos el paquete de patatas azules al que no habíamos podido resistirnos (o bien Swiss Air había creado sendos monstruos que ya no podían tener el estómago vacío más de 30 minutos o bien el cuerpo, ya que no dormía, necesitaba de energía constante). Y de repente, en el otro extremo del parque empieza un concierto (nunca nos enteramos de quién; unas chicas). ¿Eso pasa en más sitios o sólo en Nueva York? Como dijo Manuel, se produjo un "efecto llamada" y la gente empezó a cruzar la hierba hasta allí. Nosotros al cabo de un rato, cuando ya nos íbamos, nos acercamos también a curiosear, principalmente con la idea de averiguar quiénes eran, pero sólo nos enteramos de que era parte de una serie de conciertos y que lo estaban grabando y que si pasabas de tal valla corrías el riesgo de que te grabaran (cómo son los americanos con eso de la "privacidad").

Y caminando, caminado de nuevo a Grand Central, donde nos habíamos bajado del autobús destartalado y que sólo habíamos visto de pasada por fuera y Grand Central bien se merece una mirada por dentro, tanto a sus tiendas como a su decoración. Decía Helene Hanff en su libro que ella estaba a favor de que la demolieran puesto que era una estación de tren incomodísima en la que nadie se encontraba con nadie ni tampoco sus trenes y que sólo querían conservarla intacta aquellos que no tenían que usarla. Yo pertenezco definitivamente al segundo grupo y me alegro de que los planes de demolición no prosperaran, porque me encanta. Ahora es sólo de metro y de unos cuantos trenes de cercanías y no sé qué pensarán sus usuarios de ella. A mí me parece una maravilla. Y eso que esta vez la imponente bandera americana que tanto me impresionó la otra vez ya no estaba y la habían cambiado por una de un tamaño más modesto, pero la bóveda azul seguía allí, al igual que sus tiendas chulas y sus espectaculares pastelerías. Babeamos un rato delante de unos cuantos escaparates, dijimos que volveríamos a por unas porciones de Red Velvet otro día pero no volvimos (lo cual no quiere decir que no comiéramos Red Velvet).

De ahí al hotel de nuevo, pasando por Times Square de noche y haciendo una parada en un supermercado para comprar algo para cenar (o la comida que fuera, podía ser cualquier cosa, comida, merienda, cena o desayuno). Para cuando nos metimos en la cama calculamos - con gran esfuerzo mental y escasas reservas neuronales - que llevábamos despiertos 26 horas después de haber dormido la noche (?) anterior un máximo de tres. Pero eso es todo lo que conocí del "jetlag", que sigo pensando que es un mito.

Entrada larguísima, lo sé, pero quería dar fe del largo, largo día que había sido.

miércoles, 25 de agosto de 2010

La gran manzana


Ya estamos de vuelta de Nueva York (en la foto: Times Square). Como la vez anterior, nos habríamos quedado sin problemas. Como decía la canción de REM que puse hace unos días (podrían ser años) irse de Nueva York nunca es fácil. Como premio de consolación, hoy los hados han hecho que el cartero (¿qué ha sido de mi querida cartera? Espero que esté de vacaciones y no que la hayan cambiado de zona) me haya traído el nuevo libro de Kate Atkinson, Started Early, Took My Dog, que me autorregalé por mi cumpleaños y que salió a la venta la semana pasada. En cuanto acabe con la siempre amena compañía de Dorothy Parker, le hinco el diente, que tiene muy, muy buena pinta, como era de esperar tratándose de Kate Atkinson.

El consuelo es que nos ha cundido muchísimo. Siempre se quedan cosas en el tintero, sobre todo en una ciudad como Nueva York donde, por seguir con lo del tintero, el turista apenas logra vaciar unas gotitas de un tintero de, por lo menos, litro y medio.

Ya iré contado cosas durante los próximos días, si es que consigo poner en orden mis fotos, mis pensamientos y mis compras, que pueden verse en la foto de abajo. Como se puede ver, los libros - en comparación con otros viajes - son relativamente pocos (siete, aun así, no está mal), más que nada porque mis lecturas empiezan a ser demasiado británico-céntricas incluso para una ciudad como Nueva York. En cambio, tés he traído cinco y tuve que hacer grandes esfuerzos para no traer más. Había tantos y tan tentadores. El resto son caprichitos varios más un par de camisetas (destinadas a estar por casa) que no salen en la foto, un par de imanes que se fueron directos al frigorífico y un relojito también con imán que también fue directo al frigorífico.

Tampoco salen en la foto las botellas de refrescos que fueron también directas al frigorífico: al interior, en su caso. Dos Cane Colas y una Coca Cola de vainilla (¡sí! Manuel la encontró por casualidad en el Duane Reade de al lado de nuestro hotel que, por lo que vimos, debía de ser el único sitio de todo Nueva York donde la vendían; menos mal que lo teníamos, literalmente, en la puerta). Y unas cuantas botellas vacias de cristal de las muchas bebidas (otras colas y clásicos como cream soda o ginger ale) que llegaron milagrosamente (no tan milagrosamente de hecho, puesto que me esmeré muchísimo en envolverlas con cuidado) enteras y son todas ideales para nuestra "selección" de botellas.


Así que, si consigo escribir algo coherente con fotos para acompañar, mañana os "llevo" unos días a Nueva York.

miércoles, 18 de agosto de 2010

A Nueva York

Como última entrada antes de Nueva York dejo unas cuantas canciones que, en algunos casos sin conocer nada más del cantante en cuestión, he ido escuchando a ratos estos días. Resulta que hay muchísimas canciones que tienen a Nueva York como telón de fondo, pero esta es mi breve selección particular:

La principal de todas es la más clásica y probablemente la más auténtica. New York, New York de Frank Sinatra (¡con subtítulos en español!):


Esta de Alicia Keys la descubrí porque, casualidades de la vida, suena tarde o temprano cada vez que enciendo la radio. Empire State of Mind me encanta como título y me identifico plenamente con el sentimiento. Un par de versos son - creo - un guiño a la canción anterior.



Además tiene una versión junto con un rapero que además tiene una parodia divertidísima de unos galeses sobre la ciudad galesa de Newport.

New York, New York de Ryan Adams, cuyo vídeo con las Torres Gemelas de fondo está rodado sólo cuatro días antes del 11-S.



Otro clásico: Englishman in New York, de Sting.




La siguiente es una canción que en teoría nada tiene que ver con Nueva York pero que mi mente asocia con esa ciudad básicamente porque vimos Wicked allí y asocio su Ciudad Esmeralda con Nueva York desde entonces. Me gusta, además, la emoción que transmite por la visita y que, Ciudad Esmeralda o Nueva York, captura la sensación perfectamente. Y por si mi asociación mental no era suficiente este vídeo pertenece al desfile del día de Acción de Gracias organizado por Macy's en Nueva York.



Y por supuesto lo que pensaremos el último día de nuestra (breve) estancia (y qué pena que no me deje insertar el vídeo de YouTube): Leaving New York (never easy) (Irse de Nueva York nunca es fácil), de REM:



Y, por último, lo más neoyorquino - que no musical - de todo: las webcams en tiempo real de Times Square. Hipnóticas.

¡Hasta la vuelta la semana que viene!

martes, 17 de agosto de 2010

Apple of My Eye, de Helene Hanff (relectura)


Tengo poco que decir acerca de Apple of My Eye, de Helene Hanff puesto que ya lo dije prácticamente todo cuando lo leí por primera vez, recién comprado en Nueva York y con el viaje aún bien fresco. Es curioso lo de este año con Helene Hanff: leí su Duchess of Bloomsbury Street para preparar la escapada a Londres y ahora releo este suyo para calentar motores para el viaje a Nueva York. Es mi guía de viaje de honor, no hay duda.

De esta relectura pre-neoyorquina me quedo con la coincidencia inicial que la otra vez no me dijo gran cosa y que esta vez me dejó ojiplática. Parece que Apple of My Eye está escrito, principalmente, para un público británico, así que en el prefacio, Helene Hanff se toma la molestia de dejar claro cómo preguntar dónde está el cuarto de baño en vocabulario americano y como ejemplo de lo disparatada que puede ser la barrera del aparente idioma común cuenta una anécdota que le contó Jean Marsh sobre su primera visita promocional a Estados Unidos con motivo de la presentación de Upstairs, Downstairs (Arriba y abajo). Por lo visto a Jean Marsh le comunicaron que en Estados Unidos no estaba bien visto decir "toilet" para cuarto de baño público a pesar de ser lo más normal en inglés británico. Así que le dieron una lista de formas alternativas de preguntar por el baño. Cuando en Nueva York visitaba unos estudios de televisión, uno de los anfitriones se dirigió a ella y le preguntó si deseaba utilizar las "facilities" (instalaciones) antes de proseguir la visita. Jean Marsh entendió que le preguntaban si quería probar el equipamiento del estudio (cámaras, etc.) y contestó decidida que no, que todo eso se le daba fatal y que le daría miedo tocar nada. No se cuenta la cara que se le debió de quedar al anfitrión al obtener esa respuesta al preguntarle inocentemente a alguien si quería pasar por el baño antes de continuar.

La anécdota me hizo mucha gracia por sí misma, porque ahora me imagino a Jean Marsh en la situación perfectamente y porque ya voy por la segunda temporada de Arriba y abajo. ¡Cómo engancha! Si no fuera porque Manuel se escandalizaría con los excesos (un día se escandalizó porque vi dos capítulos seguidos) creo que me sentaría en el sofá y me pondría un capítulo detrás de otro mientras pudiera.

Lo otro que me gustó de esta relectura es contrastar las opiniones y los comentarios de Helene Hanff con los de Enric González. Coinciden en algunas cosas y discrepan en otras. Enric González, por ejemplo, comenta que a los forasteros en Nueva York se les identifica porque son los que van mirando hacia arriba y Helene Hanff, neoyorquina apasionada de adopción, recomienda que en Nueva York siempre se mire hacia arriba. Ambos mencionan los claustros que importaron los Rockefeller (y que nosotros no vimos ni veremos tampoco en esta ocasión; al fin y al cabo la intención de importarlos era precisamente que los americanos vieran algo que quizá nunca verían y que, sin embargo, en Europa abundaba. Nosotros estamos en Europa y, no esos y no en pleno Nueva York, pero claustros hemos visto unos cuantos en nuestras vidas) y ambos reflexionan - sobre diferentes tumbas - qué pensarían sus "inquilinos" al encontrarse transplantados, no sólo lejísimos del lugar donde pasaron sus vidas y donde están enterrados sus familiares sino, de hecho, al encontrarse en un lugar que, cuando ellos murieron en el siglo XIII, por ejemplo, ni siquiera sabían que existía.

Y aparte de la delicia que es siempre leer un texto firmado por Helene Hanff (y de nuevo reencontrarme con su amiga Patsy Gibbs, que me sigue pareciendo de lo mejorcito del libro), está el hecho de lo agradable que fue, literalmente, abrirlo. Ya hacía tiempo, al abrir el Cuaderno de acuarelas de Nueva York que nos regalaron mis padres, había descubierto un pequeño cofre de pequeños tesoros de esos cuyo valor real es muy inferior a su valor sentimental: de allí salieron una bolsa de patatas azules, papeles del Empire State, entradas de sitios, tickets de comercios, los papeles de la reserva del hotel y el avión, etc. Muchas cosas no era consciente de haberlas conservado (¡la bolsa de patatas azules!) y me hizo ilusión verlas de nuevo.

Cuando abrí el libro de Helene Hanff se produjo otra avalancha de recuerdos (en la foto de arriba): recortes de periódicos de inmediatamente antes y después del viaje anterior, una preciosa postal que recordaba haber enviado pero no haber comprado también para mí y que tiene muchos puntos para pasar a un marco a la vuelta, un chiste de Forges, los tickets del autobús destartalado que hace el recorrido desde y hasta el aeropuerto (y que nos sirvieron para refrescar la memoria acerca del precio, ya que nunca nos acordábamos de mirarlo por internet; curiosamente la tarifa - ahora que también lo hemos mirado por internet - no ha subido nada; y está bien que no haya subido puesto que ayer dijeron en las noticias que todos aquellos turistas que visiten Estados Unidos a partir de no sé qué día de septiembre deberán pagar 14 dólares (!!) para financiar las campañas turísticas del país. Me parece una cara impresionante), el cartoncito donde nos dieron la tarjeta de la habitación del hotel con el número de habitación, más tickets, etc.

Y es que aunque a mí no me gusta escribir en los libros, sí que me encanta abrirlos y encontrarme cosas de este tipo que me llevan a la época en que los leí. Normalmente no son más que papelajos de ese tipo (tickets, pequeños recortes, etc.) pero conforman un contexto excelente que demuestra lo que las historias sencillas que tanto me gustan vienen a decir: que la vida se hace con el día a día y que a veces un ticket de compra es mucho más evocador que, qué se yo, una joya.

De momento ya he guardado algún que otro recorte nuevo en el de Enric González y ya repartiré los papelajos que traiga entre los muchos libros neoyorquinos. Para el próximo viaje.

Pensaba que ahora me quedaba la difícil tarea de decidir qué lectura llevarme para el viaje. Allí leeré poco, pero para aeropuertos y aviones necesito algo y no sabía qué. Pues bien, tengo que darles las gracias a Maelström por su comentario de ayer y a Molinos por el suyo porque me han recordado que tenemos una fantástica edición de The Portable Dorothy Parker que le regalé hace tiempo a Manuel y que ahora me parece el acompañamiento perfecto, y eso que no es tan portátil como su nombre quiere indicar.

lunes, 16 de agosto de 2010

Flan

Desde que, sepultado entre las demás cosas (por lo general dulces) de ese estante de ese armario de la cocina, me topé con el paquetito de sobres de flan tenía ganas de hacerlo otra vez, hasta el punto de casi hacerlo la semana pasada entre semana porque sí. Luego pensé en que era mucho más cómodo dejarlo para el sábado y matar dos pájaros de un tiro: hacer el flan y tener la "repostería" (si es que lo de los sábados de verano se puede llamar así) pensada.

Quizá cuando gaste los dos sobrecitos de flan restantes me anime a probar el flan de verdad, pero de momento el flan de sobre está bien rico, sobre todo sin caramelo, que es como me gusta más el flan. Amarillo sin más.

Hacer flan de sobre es lo más sencillo del mundo así que da para pocas anécdotas. Y, comparado con el sábado anterior, fue un alegre camino de rosas, que olía de maravilla, generó tropezones que rebañar y, lo mejor de lo mejor desde tiempos inmemoriales, la olla en la que se hace para rebañar también. Lo mejor del flan o de las natillas se queda en las paredes de la olla: nada sabe tan bien como lo que se rebaña recién hecho.

Pero es verano y no podemos pasar sin helado, así que el otro día cuando fuimos a comprar, cogimos el helado de Carte d'Or Choco Chip Muffin que ya habíamos probado con mucho éxito (siendo de vainilla hasta a Manuel le gustó, y eso que no es un gran fan; además me lo debía porque la semana pasada el helado - aparte del casero de galleta - fue uno de 70% de cacao o algo así; fortísimo para mi gusto, delicioso para Manuel) y, como calculamos que se nos gastaría antes de irnos de viaje, sugerí que cogiéramos un complemento (ahora me doy cuenta de que calculé mal). Optamos por el - también probado ya y también con mucho éxito - helado de Crunch en cucurucho, también de vainilla. Le dije a Manuel que se cogiera alguno de su gusto, pero me miró como si me hubiera vuelto loca por querer más de dos tipos de helado para menos de una semana. Insistí más pero se negó rotundamente, así que lo dejé por imposible. Así estaban las cosas cuando al llegar a la caja la chica nos comunicó que la segunda unidad de los helados de Nestlé estaba a mitad de precio. Manuel me miró con resignación y sin que cruzáramos ni una sola palabra se fue a por otro, el de Kit Kat (bueno, pero mejorable). Los hados eran de mi misma opinión: que no falte el helado. Así que tenemos un congelador llenito de helados. Con ese pensamiento creo que se duerme mejor por las noches.

Pero bueno, obviamente los helados no se nos acabarán antes de irnos a Nueva York: eso sería demasiado incluso para nosotros. Nos durarán hasta que volvamos de sobra. Lo aclaro por si alguien ya nos estaba buscando plaza en un grupo de golosos anónimos o algo parecido. Eso sí, a día de hoy ya se me hace la boca agua sólo de pensar en las pastelerías y demás tiendas de alimentación neoyorquinas. La otra vez recuerdo que era una tentación constante. Menos mal que aparte de todo también caminamos mucho.

Ayer la plancha estuvo acompañada por lo que Manuel, antes de que empezara, me dijo que era una obra maestra: Sullivan's Travels (Los viajes de Sullivan), de 1941. Y lo fue, desde luego. Un recorrido por la América de la Depresión, sin soltar sermones ni nada, simplemente dejando que el espectador lo vea. Admirable también por mostrar - en 1941, insisto - una iglesia de congregación negra en la que cantan y acogen a unos presos y el predicador hace un alegato de la tolerancia impresionante sin caer en tópicos ni parecer un sermón. El final también tiene moraleja: una defensa absoluta de la comedia. Esta comedia es perfecta puesto que combina temas muy serios con escenas divertidísimas (sólo recordar una de las escenas iniciales hace que llore de la risa otra vez...). Una prueba más para mi "colección" de que no hace falta aburrir ni sermonear para tratar ciertos temas serios.

Por lo visto la película en su día no recibió la gran acogida de otras películas del director, Preston Sturges, (por los temas espinosos que se tratan, supongo) pero - tal y como se merece - con los años se ha ido revalorizando y ahora se considera una de las mejores películas de todos los tiempos. En mi opinión se lo merece, desde luego. Y cualquiera que haya visto O Brother, Where Art Thou? (O Brother, Where Art Thou?) de los hermanos Coen (con George Clooney entre otros) habrá visto una película inspirada por Sullivan's Travels (Los viajes de Sullivan), que de hecho se llama como la película que el protagonista quiere rodar y al final descarta.

domingo, 15 de agosto de 2010

Páginas de Nueva York

Aparte de lecturas como la de Historias de Nueva York de Enric González o mi relectura actual, estos días también me dejo caer por otros libros de temática neoyorquina. Los hojeé mucho hace unas semanas, los abandoné la fatídica semana de amenaza de huelga y ahora los he vuelto a retomar. Y aunque soy de esas personas a las que no les gusta que lean lo que están leyendo por encima del hombro o de reojo (una cosa es mirar qué lee alguien (cosa que yo no puedo evitar hacer en el transporte público, por ejemplo) y otra engancharse a la lectura), hoy os invito a hojear un par de esos libros:

Up & Down New York, de Tony Sarg. Un clásico de los años veinte según dice la portada y, con el paso de los años, una verdadera joya, tanto por lo que muestra de Nueva York como por el mundo desaparecido al que representa. Algunas de mis páginas e ilustraciones preferidas (se ven más grandes haciendo clic en ellas):


Creo recordar que la otra vez pasamos por las puertas del famoso Waldorf Astoria. En cualquier caso su "pasillo de los pavos reales" (por la gente que lo frecuentaba, no porque tuviera pavos reales de verdad) es cosa del pasado.



Cambiadísimo Times Square. Qué ganas de poner allí los pies.



Irresistible Flatiron, del que Enric González cuenta algunas anécdotas muy curiosas.



Uno de los primeros sitios a los que dije que quería volver para explorar con más calma es a Greenwich Village. Recuerdo el ambientillo de sus calles tan acogedor...



Y por supuesto caminaremos, caminaremos y caminaremos, de eso no hay duda. Y, como la otra vez, inmortalizaremos - fotográfica o mentalmente - a los que entonces denominamos "New York characters", gente que más bien son historias con patas. En los años veinte ya existían, como se puede ver en el libro.



Y después está New York Vertical, que aparte de preciosas fotos, tiene también citas de todo tipo de gente acerca de Nueva York, opiniones positivas y negativas. Es difícil no asentir al leer muchas de ellas.



Decía Simone de Beauvoir que había algo en el aire de Nueva York que hace que el dormir pierda toda utilidad. Y tiene toda la razón. Me niego a pensar que el hecho de que de tan buena mañana ya plantáramos los pies en la calle fuera a consecuencia del jetlag que por otra parte no noté en lo más mínimo.



Y otra vez el Flatiron.



Una parte de mi mente ya está instalada en Nueva York y no hay quien la saque de allí. Por suerte, tengo material de sobra. Las lecturas de estas últimas semanas, estos libros de aquí y todos los demás libros y guías de la otra vez me garantizan una residencia en Nueva York casi permanente estos días, sin necesidad de visado ni de pasar los nervios que se pasan, quieras o no, cuando te mira el señor de la aduana y los segundos se eternizan antes de que te ponga - con suerte, claro - el sello de visto bueno en el pasaporte. ¡Pero qué ganas también de superar ese escollo y poner los pies de verdad en Nueva York dentro de unos días! Nuestro hotel cercano a Times Square nos garantiza la algarabía casi inmediata, nada más bajarnos del autobús destartalado que te lleva a Central Station desde el aeropuerto.

viernes, 13 de agosto de 2010

Historias de Nueva York, de Enric González

El plan era leer este libro inmediatamente después de Mrs Harris Goes to New York, pero como conté ayer, cierto gremio nos mantuvo en vilo unos días (una semana, de hecho) y, después de terminar Mrs Harris, me refugié en la poesía de Philip Larkin porque, junto con la paz mental, el gremio famoso se había apoderado también de nuestra capacidad de concentración. Podíamos ver una serie, leer algo, mantener una conversación pero en todos los casos siempre se verían interrumpidos por una escapada al ordenador a mirar las últimas noticias, por una reflexión acerca del monotema, por una pregunta existencial, por una búsqueda sobre qué hacer en caso de huelga, por un simple suspiro con mirada perdida.

En cuanto el lunes acabó a las 12 de la noche sin anuncio de huelga, me fui corriendo a por Historias de Nueva York: no aguantaba más. Y lo he ido saboreando a lo largo de esta semana. Una parte buena de los viajes es verlos llegar. Antes de que la angustia de huelga o no huelga se instalara en nuestras vidas, mi madre comentó que a ver si el viaje llegaba rápido y yo le contesté que no, que llegara despacio: cuanto antes llegue, antes se pasa. El universo me tomó la palabra, puso la amenaza de huelga en nuestras vidas y los días empezaron a hacerse cada vez más largos, eternos. El fin de semana y el lunes se me hicieron como décadas de largos. Y lo peor de todo es que no podíamos amenizar la espera con la lista - ahora sí que definitiva, nada de cosas en el aire - de cosas que queríamos ver y hacer. Las cosas que habíamos ido enumerando en días anteriores se quedaron suspendidas en el aire, sin orden ni concierto mientras nosotros intentábamos no prestarles antención. Es cierto que a día de hoy seguimos sin planes definitivos, sólo con un par de cosas previstas con día, fecha y hora (una de ellas me gustó comprobar que la recomienda Enric González en su libro) y que ahora no hay excusas. Nos tenemos que sentar y poner orden e, inevitablemente, descartar algunas cosas.

El libro de Enric González no ha ayudado, precisamente, a rebajar el número de sitios que estaría bien visitar, aunque algunos quedan descartados de entrada, no por falta de ganas, sino por falta de tiempo, otros, con muy buena pinta, se resisten a borrarse, aunque muchos de ellos implican vivir en Nueva York, conocer la ciudad no como se conoce desde el punto de vista del turista, por mucho que trate de integrarse, sino como sólo puede conocerse con el día a día. Me encantaría, por ejemplo, ir un viernes a Brooklyn a probar el porterhouse de Peter Luger y luego pasear por el vecindario de judíos ultraortodoxos que preparan con afán el sabbath, pero no va a ser posible ya que nos ceñiremos a Manhattan, como la vez anterior.

Pero lo bueno de Enric González es que cuenta las cosas tan bien que, aunque no hayas estado y sepas que no vas a ir en un futuro cercano (por no decir nunca), no lo sientes demasiado, te quedas un poco con la impresión de conocer el sitio, aunque sea de oídas.

Historias de Nueva York es un libro muy, muy ameno y probablemente más recomendable para preparar una visita a Nueva York que una guía turística porque, al contrario que una guía turística (aunque en mi opinión el libro se hubiera beneficiado, aunque no sea una guía turística, de, como mínimo, un mapa donde el lector - sobre todo si no ha estado en Nueva York - pueda seguir los movimientos de Enric González y ver dónde queda tal sitio o tal otro), da a conocer la vida real de Nueva York, habla de la mafia, habla de la historia de la ciudad con historias fascinantes y divertidas. Se nota que sabe bien de lo que habla y te lo cuenta por escrito como si te conociera de toda la vida y te estuviera poniendo al día de su vida allí. Parte del mérito de esto último viene del hecho de que no tiene problemas en abrirse y contarte cosas personales que tienen que ver con su vida en Nueva York pero no con Nueva York en sí. No es un libro impersonal, no es una relación de hechos y anécdotas que podría contar cualquiera, es algo que sólo puede contar él y, como periodista, puede contar mucho.

Así que es muy recomendable, se vaya a ir a Nueva York o no. Es cierto que es perfecto para ir calentando motores, pero no es de aquellos que te dejan con sabor amargo por no poder ir a ver con tus propios ojos todo lo que cuenta.

Y ahora sé seguro que la próxima vez que vayamos a pisar Londres (sin fecha ni nada) leeré también sus Historias de Londres.

De momento y a menos de una semana de poner los pies en la Gran Manzana sigo con la ronda de lecturas neoyorquinas (una relectura ahora) y voy a ver si convenzo a Manuel de que se lea este completo antes de ir, aunque ya ha leído bastantes fragmentos que le he ido "recomendando" (obligando a leer sería una forma más aproximada de decirlo). He marcado muchos pasajes del libro, alguno seguro que aparece en las crónicas neoyorquinas cuando volvamos.