jueves, 26 de agosto de 2010

Llegada a Nueva York


Empiezo contando la ida a Nueva York, porque tiene miga y porque fue el día más largo del mundo. Comenzó a las tres y media de la madrugada, cuando nos levantamos después de, en mi caso, la que "más" había dormido, unas tres horas de sueño. Antes de las cinco estábamos en el aeropuerto y donde esperábamos encontrar poca gente y remolinos de pelusas como en las películas del oeste, encontramos una masa de gente. No era hora punta en el aeropuerto, pero casi. Y daba la sensación de que eran por lo menos las siete de la mañana, pero no, no eran ni las cinco. Muy raro.

Facturamos y demás y la espera al avión se nos hizo eterna. En casa no habíamos desayunado (o como se llame la comida que se pueda hacer a las tres y media de la madrugada) y en el aeropuerto resultó que nuestra puerta de embarque estaba lejísimos de cualquier contacto con la humanidad y a esas horas daba mucha pereza ir y venir (por no mencionar el hecho de lo mucho que me marea el trozo central de suelo negro y reluciente de la T1. A Manuel le hace gracia porque dice que flotas y no veo que a nadie más le afecte cuando pasamos, pero yo tengo que ir mirando hacia arriba o la sensación de caminar por el vacío hace que me dé vueltas la cabeza), así que lo más cercano era: nuestra puerta de embarque, unas máquinas que aún no habían repuesto y eran una visión tremendamente triste y una pasarela que decía "Barcelona-Madrid" y que yo estaba convencida de que te lleva directamente, sin avión ni nada (obviamente no, pero no se veía el fin).

Por fin embarcamos, puntuales como sólo se puede con el primer vuelo del día, que nos llevaría a nuestra escala de Zurich, donde teníamos el tiempo justo para hacer la escala. Pero cómo son las cosas, al subir al avión sonaba la canción de Nueva York de Alicia Keys que había puesto aquí el día anterior. ¿Buen presagio o qué?

Una vez en Zurich, el aeropuerto lo recuerdo como una foto movida de tiendas de regalos y tiendas caras y tiendas de chocolates. Fuimos rapidísimo porque nos tocaba cambiar de terminal con una especie de metro como el que hay también en la T4 de Barajas, sólo que más surrealista porque en los tres minutos que dura el trayecto te ponen sonidos típicos del país: un tirolés, un cencerro, unos pajarillos. Manuel y yo especulábamos sobre cómo podrían copiar la idea en Barajas: ¿castañuelas? ¿taconeo flamenco? ¿ruido de tráfico?

Control de seguridad de nuevo y, después, control de pasaportes. Por fin llegamos a nuestra puerta de embarque pero la sensación es Orly total y no podemos salir de allí, menos mal que yo me apropio de la única butaca con reposapiés de toda la sala (no fue del todo intencionado: la vi, me senté y poco a poco me fui dando cuenta de que era única).

Por fin vamos a embarcar y comprobamos que en Suiza no adoran a los dioses de las colas, como en Inglaterra. No hay cola, de hecho, sino un mogollón de gente que se agolpa para pasar.

El avión era de esos de dos asientos - cuatro asientos - dos asientos. Yo siempre quiero que me toque ventanilla en los vuelos y en los de Nueva York nunca me ha tocado: siempre nos toca en el centro y rápidamente comprobamos que Swiss Air, por bien que esté, no es British Airways y los asientos son ligeramente más estrechos, con lo cual dormir es una tarea imposible. Las películas que te dan para elegir son un rollo (salvo por Wall-e) y yo, como en mis viejos tiempos, me engancho muchísimo al Tetris disponible.

Dormimos poco en el viaje (yo creo que sólo alcancé estado de ese de duermevela en que te enteras de lo que pasa a tu alrededor como si fuera un sueño durante 20 minutos en un viaje de más de ocho horas). El problema es que hacer escala en Zurich es retroceder y el viaje es más largo que el de la otra vez, que hicimos escala en Londres. Las ocho horas se nos hicieron eternas, el tiempo no pasaba nunca. Y las azafatas no hacían más que servir comida: desayuno, comida, merienda, bebidas, un helado, chocolatinas suizas, qué se yo, de todo, creo que nos bajamos del avión con tres kilos de más. Y al final una agradable gasita con agua caliente que refresca muchísimo y te deja extrañamente renovado.

Por fin en tierra (ese por fin se merece muchas exclamaciones, creíamos que nunca llegaríamos, que nos quedaríamos suspendidos sobre el Atlántico para siempre), la tensión de pasar por el control. Un señor que organiza las colas nos manda a un puesto en el que una señora con cara de muy mal humor nos dice que cierra y con una mirada incumple todas las "promesas de bienvenida" que tienen colgadas por todas partes. Nos quedamos en el limbo y nos cambiamos de cola, a una cola donde no hay demasiada gente pero en la que el grupo que está apelotonado en el puesto son negados a la hora de poner sus huellas (!!) y tienen que repetirlas una y otra vez. La eternidad del avión se nos echa encima de nuevo. Por fin nos toca, cuando todo el mundo de nuestro avión ya debe de haber visitado la Estatua de la Libertad por lo menos, y, para compensar, nos toca la agente de aduanas (o como se llame su puesto) más amable del mundo. Manuel se queda alejado y esa mujer y yo entablamos una agradable conversación como si nos conociéramos de toda la vida (con pequeños incisos del tipo "pon el dedo en el escáner" o "mira a la cámara") hasta el punto de que cuando Manuel pasa por fin y me pregunta que de qué hablábamos le contesto que de "nuestras cosas", aunque confieso que "quizá no era el momento". Esa mujer cumplió con creces sus promesas de bienvenida. Un minuto más y yo creo que me hubiera invitado a un café.

Cogemos el autobús destartalado y por fin...

¡Nos plantamos en Manhattan! El autobús destartalado te deja en Grand Central y de ahí a nuestro hotel no se tarda demasiado, incluso con la maleta a cuestas (que por otra parte pesaba bastante poco). Casualidades de la vida, llevo a Dorothy Parker en la mochila y una de las calles que tomamos al azar mientras serpenteamos hasta el hotel es la del Algonquin.

Hotel y demás y nos echamos a la calle con esa sensación que sólo produce Nueva York y que el primer día es tan intensa (sobre todo si se ha dormido poco): sensación de apabullamiento, de mensajes por todas partes, de unas conexiones cerebrales que no dan abasto y que reciben señales de todos los sentidos. Es indescriptible, como una constante exclamación interna. Pasamos por Times Square y vamos al Rockefeller Center a varias ansiadas paradas: la tienda de la NBC a por Jelly Bellies de vainilla francesa donde me vuelvo loca intentando averiguar si son caros o baratos. ¡Yo qué sé cuánto pesa un cuarto de libra! Al final resulta que cojo muy pocos (y al final no tuve oportunidad de comprar más, así que ahora los tengo como oro en paño). Parada técnica también en Dean & Deluca (que resulta que se mudan a otro local cercano, así que nuestro histórico Dean & Deluca el último día que pasamos por el Rockefeller Center ya no estaba y el nuevo, pese a estar en mejor estado y ser más grande, se nos hace raro) para que Manuel se haga con su ansiada Cane Cola (legado de la visita anterior: es una deliciosa bebida de Cola que imagino que sabe como la Coca Cola original, puesto que está hecha aún con azúcar de caña) y, pese a que al bajar del avión habíamos prometido no comer nada más en nuestras vidas, un par de irresistibles cupcakes:


La foto de mi cupcake de vainilla ahora me parece una proeza, sabiendo el caos que fue comerlo. Acabé pringadísima y creo que las palomas de los alrededores no recordaban un festín así. Cuando por fin nos levantamos del banquito, un señor armado con escoba y cogedor acudió con urgencia a la zona. En fin, los cupcakes, ya se sabe.

Dimos una vuelta por allí y por un "farmer's market" (mercadillo de productos del campo directos al consumidor) temporal que había y donde vi mis primeros amish o menonitas o lo que fueran en carne y hueso de mi vida.

Después de eso dejamos que nuestros pasos nos llevaran al MOMA; al museo sabíamos que no entraríamos pero teníamos curiosidad por conocer la tienda. Resultó que nuestros pasos no tenían ni idea de donde llevarnos y que nuestra mente estaba apabullada y exhausta a partes iguales por lo que leer un simple mapa era una ardua tarea. Digamos simplemente que hay una manzana de la Quinta Avenida en la que no está el MOMA que conocemos muy, muy bien. Por fin llegamos al MOMA y la tienda es, desde luego, una gozada. Carísima, pero bien chula. Se nos antoja llevarnos algo de recuerdo (los lápices que yo colecciono por lo visto son una cosa del pasado en Nueva York) para lo que preferiblemente no haya que pedir un crédito y nos decidimos por este - nada barato, pero bueno - reloj magnético que ahora queda de maravilla en nuestro frigorífico. Eso sí, yo me volví adicta al "Yoshimoto cube" y casi me da algo cuando vi el precio y supe que lo tenía que devolver a la estantería sin llevarme uno para mí.

El MOMA tiene dos tiendas y cuando salimos de la segunda y seguimos callejeando, atisbamos por primera vez el Empire State, el edificio Chrysler y demás visiones ya conocidas y también novedosas, vimos el interior de San Patricio y nos empapamos de las historias que salen al paso sólo al caminar por las calles de Nueva York, entrando en algún Barnes & Noble que otro (librerías; por cierto me hacía gracia en el libro de Helene Hanff cuando, al final, en la revisión del ochenta y pico del libro, comenta las librerías que han desaparecido y dice que había un recién llegado, Barnes & Noble. Ahora están por todas partes y, visto lo visto, es probable que hayan querido crecer demasiado; eso o que nosotros los gafamos la vez anterior, que todo puede ser y no sería tan descabellado). Así hasta llegar rendidos al siempre encantador Bryant Park, detrás de una irreconocible New York Public Library tapada por completo. Por fin empezaba a caer la tarde de un día larguísimo. Por fin era la hora que teníamos la sensación que era desde las cuatro de la tarde (siempre pensábamos que eran las seis o más; ahora debían de ser las siete y pico o las ocho).

En Bryant Park nos sentamos (yo volví a alabar las virtudes de una ciudad en la que los parques (y ahora también Times Square) pueden tener sillas sueltas y la gente no se las lleva ni las rompe ni nada), yo busqué un reposapiés (de nuevo alabo las virtudes de una ciudad que tiene sillas sueltas Y reposapiés a juego) y allí nos sentamos a ver pasar el tiempo, la gente y las nubes rosas y acabamos el paquete de patatas azules al que no habíamos podido resistirnos (o bien Swiss Air había creado sendos monstruos que ya no podían tener el estómago vacío más de 30 minutos o bien el cuerpo, ya que no dormía, necesitaba de energía constante). Y de repente, en el otro extremo del parque empieza un concierto (nunca nos enteramos de quién; unas chicas). ¿Eso pasa en más sitios o sólo en Nueva York? Como dijo Manuel, se produjo un "efecto llamada" y la gente empezó a cruzar la hierba hasta allí. Nosotros al cabo de un rato, cuando ya nos íbamos, nos acercamos también a curiosear, principalmente con la idea de averiguar quiénes eran, pero sólo nos enteramos de que era parte de una serie de conciertos y que lo estaban grabando y que si pasabas de tal valla corrías el riesgo de que te grabaran (cómo son los americanos con eso de la "privacidad").

Y caminando, caminado de nuevo a Grand Central, donde nos habíamos bajado del autobús destartalado y que sólo habíamos visto de pasada por fuera y Grand Central bien se merece una mirada por dentro, tanto a sus tiendas como a su decoración. Decía Helene Hanff en su libro que ella estaba a favor de que la demolieran puesto que era una estación de tren incomodísima en la que nadie se encontraba con nadie ni tampoco sus trenes y que sólo querían conservarla intacta aquellos que no tenían que usarla. Yo pertenezco definitivamente al segundo grupo y me alegro de que los planes de demolición no prosperaran, porque me encanta. Ahora es sólo de metro y de unos cuantos trenes de cercanías y no sé qué pensarán sus usuarios de ella. A mí me parece una maravilla. Y eso que esta vez la imponente bandera americana que tanto me impresionó la otra vez ya no estaba y la habían cambiado por una de un tamaño más modesto, pero la bóveda azul seguía allí, al igual que sus tiendas chulas y sus espectaculares pastelerías. Babeamos un rato delante de unos cuantos escaparates, dijimos que volveríamos a por unas porciones de Red Velvet otro día pero no volvimos (lo cual no quiere decir que no comiéramos Red Velvet).

De ahí al hotel de nuevo, pasando por Times Square de noche y haciendo una parada en un supermercado para comprar algo para cenar (o la comida que fuera, podía ser cualquier cosa, comida, merienda, cena o desayuno). Para cuando nos metimos en la cama calculamos - con gran esfuerzo mental y escasas reservas neuronales - que llevábamos despiertos 26 horas después de haber dormido la noche (?) anterior un máximo de tres. Pero eso es todo lo que conocí del "jetlag", que sigo pensando que es un mito.

Entrada larguísima, lo sé, pero quería dar fe del largo, largo día que había sido.

16 comentarios:

  1. Ohhhh que bien lo has contado y que envidía me das.

    Tengo que volver. Tengo que volver. Tengo que volver.

    ResponderEliminar
  2. Wow! Genial! Qué ganas tenía de volver a leerte :)
    Muy bueno lo de que los ingleses adoran a los dioses de las colas, jeje! Se agradece los países (Alemania, Suecia, Dinamarca...) que adoran los dioses de las colas, subir al avión se convierte en algo mucho más sencillo y menos estresante.

    Pues para haber dormido sólo 3 horitas aprovechásteis bien el día de llegada. Me encantaria probar esa canecole... mmm!

    ResponderEliminar
  3. "comprobamos que en Suiza no adoran a los dioses de las colas, como en Inglaterra" Jajaja!

    Cómo se nota que sois muuuy jóvenes. A mí me tienes 26 horas despierta de aquí para allá y me muero. Me han encantado las fotos y el relato.

    ResponderEliminar
  4. Entrada larga pero ampliamente disfrutada (en espera de más jeje). ¿Qué tendrá esa cane cola? jajajaja. Algún día la probaré. Me encantan las fotografías ;)

    ResponderEliminar
  5. A mi también me gustan las fotos...felicita a tu cámara. Y felicidades a ti también por sacarme de la canícula y llevarme a NY, ciudad que yo siempre he visitado con frío y que me trae recuerdos muy refrescantes.
    ¿Podemos leer un poco más?

    ResponderEliminar
  6. Veo que hay unanimidad en los comentarios: Queremos más!!!!!!!!!!!!

    ResponderEliminar
  7. Uau, suscribo que sois jovenes, o eso, o el azúcar da energia extra. Madre mia que batute más impresionante, que ganas tengo de leer el siguiente "capitulo"

    ResponderEliminar
  8. Molinos: me alegra que te haya gustado, y estoy segura de que volverás. Yo también volvería mañana mismo si pudiera.

    Guacimara: sí, en Inglaterra lo de las colas a veces roza los surrealista, pero práctico es, desde luego. Y sí, si vas a NY no dejes de probar la Cane Cola :)

    Elvira: más que los años, yo creo que eran el azúcar y el exceso de comida lo que nos mantenía en pie ;)

    Pilar: sí, la Cane Cola y similares son todos una delicia. Ya hablaré más sobre ellos.

    Samedimanche: cámara felicitada de tu parte ;) Tendrás que conocer NY en verano, ¿no? Y yo en invierno... Y tranquila, leeréis más... leeréis muchíiiiiiisimo más, me temo.

    Mar: jajaja, lo habrá, lo habrá. Tanto que creo que acabaréis un poco hartas ;)

    Ángeles: yo me decanto por la opción del azúcar ;)

    ResponderEliminar
  9. Muchas gracias por tu crónica. Ya que no puedo viajar a Nueva York (todavía), ha sido lo más próximo a estar allí.

    ResponderEliminar
  10. Jo, qué guay!! Y qué fotos más maravillosas! Gracias por compartirlo con nosotros :)

    saluditos

    ResponderEliminar
  11. Malglam: al final creo que acabaréis un poco cansadas de tanta crónica, ya verás, porque va para largo ;)

    Lillu: ¡gracias! :)

    ResponderEliminar
  12. Qué de aventuras, Cristina!! En un sólo día tan largo. Preciosas las fotos, la coca cola de vainilla...la tienda del MOMA...y las referncias que nos haces del libro de Helene Hanff, son de agredecer.
    Vuestra entrada en Manhatan fue de lo más intensa!!!
    Un abrazo!!!

    ResponderEliminar
  13. Sí, el primer día dio para más de lo que imaginábamos. Con el libro de Helene Hanff tan reciente la verdad es que era una gozada la cantidad de asociaciones mentales que tenía con cosas que ella había escrito :)

    ResponderEliminar
  14. Guau! Se me ha llegado a hacer largo y todo ;) en Londres me pasó una cosa similar la primera vez que fui. Cuando vaya a NY (o haga cualquier viaje transoceánico) pediré que me droguen para aguantar tantas horas, en serio ;)

    Me parece curioso que nunca entreís en los museos, sólo en las tiendas.

    ResponderEliminar
  15. Lo de ir drogada no me parece mala solución. Eso o en primera clase ;)

    Bueno, no es que no entremos en los museos por decreto. Entramos en algunos, pero en otros que, para verlos en condiciones como el MOMA, llevan mucho, mucho tiempo, nos conformamos con la tienda. Y además la del MOMA es curiosísima.

    ResponderEliminar