lunes, 31 de diciembre de 2012

Feliz año

Entrada programada.



Each day we begin a new year, each day we must begin again ~ Nella Last
Cada día comenzamos un nuevo año, cada día debemos comenzar de nuevo. ~ Nella Last

Me repito, lo sé. Esa frase ya puse en la Nochevieja que dejaba paso al año 2011 (gracias por la precisión, archivo del blog), pero es que es una frase que me parece muy adecuada y muy, muy cierta.

En cualquier caso, creo que aparte de la frase idónea, la imagen acompaña. El magnífico Eric Ravilious siempre tiene una imagen apropiada, sobre todo para los que sufrimos de esa placentera enfermedad llamada anglofilia. Una habitación propia: un año propio que comienza cada día. La puerta abierta de par en par, la ventana con buenas vistas, la silla para ponernos cómodos y la habitación de aspecto parco pero acogedora y luminosa, para rellenar o no al gusto de cada uno. Quienes pasáis por aquí con cierta frecuencia ya sé que estáis tomando las medidas para poner unas cuantas estanterías y comenzar a llenarlas con libros. Y sí, estoy de acuerdo en que la silla es mejorable con una buena butaca donde pasarse las horas. Y que no falte el té humeante. ¿Veis qué acogedor? Pues lo mismo con el nuevo año.

Un muy feliz 2013 para todos.

sábado, 29 de diciembre de 2012

How Reading Changed My Life, de Anna Quindlen

Pensaba que sería cosa del año pasado, pero no, este año tampoco he hecho estadística de libros leídos. Con lo ordenada que he sido yo siempre con esto y este año qué caos librero. Descubro para asombro de quien fui que no pasa nada, que no comentar un libro o no anotar que se ha leído o despistarse a la hora de apuntarlo en el cuadernito de libros no deshace el hecho de que se tenga o se haya leído.

En 2012 pasó algo inesperado: alguien se ofreció a pagarme por leer libros. Libros además en mi línea, no libros que no me dicen nada. Eso es un "trabajo" de ensueño y lo demás son tonterías. Lo "malo", si es que hay algo malo en todo esto, es que no puedo hablar de esos libros aquí y que mi estantería echa de menos a aquella plasta que cada dos por tres se plantaba delante buscando qué leer ahora. Pero si el lado malo de todo en la vida fuera así creo que firmaría todo el mundo.

Con el descontrol librero soy incapaz de cuantificar cuántos libros he leído este año. Y prefiero no hacerlo y quedarme con la ilusión de que, para el tiempo reducido y limitado (párpados, ¿por qué pesáis tanto cada noche?) que dedico a la lectura, la impresión que tengo es que este año he leído más de lo que imaginaba que podría leer. Si contara los libros leídos es posible que se explotara la burbujita feliz. El caos, como Héctor descubre todas las tardes esparciendo sus juguetes por la casa, contribuye a la felicidad.


Pero no puedo acabar el año sin mencionar este librito, que se lee en una sentada (yo he tardado varias por los dichosos párpados) y hará las delicias de cualquiera que haya entendido de qué hablo en los párrafos anteriores. Si le habéis encontrado sentido a eso de plantarse delante de la estantería, a lo maravilloso que es pensar en lo mucho que se ha leído, entonces este es vuestro libro.

A Anna Quindlen la conocí a través de su Imagined London. Allí se mencionaba este y llamándose How Reading Changed My Life (sin traducir, que yo sepa, pero significa "cómo la lectura me cambió la vida") se fue directo a la wishlist y enseguida directo a la cesta.

Que nadie se llame a engaño: no voy a decir que este libro sea parecido a Ex-Libris de Anne Fadiman, porque no lo es, pero sí que voy a decir que es ese tipo de libro en que parece que conoces a quien lo escribe de toda la vida, en que con cuatro palabras una anécdota toma vida propia y se vuelve casi más real que otra contada por un conocido. Es un libro espontáneo, como una conversación fluida sobre la lectura.

Anna Quindlen comienza hablando de su familia, de los libros que la rodeaban, de cómo ella sólo quería leer más y más, de cómo leer a veces se percibe como un acto de superioridad cuando en realidad quienes de verdad adoran leer no lo ven así, sino como una necesidad más. De qué libros la formaron, de las actitudes snob con ciertos autores, ciertos libros y ciertos lectores. De por qué leemos y por qué leemos lo que leemos. Y, quizá la parte más tediosa, de las nuevas tecnologías y la lectura. Teniendo en cuenta que el ensayo es de 1999, mucho ha llovido desde entonces en este tema, pese a que debo decir en su defensa que  no está demasiado fechado y es bastante abierto de mente. Pero poco importa, son meras páginas que siguen a unas páginas estupendas.

¿Quién no se identifica con esto?

There was certainly no talk of comfort and joy, of the lively subculture of those of us who forever fell asleep with a book open on our bedside tables, whether bought or borrowed. Of those of us who comprise the real clan of the book, who read not to judge the reading of others but to take the measure of ourselves. Of those of us who read because we love it more than anything, who feel about bookstores the way some people feel about jewelers. The silence about this was odd, both because there are so many of us and because we are what the world of books is really about. We are the people who once waited for the newest installment of Dickens's latest novel and who kept battered copies of Catcher in the Rye in our back pockets and our backpacks. We are the ones who saw to it that Pride and Prejudice never went out of print.

¿Y qué me decís de esto?

Perhaps it is true that at base we readers are dissatisfied people, yearning to be elsewhere, to live vicariously through words in a way we cannot live directly through life. Perhaps we are the world's great nomads, if only in our minds. [...] This is what I like about traveling: the time on airplanes spent reading, solitary, happy. It turns out that when my younger self thought of taking wing, she wanted only to let her spirit soar. Books are the plane, and the train, and the road. They are the destination, and the journey. They are home.

(Perdonad que lo deje sin traducir, pero es que no me da tiempo.) Si eso os ha hecho asentir, entonces este es vuestro libro. Los Reyes aún están de camino, no digo más.

lunes, 24 de diciembre de 2012

¡Feliz Navidad!

Dejo esta entrada programada para que el tradicional capón de la cena y un niño que adora revolotear a mi alrededor y generar el caos en cuanto puede no me impidan desearos a todos los que seguís pasando por aquí una muy feliz Navidad. Que la disfrutéis de la forma que más os guste.


martes, 11 de diciembre de 2012

Pequeña gran manualidad navideña


Con esto de estar desconectada del blog (muy a mi pesar, insisto, porque llega un punto que ya parece dejadez), no puedo citar fuentes originales, pero estoy segura de que alguna vez habré hablado de lo negada que soy para las manualidades. Una anécdota que seguro he contado es que he intentado aprender a tejer mil veces y nunca, en ninguna de ellas, he obtenido ni tan siquiera un punto como resultado.

Pero claro, una se abre cuenta en Pinterest, y se cree que las mil y una manualidades que por allí circulan (por no hablar de los tropecientos mil trucos de limpieza, orden y apaños que hay; cada vez que hago partícipe a Manuel de uno de ellos ya siempre dice: "no me lo digas: Pinterest, ¿verdad?") quedan a su alcance. Por suerte o por desgracia, la ambición desbocada dura un tiempo limitado, pero - entonces sí que por suerte seguro - hay pequeños proyectos que quedan al alcance de cualquiera, incluso para mí.

Así que un buen día, buscando manualidades/pasatiempos navideños para niños de la edad de Héctor, me topé con un árbol de Navidad de fieltro donde se afirmaba que no hacían falta más que fieltro, tijeras y el niño en cuestión, porque el fieltro se pegaba al fieltro y los adornitos se sujetaban en lo verde sin más. Incrédula que es una, pensé que como a mí eso no me funcionaría (tengo lo de ser gafe muy interiorizado), siempre se podía poner velcro adhesivo.

Así que comencé por la parte fácil y en la que el viento ambicioso siempre sigue soplando a favor todavía: hacerse con lo necesario. Feliz de la vida fui a la mercería, compré el fieltro verde por metros y lo demás por laminitas y allí lo dejé un tiempo, mientras pensaba en lo bien que iba a quedar pero nunca llegaba a ponerme manos a la obra.

Hasta que me puse a ello y descubrí que lo de las siluetas era divertido. Al principio quise buscar patrones para las campanas, etc, pero no fui capaz de encontrar ninguno a mi gusto así que tuve que - glups - confiar en mi capacidad de diseño (ya sé que es una tontería para alguien que sabe dibujar mínimamente bien, pero para mí es toda una proeza, de ahí la grandilocuencia). Y, mira, para el resultado que esperaba, creo que no me quedaron mal del todo y como mínimo se reconoce lo que pretenden representar.

En la víspera del 1 de diciembre y en su habitación le monté a Héctor un pequeño rinconcito navideño con el calendario de Adviento (en que cada día sale un imán con una figura del nacimiento que va poniendo en el frigorífico) y el nacimiento de figuritas de tela. El árbol de fieltro lo reservé para el cuarto de estar.

A la mañana siguiente enseguida notó la novedad (como para que se le escape algo a este niño) y, como yo había dejado puestos los adornitos, lo que más le gustó ese día fue que yo los ponía y él daba golpetazos para tirarlos a lo bestia. pero después se reformó y ahora se entretiene largo y tendido con el árbol. Parece una tontería, pero es así. La bolsita de tela con los adornos está colgada del pomo de la puerta, la coge y me la trae entusiasmado para que se las vaya dando una a una, diciéndole qué es y de qué color es cada cosa. Y así hemos llegado a pasar hora y pico, que con un niño que no llega a año y medio es todo un récord.




Así que estoy muy orgullosa de mi creación (grandilocuencia desmedida de nuevo, lo sé) porque me gusta cómo ha quedado, pero sobre todo estoy encantada de que haya servido para el fin verdadero, que es que Héctor juegue con ello y se lo pase bien.

A falta de poner el árbol y el nacimiento "de verdad" y hacer las grandes listas de la compra de las comilonas, vamos entrando en el modo navideño desde aquel día poco a poco, con música navideña, luces de Navidad en las calles, comprando turrones, comprando el tió (que no teníamos, salvo uno minúsculo) en la Fira de Santa Llúcia para que Héctor aporree en Nochebuena, etc. Ayer completamos con el té de Navidad (que hacía dos años que no probaba y me supo a gloria), hoy con el kilo de polvorones y el CD de música navideña que han enviado mis padres. Y, dentro de un rato, cuando Héctor se despierte de la siesta, escapada a la biblioteca a ver si hay algún libro/CD con más música navideña para niños.

lunes, 19 de noviembre de 2012

En el parque


Nunca he sido de esa gente - la mayoría - que comenta la pena que le da que acorten los días y anochezca tan pronto. No porque no lo note y a las seis de la tarde tenga que recordarme constantemente que SÓLO son las seis de la tarde, sino porque la contrapartida era que llegaba el tiempo de mantita, té, libro y sofá. Tardes-noches más largas, sí, pero que con ese buen plan se hacían bien cortas.

Llegó Héctor y me encontré a mí misma saliendo a la calle muchísimo. Comenzó a andar y a desarrollar una personalidad que no cabe en casa y me encontré no sólo sin sofá ni mantita ni mucho menos libro, sino saliendo a la calle todas las tardes.

Como siempre, vamos al revés. Recuerdo muchas tardes del principio de verano en las que Héctor gateaba y desarrollaba su movilidad en las que, mientras medio mundo se echaba a la calle, nosotros nos quedábamos en casa para que Héctor pudiera moverse a sus anchas. Hacia el final del verano, coincidiendo con lo de andar solo, comenzamos a salir por la tarde. No íbamos excesivamente contracorriente hasta que cambiaron la hora. De la noche (con hora extra) a la mañana, la gente dejó de ir al parque por la tarde, o por lo menos a la hora de antes. La gente que estaba en el parque el día anterior a las seis y pico dejó de ir a esa hora porque era de noche. Hablábamos con gente con niños que te comentaba lo largas que se les hacían las tardes en casa, gente con niños que aludía como excusa válida que "estaba oscuro" ya para no salir. Y yo siempre mordiéndome la lengua con ganas de preguntar la hora. Es de noche, sí, pero no son las 23, son las 17:45 y qué culpa tiene el niño de que anochezca a estas horas. Es todo sugestión.



Así que pasamos unos días en que estábamos solos en el parque con, como mucho, un par de niños y sus madres. La gente nos miraba con cierto recelo, como se mira a los locos como cuando no se sabe cómo reaccionar ante una de las suyas. Y yo miraba el reloj constantemente: ¡son las 18:30! hubiera gritado con gusto.

Y era el mundo al revés, sí, pero no como la gente creía. Los pocos días que hizo un poco más de frío, con Héctor bien abrigado, la gente nos seguía mirando. Miraban con extrañeza a un niño que correteaba entrando en calor por el parque mientras ellos hacían recados (al parecer sacar al niño inmóvil en el carrito sí está permitido) con niños mal abrigados y quietos como estatuas y seguro que cogiendo esos resfriados que tanto miedo les dan. Y yo les devolvía la mirada con extrañeza y no entendía ese mundo al revés. Me daba igual: Héctor lo pasaba en grande corriendo a sus anchas por el parque y listos.

La venganza es mía, eso sí. Muchos de los que huyeron de la temible oscuridad ahora vuelven al parque con el rabo entre las piernas (o eso me imagino yo), habiendo ya gastado todos los recursos que tenían para retener a los niños en casa.



El sofá, la mantita y el libro han perdido a una usuaria (que no a una entusiasta), pero el té sí que me acompaña en el ahora usadísimo termo de Starbucks. Un toque hogareño en un clima hostil, no necesario en absoluto para entrar en calor (gracias, Héctor) pero reconfortante aun así.

Y si el termo por la razón que sea se queda en casa, al llegar se puede tener una deliciosa tacita de té recién hecho y humeante en apenas seis minutos. Vamos, en el tiempo aproximado que tarda un niño en olvidarse de que se ha cansado en el parque y en sacar energías para que parezca que por la casa ha pasado un huracán.



Obviamente las fotos del parque de esta entrada no estan tomadas a esas horas intempestivas. Son de un día que amenazaba lluvia y en el que cada diez minutos o así caía una gota. De nuevo, el parque para nosotros solos. A ver cómo le explico yo a Héctor más adelante que el columpio y el tobogán no son suyos.

jueves, 25 de octubre de 2012

The Casual Vacancy, de J.K. Rowling

The Casual Vacancy de J.K. Rowling es de esos libros que generan ríos de tinta antes ya de su publicación. La expectación en este caso era inevitable. Ya se sabía de sobra que nada tendría que ver con Harry Potter y la expectación yo creo que venía dada en gran medida por eso, por saber qué tal se desenvolvía J. K. Rowling en el mundo de los muggles.

Yo tenía muchas ganas de leerla, aparte de por las mismas razones que el 95% de los lectores que la compraron en la fecha de lanzamiento, porque el tema era acorde con mis gustos: el típico pueblecito inglés que, de repente, se ve sacudido por una noticia y ve tambalearse sus cimientos mientras el lector atisba la verdadera situación no tan apacible del pueblo por entre las piedras que se van derrumbando.

Así que nada más llegar lo empecé con muchas ganas. Quizá no ayudó que tuviera poco tiempo y mucho sueño a la hora de establecer la lectura, pero lo cierto es que al principio me costó mucho. J.K. Rowling reconoce como fuentes de inspiración a Elizabeth Gaskell y a George Eliot, así que quizá con esta novela puramente contemporánea pasa lo que yo encuentro que ocurre con muchas novelas decimonónicas: el reto de las 100 primeras páginas. La novela tarda en arrancar, sucede poco y/o muy lentamente, la verborrea aparentemente inútil del autor (que luego no lo es, que conste, que yo ya se sabe que adoro la novela inglesa del siglo XIX) no parece llevar a ningún lado, etc. Pero alrededor de la página 100 todo empieza a cobrar sentido: uno comienza a valorar la ya no verborrea, sino magnífico dominio de la prosa del autor, empiezan a ocurrir cosas, los personajes se van "encasillando", etc. Vaya, que, sin darse cuenta, uno se ha sumergido en la historia de repente y entonces, entonces te engancha y no te suelta.

Y sin embargo en The Casual Vacancy pasé la página 100, la página 150 y aquello seguía aburriéndome bastante. Es una novela coral como no podía ser de otra forma con esa premisa, es un pueblecito inglés en el que resulta divertido ver cómo la autora ha  ido creando las complicadísimas relaciones sociales de los personajes, el verdadero tejido de la historia, pero quizá se le va un poco de las manos el meterse en el pueblo y resulta todo muy lento. Podía haber contado lo mismo en muchas menos páginas y, diría yo, algo mejor porque el lector no habría perdido el hilo tantas veces (o quizá eso sólo fue cosa mía, que no sería extraño). Los personajes, pese a estar tan perfilados como en Harry Potter (o intentarlo al menos) los encuentro un tanto planos o quizá será que no he encontrado uno solo que me haya caído ya no bien sino al menos no fatal en toda la novela. Todos y cada uno de ellos me han resultado odiosos, cosa que, habiendo tantos, me hace preguntarme un poco cómo es posible que suceda.

J.K. Rowling dijo que es una novela que necesitaba escribir y aunque he visto algunas críticas que cuestionan  esas necesidad, yo sí que le veo sentido. Como ya conté cuando visitamos The Elephant House en Edimburgo, J.K. Rowling fue durante algún tiempo ese personaje a los que los ingleses tienen tirria y defienden a partes iguales: una madre soltera que vive (o malvive, no lo sé) de la ayuda que le da el Estado. Es decir, que no es una novela social escrita por una señora que nunca ha tenido contacto alguno con esa realidad ni mucho menos. Puede que ahora viva en un palacete y se gaste una pasta en los juegos de jardín de sus hijos (al fin y al cabo es su dinero y se lo ha ganado a pulso) (y por si alguien tiene curiosidad por ver la casa donde se escribieron algunas novelas de Harry Potter, aquí está y a la venta por el módico precio de 2,25 millones de libras) pero hay cosas que, creo yo, no se olvidan fácilmente. Así que entiendo que en esta novela y en estos tiempos reivindique las ayudas públicas, la educación, la sanidad, etc. Y que conste que pese a que yo lo destaco aquí no es una novela panfleto ni mucho menos, sino que es un tema muy bien integrado en la historia.

Ahora bien, tengo la sensación de que lo que no dice es que también sentía la necesidad de demostrar al mundo que ella también sabe escribir para adultos y para ello no vio otra opción que incluir todo tipo de problemas sociales en la novela, como si tuviera al lado una lista de "temas chungos" que fuera tachando a medida que los iba incluyendo a veces un tanto aleatoriamente: drogas, abusos, problemas familiares, infidelidades, obesidad, abandono infantil, adolescencia problemática, ayudas estatales, inmigración, clases, problemas económicos, acentos chungos y muchos tacos y situaciones extremas. Como el chiste aquel del niño que presume de montar en bici sin manos y sin pies y termina por caerse, pues igual: ¡mirad, sé decir tacos y escribir novelas en las que no hay unicornios! Pero lo que parece habérsele olvidado es que en Harry Potter trató muchos de esos temas (obviamente no todos) de forma mucho más sutil pero no por ello menos reivindicativa (por llamarlo de alguna forma). Harry, quién no lo recuerda, era un huérfano infeliz al que sus tíos obligaban a dormir en un armario debajo de la escalera. Ya nos dimos cuenta de que pese a ser novelas infantiles y de magia, ella era consciente de que no todo eran unicornios y butterbeer junto a la chimenea.

Al final la influencia decimonónica cuajó del todo y acabé enganchada hasta altas horas de la madrugada (como en los mejores tiempos de Harry Potter) hasta que lo terminé. Pero aun así reconozco que no me ha entusiasmado. No es malísimo pero me queda la duda de cómo funcionaría y qué diría la gente si lo firmase K.L. Smith. Y ojo que eso es aplicable tanto para lo bueno como para lo malo, no algo necesariamente malo.

lunes, 15 de octubre de 2012

Adquisiciones recientes y álbumes completos

Con la excusa del lanzamiento del nuevo disco de Richie Sambora (que en honor a la verdad no es gran cosa), me lancé a Play.com a comprar algún que otro libro de segunda mano, cosa que siempre tiene el aliciente de que, pese a no ser un catálogo tan enorme como el de Abebooks, es sin gastos de envío. Y además descubrí que el nuevo libro de J.K. Rowling estaba unos centimillos más baratos que en el Book Depository, así que a la cesta que fue también.

Lo habré comentado una y mil veces pero hay pocas cosas que me gusten tanto que eso de que los libros que has pedido de golpe vayan llegando como con cuentagotas (que no equivale a que tarden una eternidad en llegar: eso es desesperante). La ilusión de mirar el buzón, de pensar si llegará algo, de hacer cuentas imposibles sobre si esto llegó ayer, cuánto tardará esto otro, no puede tardar mucho ya, etc. Lo malo es que a nuestra magnífica cartera la han cambiado de ruta. A veces me la cruzo por la calle y la saludo y envidio a todos los que viven en su nueva ruta. Mi nuevo cartero no es de los malos tampoco, es sólo que no nos conocemos, y de hecho un día me reconoció y me paró por la calle para darme un libro para el que, de no habernos visto, me habría dejado aviso de recogida. Así que no debería quejarme pero me quejo.

Con lo fácil, lo cómodo y lo asequible que es comprar por internet, por no mencionar también que últimamente voy a tiro hecho sin tiempo de explorar demasiado, hacía siglos que no compraba un libro físicamente. Hace unos días quedé con LittleEmily para dar una vuelta por la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión y qué chasco nos llevamos. Ella al menos hizo una buena compra, pero en general nos pareció que era de tamaño reducido y con poca oferta. Para resarcirnos y para que LittleEmily se hiciera con Call the Midwife en español, traducido como ¡Llama a la comadrona! (atención a la impagable anécdota de la compra), nos acercamos a la Casa del Libro donde un rinconcito dedicado a Esther Tusquets me resultó irresistible.



De Esther Tusquets me traje a casa la continuación de Habíamos ganado la guerra, Confesiones de una vieja dama indigna, y otro libro suyo que me llamaba la atención desde hace tiempo: Confesiones de una editora poco mentirosa. Tengo curiosidad por saber qué dice de Carmen Martín Gaite, pero aún no he indagado.

Iba a escribir que Angelica Garnett (hija de Vanessa Bell, sobrina de Virginia Woolf, niña del grupo de Bloomsbury) había muerto hace poco pero menos mal que no me he fiado de mi percepción del tiempo, porque resulta que murió en mayo, o sea, no hace muchísimo pero tampoco tan poco. El caso es que desde antes de su muerte ya me interesaba su autobiografía, Deceived with Kindness, pero su muerte - por triste que suene decirlo así - le hizo escalar posiciones en la wishlist. En Play.com lo encontré de segunda mano por 6 euros y no me lo pensé más.

Una de las búsquedas habituales en librerías de segunda mano siempre es Helene Hanff. Su 84 Charing Cross Road está por supuesto por todas partes, pero el resto son más difíciles de encontrar (que no imposibles, podría comprarlos por internet de una sentada, pero perdería cierta gracia y, sobre todo, sentaría un precedente muy peligroso). Vi Underfoot in Show Business por - de nuevo - 6 euros y no me lo pensé más tampoco.

No sé si llegué a contar aquí lo que me pasó hace tiempo en Play.com con A House of Air, la recopilación de ensayos y demás de Penelope Fitzgerald. Es un libro dificilillo de encontrar, sobre todo a un precio aceptable siendo de segunda mano, pero una vez lo encontré allí por, creo recordar, unos 10 euros. Me lancé a comprarlo y me dio error varias veces hasta que comprobé que había desaparecido. Imagino que alguien al acecho se me adelantó. Me dio mucha rabia y me dejó la espinita clavada. Esta vez me di mucha prisa después de verlo por 15 euros.

Y por último uno de los grandes lanzamientos de la temporada, quizá el más esperado: la novela para adultos de J.K. Rowling. Estuve esperándola como agua de mayo, tardaba, así que me puse a leer The Marriage Plot de Jeffrey Eugenides. Un día y veinte páginas después The Casual Vacancy llamaba al buzón (con ayuda del cartero) y me ponía en un dilema lector de los grandes. Finalmente me pudieron las ansias y dejé aparcado a Jeffrey Eugenides. Como castigo resulta que, de momento al menos, The Casual Vacancy me está aburriendo bastante, pero no quiero adelantar acontecimientos.

El caso es que, volviendo a Penelope Fitzgerald, A House of Air completó el álbum de cromos de esta autora. Eso sí, en estos tiempos modernos no lo parece puesto que uno de sus libros, Offshore, no sale en la foto porque lo tengo en formato digital. Yo soy defensora total de los Rufinitos del mundo pero debo confesar que tarde o temprano, cuando un ejemplar barato pase por mis manos, Offshore ocupará su hueco en la estantería también. En mi orden cronológico de lectura la próxima suya que lea será At Freddie's.


Y ya que estoy hablando de álbumes de cromos completados, comento por fin los otros dos que mencioné - creo - hace tiempo. Los relatos cortos de Elizabeth Taylor - la novelista - completaron su bibliografía. Teniendo en cuenta que con algunas excepciones intermedias (Mrs Palfrey at the Claremont, Angel) mi orden cronológico aún va por Palladian (que Ático de los Libros publica como La señorita Dashwood) me queda mucha escalada para completar el álbum lector. Pero esto, por paradójico que resulte esto me agobia menos que conseguir los libros en sí. Quiero tenerlos todos pero luego me da muchísima pena que se me acabe el material nuevo de un autor que me gusta. Sé que existen las relecturas, pero mientras me quedan libros nuevos por leer es como si el autor siguiera con vida.

El caso es que es un buen homenaje para celebrar su centenario esto de tener todos sus libros.



Y por último, el álbum completo de Barbara Pym. En los tres casos, pero quizá en este es en el que más me gusta, me doy cuenta de que nunca podría tener una estantería de esas llenas de libros comprados por metros e iguales. Me gusta el contraste de colores, de tamaños, de años de publicación y reedición, que unos estén nuevecitos recién salidos de la imprenta y otros tengan una historia añadida a la original.



En resumen: que pocas cosas más emocionantes e incluso emotivas que completar la bibliografía de un autor predilecto. Dan ganas de quedarse delante de la estantería, orgulloso de una obra cuyo mérito, en realidad, es todo del autor y apenas tuyo.

lunes, 1 de octubre de 2012

Resumen repostero

La buena noticia es que - a ver cuánto dura - hemos retomado la repostería, sin la regularidad de todos los sábados (o necesariamente los sábados), sustituyendo casi siempre a Manuel, que mientras se dedica a otros menesteres, con Héctor, que - no lo puedo negar - colabora mucho menos, no es el instrumento de precisión que es Manuel a la hora de medir y pesar, distrae, a veces se enfurruña un poco y tiene cierta tendencia a afferarse a mis pantalones/piernas y dejarme clavada en el sitio.

La mala noticia es que, por sorprendente que pueda parecer, la repostería va mucho más rápido que mi capacidad de escribir sobre ella en el blog. Con la regularidad de los sábados reposteros parecer que se fue toda la regularidad que la seguía al traste. Pero qué le vamos a hacer.

Una regularidad que no falla es la Last Night of the Proms (allá por principios de septiembre), con el tradicional acompañamientos británico, tanto en música como en comida. Este año prescindimos de los sándwiches de pepino y mantequilla (ooooh) y de nuevo, pese a que para mí septiembre es el mes de las mroas por excelencia, no encontré moras en la frutería y me tuve que "conformar" con unos deliciosos arándanos azules. Ojalá todos los sacrificios fueran así.

Lo pasamos en grande y Héctor, a la mañana siguiente, probó su primer scone (sin clotted cream). Ni bien ni mal, ni frío ni caliente. Hay que seguir trabajando esa anglofilia.




No hay duda de que la necesidad de hacer repostería viene dada principalmente por nuestros estómagos que rugen, pero también por mantener esta "sección" del blog, porque es un entretenimiento que me gusta mucho y, un añadido de ahora, porque la madre de uno de los coleguitas de Héctor y yo hacemos un contrabando de productos reposteros que haría las delicias de cualquiera. Un buen día ella me trae pan de chocolate o palitos de brioche y otro día soy yo la que le acerca estas deliciosas madalenas de canela y limón de Xavier Barriga.

Y aparte de deliciosas geniales de hacer. Me pareció, esta vez sí, no como la primera vez que hicimos una receta de este hombre, fascinante eso de poder dejar la masa reposando en el frigorífico toda la noche. Fascinante porque - oh, cómo no lo habíamos descubierto antes - eso significa que puedes tener madalenas recién hechas para desayunar sin necesidad de andar midiendo y pesando y mezclando aún con una parte de las neuronas dormidas. Las neuronas madrugadoras - pocas en mi caso - dan de sobra para repartir la masa en los moldes y meter al horno.

Eso sí, me hizo gracia que un hombre que da la cantidad de huevo según el peso y no las unidades, no precise más a la hora de decir cuánta canela y cuánta ralladura de limón poner. Pero bueno, a ojo, y con miedo a pasarme con la canela, el resultado fue bueno y seis personas se chuparon, literal o figuradamente, según de quién se hable, los dedos. A Héctor le gustaron, pero a él lo que de verdad le gusta de las madalenas son los moldes.




Y por último, cuando el otro día le comenté a Manuel que iba a hacer algo de repostería fácil pero no sabía qué, me recordó que teníamos un estupendo preparado para hacer cupcakes de red velvet. ¿Fácil y red velvet en la misma frase? Hecho. Y así de fácil que fue realmente.

Venía hasta con ayuda para la cubierta de Philadelphia, que desde luego quedó riquísima.

Como bien dijo Manuel cuando esa misma noche hincamos el diente a la primera, las cupcakes de red velvet nos trasladan automáticamente a Nueva York (que últimamente echamos mucho de menos, sobre todo desde que la única lectora nos dijo que se va a pasar allí unos días en plena Navidad, ¿quien podría no envidiar eso?). Mejores, mucho mejores, que las madalenas de Proust.




Y esas son nuestras andanzas recientes en el maravilloso mundo de la repostería.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Miss Buncle Married, de DE Stevenson

Entrada escrita hace unas semanas.

No lo pude resitir. Tanta gente deleitándose con Miss Buncle's Book, El libro de la señorita Buncle, de DE Stevenson, editado ahora por Alba, y yo con la segunda parte, Miss Buncle Married, esperando en la estantería era como una especie de tortura cultural insostenible. Así que a la mínima oportunidad me lancé a sacarlo de la estantería. Cuando lo tuve en la mano recuerdo haber pensado que lo recordaba más finito... cosa que dio igual porque, en un ritmo de lectura poco visto en muchos meses, me lo terminé en creo que tres o cuatro días. Lo cual quizá le hubiera hecho mucha gracia a mi antiguo yo, pero este yo actual se dio palmaditas en la espalda por tan frenético y aprovechado ritmo de lectura. Está claro que la percepción lo es todo.

Está el dicho aquel que afirma que "segundas partes nunca fueron buenas". No sé a quién se le ocurrió la frasecita, pero hace ella sola más daño que todas las segundas partes del mundo. Es un obstáculo más que sobrepasar para cualquier segunda parte, como si no tuvieran suficiente con competir - injustamente - con la primera. Así que en la gran mayoría de los casos en que la segunda parte en cuestión no es mala, la frase de quien habla de ella comienza, casi obligatoriamente, con un "hombre, no es como el primero pero".

Entonces, ¿me ha gustado Miss Buncle Married? Hombre, no es como el primero pero...

... es que el factor sorpresa de Miss Buncle's Book ya no está ahí. La estupenda Barbara Buncle, ahora con otro apellido, ya es una vieja conocida a la que saludamos de nuevo con ilusión. Ahora es una mujer casada que vive en Hamsptead Heath y con una agenda social apretadísima. O así es como la encontramos al principio de la novela.

No quiero desvelar nada más porque creo que la segunda parte también se editará en español y quiero que quien se decida a leerla llegue a ella con tantas ganas y tanta curiosidad como llegué yo a ella. Yo y tantos otros lectores, más los que se unen ahora al haber descubierto esta joya, puesto que - generosa que era DE Stevenson - el libro está dedicado a todos aquellos que leyeron Miss Buncle's Book y quisieron más.

Es una segunda parte pero es buena, en serio. Si acaso algo menos frenética que la primera parte, pero quizá eso sea también cosa de ya conocer a los protagonistas, si bien algunas nuevas "caras" son de lo más refrescantes y bienvenidas. Y lo mismo de los ambientes creados y las conversaciones mantenidas, entre los personajes y con el lector, porque este es de esos libros en que cuando toman el té perfecto de Barbara sientes que estás casi dentro, estírate un poco más y podrás coger una inmaculada tacita de ese delicioso té y acompañarla con uno de esos crumpets que gotean mantequilla, si es que la señora de la casa deja alguno en el plato (que seguro que sí, pues es una excelente anfitriona). Poco más se le puede pedir a un libro.

No sé qué dice la sabiduría popular acerca de las terceras partes pero yo sé que tengo muchas ganas de leer la tercera y última parte de la señorita Buncle: The Two Mrs Abbots. ¿Se animarán en Persephone o tendré que recurrir a una copia de segunda mano cuando dentro de unos meses - no lo dudo -  me entre el mono?

jueves, 20 de septiembre de 2012

The Greatcoat, de Helen Dunmore

Entrada escrita en algún momento del mes de agosto.

Parece que el año que viene volverán mis escritores habituales, casi en masa, como ocurrió en 2010. Pese a que la lista de libros pendientes de leer ya supera cualquier adjetivo posible, yo sigo con la vista en los nuevos lanzamientos y en las novedades que me interesan. La wishlist sigue creciendo, los libros siguen llegando a esta casa, sin fecha de lectura, pero por suerte creo que no les importa. Y mientras están en buena compañía.

Helen Dunmore se ha adelantado. Y no sólo ha sacado un libro de poesías que voy leyendo a ratos, The Malarkey, sino que ha publicado un pequeño relato a cargo de la nueva editorial de Hammer, en la misma línea que la productora cinematográfica.

Helen Dunmore, como tantos de esos nombres que se dejarán caer por aquí el año que viene, al menos para anunciar su llegada, es de esas escritoras que, automáticamente, vienen a casa, antes o, como muy tarde, en la fecha de lanzamiento del libro en cuestión.

Tenía muchas ganas de leer The Greatcoat: era Helen Dunmore, tenía toques de la Segunda Guerra Mundial, era corto y era nuevo. Y, lo reconozco, me llevé un pequeño chasco. Ya de entrada me di cuenta de que su prosa no era su prosa habitual. En vez de ser esa prosa poética a la que me tiene acostumbrada y que tanto me embelesa, que tanto dice, era una prosa al uso, práctica y contenida. Nada malo, pero no el estilo que asocio a Helen Dunmore. Y la historia, supuestamente atmosférica, de intriga, tensión y un poco de ese miedo que no es de gritar pero sí de estar con los pelos de punta, pues tampoco estuvo a la altura. No es que sea mi género preferido, pero de ser buena creo que me habría dado cuenta igual. La historia es irregular, tan pronto quiere volverse normal como mantener el suspense y la tensión y al final te da igual todo, sobre todo la protagonista, que es muy pesadita.

En fin, entenderé que esto es una pequeña excursión/incursión de Helen Dunmore en los mundos de Hammer, pero cruzo los dedos para que el río vuelva a su cauce en futuros libros. De momento The Malarkey me consuela y me hace mantener la fe.

Más Helen Dunmore en este blog:

- The Betrayal
- Glad of These Times
- Talking to the Dead

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Adaptaciones Brontë 2011

Seguimos con las entradas a medio hervor. Ni idea de cuándo escribí esta, que sí que recuerdo que escribí a trozos. Entrada-puzzle.

Nunca es tarde si la dicha es buena, aunque a eso le añado yo, que, aunque la dicha sea buenísima, si la memoria falla un poco, sí que resulta que es tarde, sí. Todo para decir que desde hace MESES tengo pendiente hablar de las dos adaptaciones Brontë del año pasado y hasta ahora he sido incapaz de hacerlo. Y mi memoria, que nunca se ha caracterizado por ser buena para estas cosas, ahora es peor. Pero se hará lo que se pueda.

Jane Eyre, de Cary Fukunaga, Manuel la vio en Sitges en pantalla gigante y yo me tuve que conformar con verla en el salón de casa. Hago la distinción porque creo que, por la fotografía, el sonido, etc., imagino que es una de esas películas que en cine ganan mucho. Yo tenía muchísimas ganas de verla: el fondo de mi escritorio del ordenador da fe de ello con una foto de la película que aún no he cambiado. Y la vi y me gustó, pero fue de esas películas/adaptaciones que no sabes bien por qué piensas que carecen de algo. Esta claro que lo que fallaba no era la actriz, una estupenda Mia Wasikowska, que, quizá, para mi gusto, era de lágrima demasiado fácil, tampoco era la fotografía, magnífica, imponente, ni la música, de la que ya hablé, de Dario Marianelli. Ni, por supuesto, Judi Dench, que es perfecta y punto. Quizá era un poco Michael Fassbender que, sin hacerlo mal en absoluto, no me terminaba de convencer del todo como Rochester, hay escenas en las que le encontré un poco rígido/robótico (quizá por influencia de los X-men, quién sabe). Quizá era el guión, que sin ser una mala idea, sí que termina por fallar hacia el final: al principio los flashbacks quedan bien porque son cortos, pero el flashback central, por lo que sea (no voy a entrar en ello), no creo que funcione como flashback. Y lo que tengo claro es que el final no me gustó en absoluto.

No sé, sin disgustarme como otras, o quizá porque me esperaba mucho más, no terminó de dejarme el buen sabor de boca que debería. Me quedó un pequeño regusto amargo que no me esperaba.

Cumbres borrascosas, de Andrea Arnold, Manuel la vio en Londres en el puente de diciembre y yo la vi en el salón de casa (¿os suena de algo?). A diferencia de Jane Eyre, por lo que me había contado Manuel y lo mucho que yo había leído sobre ella, no tenía ni ganas de verla, estaba convencida de que no me iba a gustar. Y no, no porque Heathcliff sea negro por primera vez, que es algo meramente anecdótico y que me da un poco igual (pero lo cierto es que Emily Brontë nunca dice nada a favor ni en contra de esa afirmación, de modo que es aceptable), sino por el enfoque.

Así que cuál fue mi sorpresa cuando la pusimos y descubrí que me estaba gustando. La vimos en dos partes, que no siempre es lo idóneo, y sí que es cierto que la primera, la parte con los actores niños, me gustó infinitamente más que la segunda parte con los actores mayores. A los niños te los crees a pies juntillas y ayudado por el ambiente que acompaña la película, te metes de lleno en la historia. A los mayores, James Howson (un desconocido que fue a la audición y que ahora está en busca y captura por insultos racistas a su novia) y Kaya Scodelario (conocida por su papel en la serie Skins) no. Él no es creíble y punto y ella, para ser Cathy, es demasiado lánguida.

Con la excepción de algunas escenas sobrantes e innecesarias, y teniendo en cuenta que se narra la historia desde la perspectiva de Heathcliff (es decir, a medias. Como por ejemplo en la escena de Cathy y la almohada de plumas, que se ve de refilón por una ventana de Thrushcross Grange), es una gran adaptación que creo que hubiera gustado a Emily Brontë, al menos seguro que más que las muchas otras que hacen de esta historia tan potente una historia de amor relamida y "bonita". En esto me recordó un poco a Abismos de pasión de Luis buñuel, otra de las adaptaciones que me aprecen más fieles. Quizá por aquello de que a veces, si no siempre, lo de ser más fiel al espíritu que a la letra funciona.

En fin, que 2011 fue un buen año Brontë.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Can Any Mother Help Me?, de Jenna Bailey

Voy a dedicar este mes de septiembre, eterno mes de propósitos y novedades, a desempolvar entradas no publicadas que quedaron en borrador en ocasiones no sé muy bien por qué y en ocasiones porque les faltaba un hervor (hervor que a veces les he intentado dar al cabo de los meses o que ni me he molestado porque a veces es imposible: como el agua para un buen té, hay entradas que no se deben intentar hervir dos veces; lo suyo sería empezarlas de nuevo, pero creo que acabaríamos en las mismas). Son entradas de series/lecturas que pasaron ante nuestros ojos hace ya meses, publicadas ahora sin orden ni concierto.

Esta entrada la escribí en algún momento de la primavera. 

Cuando te dicen que un niño te cambia la vida no es difícil imaginar que te la cambie en muchos ámbitos como hábitos, tiempo libre, horarios, etc. Lo que no se puede imaginar hasta que no estás inmerso en ello es el alcance de dicho cambio, que a veces llega incluso a rozar la propia personalidad. Yo antes en cuanto podía me refugiaba en casa, preferiblemente en el sofá, salía lo justo y poco más. Andar por andar, salir por salir, la gente que usa expresiones como "se me cae la casa encima" cuando están un rato en casa, me parecían no sólo incomprensibles sino de locos. ¿Dónde mejor?

Pues bien, Héctor llegó a nuestras vidas y yo paso mucho tiempo paseando, fuera de casa, con preferencia por ir con alguna "misión" pero aceptándolo si sólo es cuestión de pasear por pasear. Héctor es feliz en la calle, se queda en éxtasis mirándolo todo sin perder detalle y se gana su fama de "niño tranquilo", ya que no siempre lo es.

Algo similar ocurrió con las relaciones sociales. Un niño, lo quieras o no, es un rompedor de hielo en las relaciones sociales. En la panadería antes esperabas tu turno sin más, ahora es raro el día que no entablas conversación con un desconocido. Antes yo miraba con cara de "están locas" a las madres que se ponían al corriente de sus niños en las consultas del médico, que se apuntaban a talleres y grupos y ahora... ahora y después de - reacción inesperada inicial - haberme apuntado a un grupo posparto tras el verano pasado, llevo casi un año quedando un día a la semana con un grupo de (menos de 10) madres cuyos niños nacieron entre junio y noviembre del año pasado. Y es curioso. Es curioso verte con tus ojos de yo antiguo y sorprenderte de tener ganas de ir a la reunión, de verte pasándolo bien en la reunión, comentando anécdotas, compartiendo - y a veces despejando - dudas y viendo a niños de edades similares crecer, cada uno a su ritmo, verles que ya desde pequeñitos sus personalidades son muy diferentes. Con unas entablas más amistad que con otras (al fin y al cabo tener un niño nacido más o menos en la misma época no es garantía de nada), pero en general es un rato agradable y relajado y de risas. Es curioso salir por donde antes ibas de incógnito y ahora, en general, no volver a casa del paseo sin haberte encontrado con alguien ya conocido. Es curioso ir a salir pero asegurarte por whatsapp de si alguien más va a salir y así que el paseo se haga más ameno. Es curioso porque es como volverte un poco otra persona, una persona a la que antes, además, no entendías en lo más mínimo.

Y por todo eso y por el hecho de que además era la segunda vez que lo tenía en las manos a dos libras la última vez que estuvimos en Londres el pasado puente de diciembre no pude dejar pasar Can Any Mother Help Me? de Jenna Bailey, que cuenta la creación y desarrollo del CCC (Co-operative Correspondence Club), un grupo de mujeres que, a raíz del grito de ayuda del título, publicado en una revista de temas infantiles, en que una madre hablaba de su soledad criando a sus hijos, preguntaba qué podía hacer para que los días se le hicieran más llevaderos. Las mujeres que le respondieron decidieron formar el CCC, una especie de revista casera a la que los miembros del grupo (cerrado, no abierto a cualquiera) enviaban cartas en papel de determinado formato que iban uniendo y donde las otras madres hacían comentarios. Es decir, que los foros y los blogs son un formato más de algo que ya se había inventado. Por lo visto no es el único de su especie, pero sí que es el único al que se ha tenido acceso.

Un grupo así es una fuente de sabiduría, sobre todo en lo que se refiere a cómo era la vida en esos años: el grupo estuvo en marcha desde los años treinta hasta los noventa. Si siempre se dice que el siglo XX es un siglo apasionante históricamente hablando, un grupo de mujeres que cuenta sus vivencias en el Reino Unido durante seis décadas de ese siglo es impresionante. Y, de nuevo, leyéndolo, reflexioné sobre aquello que le gustan tanto decir a la gente de que todo tiempo pasado fue mejor y de nuevo concluí que no, que no lo es en absoluto, que ya me gustaría ver a quienes lo dicen en situaciones cotidianas y extraordinarias similares a las que narran estas mujeres.

Si le pongo alguna pega al libro es al hecho de que la selección no siempre me parece completa. No quiero decir que hubiera podido prescindir de trozos del libro ni mucho menos, pero sí que estoy segura de que hay infinidad de cosas que se han quedado fuera y que tienen que ser igual de interesantes o más que las incluidas.

Aun así conocer el día a día de otras personas de otros tiempos siempre me parece la mejor lectura.

lunes, 27 de agosto de 2012

Adiós, Edimburgo



No recuerdo qué ni dónde comimos tras salir del castillo, el caso es que lo que nosotros queríamos era hacer tiempo y, de paso, seguir llenando el estómago con un té completo de despedida.

Fuimos despidiéndonos de la ciudad, cruzando el puente hacia Princes Street. Al otro lado del puente estaba el impresionante Balmoral Hotel, en el que ni siquiera curioseamos si había posibilidad de tomar el té, auqnue no lo hubiéramos hecho, y que también tiene cierta conexión con Harry Potter debido a que J.K. Rowling acabó de escribir el último libro en una de sus habitaciones (la 552) y dejó constancia de ello en uno de los bustos que la decoran.


Decía Robert Louis Stevenson que "there are no stars so lovely as Edinburgh street-lamps" (no existen estrellas tan bonitas como las farolas de Edimburgo) y yo, que siempre acabo fijándome y fotografiando farolas de las ciudades que visitamos, no pude contenerme tampoco en esta ocasión.

En Princes Street pasamos por delante de tiendas en las que habíamos curioseado días atrás: Whittard, tienda de té en la que, por fin, tras tantas visitas al Reino Unido, pude comprar algo de té (el único té que compré, su propia mezcla, pese a la apabullante variedad de tés tentadores), y eso que la tradición "manda" que para cuando un Whittard se cruza en nuestro camino yo ya he pasado con creces el nivel permisible de té adquirido. Jenners (aunque ahora técnicamente ya no sea Jenners más que en el nombre histórico de la fachada), por supuesto, con su precioso hall que lo distingue de otros grandes almacenes, pese a oler igual que los demás.



En su "food hall" nos habíamos provisto días antes de lemon curd (a falta de clotted cream, más propia del sur de la isla), dos latas de Coca Cola de vainilla (aún intacta una de ellas en nuestro frigorífico), una de delicioso cream soda (marca A&W: que alguien lo importe ya) que nos bebimos hace unos días, saboreándolo muy bien y algo que yo no había visto, que Manuel vio mientras yo pagaba lo anterior y que, cuando me acerqué a él, me pidió que tomara lo que me iba a decir con calma: ¡jelly belly jelly beans de vainilla! Hice un buen acopio de ellos y de momento los raciono muchísimo, en parte porque el calorazo quita las ganas incluso de comer esas pequeñas bolitas de sabor celestial.

Dudamos si tomar la merienda de despedida en Patisserie Valerie, descubierta gracias a su tentador escaparate, siempre con gente arremolinada alrededor al borde del babeo, donde hicimos una estupenda parada para tomar el mejor batido de chocolate del mundo (¡¿y por qué no pedí yo uno de vainilla?! Manuel lo pidió y resultó ser como beber una tableta de chocolate, nada parecido esos batidos que saben a Cola Cao o Cacaolat), Manuel un éclair de chocolate y nata y yo una tartaletita de fresa y crema que no sólo me deleitó a mí sino que hizo que Héctor se pusiera por las nubes (y que luego dio pie a la mítica y larguísima siesta dominical; con crema así se duerme en la gloria, no me extraña). Conocíamos sus escaparates por las cafeterías que tienen en Londres, pero siempre nos habíamos resistido. A partir de ahora creo que será imposible. El caso es que con mucha pena renunciamos a ello proque queríamos un té y allí todo es más continental, que dicen ellos. Así que terminamos en Marks & Spencer, nada muy elegante ni lujoso, pero sí bien rico, que era lo importante.

Se nos acababa Edimburgo. No veríamos el Fringe, el festival mítico que tiene lugar allí en agosto y con el que, por alguna razón que una vez allí no fuimos capaces de recordar/entender, no habíamos querido coincidir a la hora de reservar allí las vacaciones. Después de haber visitado la tienda, haber visto algunos de los preparativos y el ambientillo pre-festivalero nos arrepentimos un poco (la excusa perfecta para volver, claro).




Dejábamos atrás la ciudad de los adoquines mortales, del misterioso olor a palomitas que no lo son, de las vistas de altura, de los edificios impresionante, de los parques, de las gaviotas enormes, de los semáforos sin duda para escoceses (duran media milésima de segundo... si llega), y eso que son los londinenses los que caminan más rápido que la media, de los libros, de la inspiración literaria, de las puestas de sol que se congelan en un punto del horizonte, de la gente amable, de los cuadros escoceses (cómo no), de la gente que viste según su estado mental y no el tiempo atmosférico, del acento escocés, a veces muy duro, a veces muy suave y mucho mejor conductor de la conversación. La ciudad de los fuertes chubascos que no cayeron. Edimburgo.



Adiós, Edimburgo. Hasta la próxima.

miércoles, 22 de agosto de 2012

El castillo

Quizá una de las cosas más llamativas de Edimburgo, aparte de su arquitectura aparentemente atemporal, sus adoquines, el olor a palomitas que no lo son y sus parques, sea, por supuesto, su castillo. Llama la atención sólo por el mero hecho de estar ahí en lo alto, visible casi constantemente desde todos los rincones de la ciudad, apareciendo en los ángulos más inesperados. Una Torre Eiffel de mucho más aplomo y peso histórico.



Nuestro último día en Edimburgo cogíamos el avión a las once y pico de la noche. Eso es un día de turismo pesado en cualquier caso, más aun si vas arrastrando a un pobre niño de un año que, sin embargo y aunque las noches fuera de casa no son del todo lo suyo, es buenísimo y perfectamente adaptable. Optamos por dejar el castillo para este día, y así no tener que vagabundear tanto por las calles y demás.

El última día en Edimburgo había un precioso cielo azul y un hacía un calor inesperado para lo que habían dicho las predicciones. Mientras hacíamos cola para comprar la entrada, Manuel tuvo flashbacks incómodos de otra cola similar bajo el sol (aunque más larga y con más sol): la de Versalles. Me dijo que esperaba que este castillo no fuera el espanto que fue aquella experiencia versallesca y dantesca. Reconozco que por unos momentos tuve mucho miedo. ¿Y si habíamos metido la pata? ¿Y si, efectivamente, este era otro Versalles? ¿Y si pagábamos las 16 libras que cuesta la entrada para nada, para acabar tan asqueados como en aquella ocasión? Sí, lo reconozco, incluso una anglófila como yo tiene a veces sus momentos de duda. Menos mal que la anglofilia siempre es más grande que todo ello, siempre resulta triunfal.

Esperando en la cola nos tocó el disparo de cañón de la una. La verdad, estando tan cerca, esperábamos más. No nos dimos susto ni nada, pero fue curioso.



Con la entrada en la mano y pasada la tienda de regalos a la que volveríamos a la salida (para no comprar nada, quién nos ha visto y quién nos ve), nos topamos con estas preciosas vistas de la ciudad, con el parque y Princes Street en primer término y en general el precioso skyline de Edimburgo:




Qué suerte tuvimos con ese día soleado y claro.

Llegando al castillo, y una vez dentro más, no nos extrañaba que J.K. Rowling hubiera creado Hogwarts desde su mesa de The Elephant House con vistas al castillo. El castillo de Edimburgo es como un Hogwarts real que no termina de coincidir a pies juntillas con el de Harry Potter pero que sin embargo se parece lo suficiente como para hacer que no puedas dejar de tararear la melodía de la banda sonora mientras estás dentro y/o entras en determinados sitios (¿o es sólo cosa nuestra?). Los escudos, los lemas en latín, los animales mitológicos en las piedras, el gran salón (sin el cielo en el techo, eso sí), el patio, la altura y la inmensidad y la aparente eternidad de las piedras son casi imaginarios al tiempo que muy, muy reales. Aunque a veces pasaban cosas casi imaginarias también:



Esa encantadora placita (o no tanto: aquel día al sol te cocías y a la sombra te quedabas frio), Crown Square, daba acceso a varios sitios, como el gran salón, restaurado en el siglo XIX, y el recinto de las joyas de la corona escocesa, con la habitación en la que nació Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia en el siglo XVI y alguna que otra habitación. A mí, como en el Writers' Museum, me daba pereza eso de turnarnos para entrar a los sitios, aunque Hécttor se acababa de despertar, pero Manuel me convenció utilizando la anglofilia como arma para que entrara a ver las joyas de la corona y, sin querer, acabé en la habitación natal de Jacobo I y... oooooh... salí fascinada, absurdamente feliz de la vida, diciendo que esas dos habitaciones, moderadamente sencillas y restauradas, seguramente distintas de cómo fueron en su día, valían más que todo Versalles y eran infinitamente más reales, menos de cartón piedra (insisto: puede que lo sean, hablo sólo de la impresión y mi reacción)



No nos quedamos a tomar el té en los salones aunque estuvimos muy tentados pese al precio. En su lugar nosotros decidimos comer cualquier cosa al salir del recinto y Héctor comió en un banco en mitad de la empinada cuesta que da acceso a esa plaza, para deleite de los turistas japoneses, que por alguna extraña razón encontraban eso de ver a un niño comiendo al aire libre de lo más cómico. O quizá es que Héctor se pringa mucho y resulta muy "gracioso" verlo desde cierta distancia, lejos de la zona de peligro.

Un rato más paseando/trotando por aquellos adoquines rebosantes de historia, un vistazo a la tienda abarrotada y se acabó la visita que, pese a los miedos iniciales, había merecido mucho la pena.

domingo, 19 de agosto de 2012

"Mine own romantic town": Edimburgo y sus escritores


Las tres primeras fotos de la crónica de Edimburgo están situadas, junto con otras, delante del Writers' Museum, el museo de los escritores por antonomasia de la ciudad: Robert Burns, Walter Scott y Robert Lous Stevenson y era el museo que nos habíamos encontrado cerrado el domingo.

El lunes estaba abierto, así que allá que fuimos. Héctor se durmió por el camino y, como el museo no está precisamente hecho para cochecitos y no era plan de despertar al niño para colocarlo en la mochila, que nadie me mire mal si dejé que Manuel entrara solo a dar una vuelta por el museo pero, cuando salió, me dio pereza entrar a mí sola y ni sus palabras acerca de la pasión de Charlotte por la obra de Walter Scott sirvieron para azuzarme a entrar.



Y el caso es que mientras Manuel estaba dentro yo me había sentado en un banco con un té calentito al lado y había estado de maravilla, no sólo examinando la placita minuciosamente, sino enterándome de todo tipo de curiosidades contadas por los guías turísticos que se me paraban cerca: la historia de la plaza, llamada Lady Stair's Close (precisamente la casa de Lady Stair es la que ahora es el museo), Robert Burns y su noche, los secretos de los haggis (no, no los probamos) y la existencia de una bebida llamada Irn-Bru, entre otras cosas. A veces es verdad eso de que te puedes sentar en un banco y ver la vida pasar a tu alrededor.



De camino allí habíamos subsanado otro despiste: después de días queriendo mirar el nombre y ubicación de la famosa cafetería donde J.K. Rowling escribió las primeras entregas de Harry Potter me había olvidado y no había sido hasta el domingo por la noche en el hotel cuando me había acordado y Manuel lo había mirado: resultó que el domingo habíamos pasado por delante. El domingo, con eso de las horas intempestivas y/o el sueño acarreado en consecuencia, habíamos pasado por tantas cosas sin enterarnos que realmente daba miedo. Pero bueno, como nos pillaba de camino al museo no hubo problema. Allí, a pocos metros de Greyfriars Bobby (la mañana del lunes rodeado de obras para horror de un grupo de turistas japoneses) estaba The Elephant House:





No nos habíamos quedado allí, pero sí que era el sitio donde me había comprado el té que me acompañaría después en el banco de Lady Stair's Close. Me gustó el sitio, no sólo porque había servido de "escritorio" para J.K. Rowling sino porque otros escritores de la ciudad, como Ian Rankin, también han acudido allí a escribir. Y me gustó sobre todo porque, sin dar la espalda a la fama, no ha dejado que la fama lo supere y lo haga un sitio de culto a Harry Potter. No conocí el sitio antes de ser famoso, pero sé que ahora - salvo por el cartel de fuera y el hecho de que vendan postales de J.K. Rowling dentro - pasa lo suficientemente desapercibido como para parecer un café más de los muchos que hay (como damos fe nosotros, que lo pasamos de largo el domingo).

J.K. Rowling ha dicho muchas veces que no iba a escribir allí (también frecuentaba otro de Nicolson Street, la calle por la que tanto pasamos también el día anterior... sin saberlo) porque no tenía calefacción en casa como dicen las malas lenguas (en efecto ella se pregunta cómo iba a ocurrírsele meterse a vivir en un piso de Edimburgo sin calefacción) sino porque el paseo hacía que la niña se quedara dormida en el cochecito y ella, en cuanto se dormía, se metía a escribir allí. Quien cuestione la simplicidad de sus motivos es porque, simple y llanamente, no ha tenido un niño. Yo este invierno lo adapté a la lectura sin necesidad de inspirarme en ella: salía a pasear con Héctor y en cuanto se dormía o me buscaba un banco al sol o, si el día estaba gélido (que hubo pocos días de esos este invierno pasado) me metía en una cafetería o me volvía a casa (como hago ahora con el calorazo) a leer. Es así de sencillo.

Lo maravilloso de Edimburgo - o una de las cosas maravillosas de Edimburgo - es que es una ciudad muy literaria. No sólo cuenta con el trío de escritores al que está dedicado el museo. Charlotte Brontë hizo una visita muy misteriosa a la ciudad (acompañada de su editor, George Smith, para recoger al hermano de este en el internado; una visita muy polémica para la etiqueta de la época por haber ido solos), le encantó y más tarde se referiría a Edimburgo como "mine own romantic town" (traducción un poco libre: "mi querida ciudad romántica"), no le faltaba razón.

Charlotte Brontë, aparte de al duque de Wellington, idolatraba a Sir Walter Scott. A mí, como le comenté a Manuel, Scott no me dice nada, pero reconozco que su monumento, visible desde tantos puntos de la ciudad y tan, tan bonito, casi le hace a uno sentir el entusiasmo de Charlotte Brontë. Casi, que como ya dije una vez no todos somos Charlotte Brontë.




Edimburgo - aunque hacia las afueras - es, por supuesto, la ciudad natal de Muriel Spark y un buen trasfondo de su novela The Prime of Miss Jean Brodie (La plenitud de la señorita Brodie).

Y mientras paseábamos por allí me acordé de que Kate Atkinson ahora vivía por esos lares y que Edimburgo también es un paisaje importante en sus novelas de Jackson Brodie (también en las adaptaciones televisivas). Y aunque Kate Atkinson no parece el tipo de persona que se lanza a ir de compras por Princes Street, ¿quién puede asegurarnos que no nos cruzamos con ella en algún recoveco de la ciudad? Pero encuentros imaginarios aparte, no estará mal conformarnos con su nueva novela, Life after Life, la primavera que viene. Parece que vuelve a sus orígenes y, pese al enorme atasco lector que llevo a cuestas, no miento si digo que apenas puedo esperar para leerla.

Y es que Edimburgo parece la ciudad perfecta tanto para escribir como para describir. Mágica por su arquitectura y sus calles y sus parques y, por supuesto su castillo, y porque vas por la calle y el aire de olor a palomitas que no lo son casi te inspira. Igual que en Nueva York ves pasar películas ante tus ojos, existan o no, las hayas visto o no, en Edimburgo ves pasar libros ante tus ojos, aunque no los hayas leído nunca o no estén escritos siquiera.



(Victoria Street, una preciosa calle con mucho encanto, cercana a The Elephant House y con alguna que otra librería de viejo de típico olor mustio).

jueves, 16 de agosto de 2012

Familiarizándonos con Edimburgo (y perdiéndonos de nuevo)

Al día siguiente era domingo y, siguiendo con nuestro perpetuo gafe turístico-dominical, Héctor decidió no sólo despertarse a las seis y pico de la mañana (las siete y pico de aquí, pero incluso así una hora antes de su hora habitual) sino impacientarse en la habitación del hotel y hacernos salir a la calle a primerísima hora. ¿Resultado? Sí, calles de lo más apacibles, una luz preciosa... pero todo lo interesante por lo que íbamos pasando cerrado a cal y canto hasta las 12 de la mañana. Perdimos todo concepto horario, soy incapaz de decir a qué hora salimos del hotel, pero sí que sé que hasta las 12 nos dio tiempo a pasear muchísimo y a mirar el reloj infinidad de veces, normalmente delante de algún escaparate con la esperanza de que faltase poco para que abrieran. Vana esperanza, siempre parecían faltar horas.

De camino a Grassmarket, eso sí, pasamos por delante de las librerías de segunda mano que al día siguiente tanta suerte nos traerían, sin darnos siquiera cuenta de ello. En Grassmarket, desierta, salvo por un homeless durmiendo al pie de un banco (¿se habría caído y le había dado pereza volverse a subir o ni se habría enterado? Quizá era un resto del pasado en el que esta plaza acogía muchos albergues para homeless y el hombre todavía no ha dado con la nueva ubicación) paseamos a nuestras anchas, deleintándonos de lo bonita que es esta placita. Diría que tiene mucho encanto - lo tiene - si no fuera por el hecho de que durante casi cinco siglos (hasta principios del siglo XXI fue no sólo uno de los mercados de ganado de la ciudad, sino el lugar donde se realizaban las ejecuciones).



La plaza es famosa por sus pubs, uno de ellos llamado Black Bull, como el mítico pub de Haworth, el pueblecito de las Brontë.


Y otro, quizá el más famoso (en la primera foto se puede ver), se llama Maggie Dickson en "honor" a una de las "ejecutadas" más célebres. Maggie Dickson fue condenada a la horca en el siglo XVIII por matar a su bebé. En el traslado después de la ejecución, la tal Maggie resultó seguir vivita y coleando y, en parte por considerarlo un milagro y en parte por haber un vacío legal (a partir de entonces la ley dijo que el ejecutado en cuestión tenía que morir), la dejaron viva. Eso sí, tuvo que cargar con el apodo de Half-Hangit Maggie (Maggie la medio colgada, estos escoceses cómo son) el resto de su vida regalada, que quizá fue peor castigo que el original.

Junto a una "sombra" de la horca que me olvidé de fotografiar, está también este pequeño monumento a los covenanters que murieron defendiendo sus creencias y que sí que fotografié.



Seguimos nuestro camino hacia la Old Town, el centro histórico, con parada obligatoria en la estatuita de Greyfriars Bobby.




La historia básica todo el mundo la conoce todo el mundo: el dueño de un perro que se muere y el perro que se queda velando su tumba durante años. En concreto el dueño se llamaba John Gray, conocido como Old Jock, y el perrito custodió su tumba durante catorce años, hasta su propia muerte en 1872. Por desgracia, la ley impedía que lo enterraran junto a su querido dueño, así que lo enterraron lo más cerca posible. Ahora tiene una lápida a la entrada del cementerio de Greyfriars Kirkyard. Y como paradoja histórica, nada más entrar al cementerio hay un cartel que prohíbe la entrada a perros. Se podrían decir tantas cosas de eso.



Y su propia estatua (muy pequeñita, más de lo que se imagina uno viéndola en foto). (Tan pequeñita que de hecho Héctor, obsesionado en la actualidad con los "perritos", no le hizo ni caso).



Desde allí dimos un bonito paseo sin finalidad alguna, viendo tiendas cerradas, hasta que decidimos volver sobre nuestros pasos hacia la Royal Mile donde, por ser una calle muy turística, nunca falta la animación (incluso en las estatuas).



Por suerte las tiendas comenzaban a abrir. Las orientadas a los turistas, aunque muy cutres en algunos casos, tenían un toque curioso con toda la ropa de cuadros fuera. No compramos nada de recuerdo con cuadros. Yo estuve tentada en una tienda de llevarme algo de recuerdo sólo por eso, para que fuera de recuerdo, pero no supe con qué clan autoemparentarme para elegir mi "tartan" y Wallace - de William Wallace, el de Braveheart - me parecía muy tópico. Hay que asumirlo: si no se tienen antepasados escoceses, no se tienen, qué le vamos a hacer.



Resultó que un museo que queríamos ver muy cercano a los enormes aros olímpicos que nos hicieron pensar que Edimburgo sería subsede de algún deporte olímpico (pero que no, los colocaron allí cuando pasó la antorcha olímpica) estaba justamente cerrado en domingo. No nos supuso ningún problema, seguimos vagando por la ciudad, esta vez con rumbo a una zona de librerías de segunda mano recomendadas por Mia.





Y así fue como nos perdimos por segunda vez. En nuestra defensa, la zona estaba justo en la parte del mapa popout en que se pasaba del mapa del centro con más detalle al mapa general con menos detalle, así que nos encontramos en un vacío geográfico total y siendo domingo y zona de estudiantes universitarios, aquello era casi un desierto en el que no nos atrevimos a preguntar a la poca gente que nos cruzamos. Eso sí, hicimos un recorrido exhaustivo por la zona universitaria, que debe de tener un ambientillo muy chulo en pleno apogeo. La otra defensa es que, aparte de lo del mapa, debería estar prohibido por ley eso de que la misma calle de repente se llame de distinta forma. ¿Quién nos iba a decir que Nicolson street, que no hacíamos más que cruzar de un lado a otro era la que terminaba por llamarse Clerk Street, eh? ¿Quién?

Eso sí, el paseo le sirvió a Héctor para dormir la siesta pre-comida del siglo (más de dos horas) y a nosotros para, aparte de conocer la zona universitaria, ver unas espléndidas vistas de Arthur's Seat, una montaña llamada así, a la que pese a que Charlotte Brontë subió en su día con zapatitos decimonónicos nosotros ni nos planteamos ascender. Pero nos gustó ver a la gente como hormiguitas desde lo lejos.




Finalmente dimos con un par de librerías donde compramos algunos libros de Muriel Spark, nos hicimos con provisiones por la zona y, sin sentarnos en el suelo con manta y barbacoa como unos a los que vimos en ese plan, sí que nos sentamos en un banquito con vistas a verde sin fin y unos niños jugando al fútbol (uno con camiseta de España) a hacer nuestro picnic particular, con Héctor recién despierto, pasándoselo en grande viendo a los niños jugar y, de paso, viendo de vez en cuando algún que otro perrito pasar por delante. Después le dejamos disfrutar del columpio en la zona infantil del parque (llamado The Meadows, por cierto, una maravilla), que creo que deja en ridículo a algunos parques de atracciones. Héctor, adicto al columpio, se lo pasó en grande y no le hizo ni pizca de gracia salir. Menos mal que le pudimos compensar viendo palomas y dándole un poco del helado que me acababa de comprar en un puesto cercano. No está mal.