lunes, 18 de noviembre de 2013

Harriet, de Elizabeth Jenkins

Aunque la novela más conocida de Elizabeth Jenkins, The Tortoise and the Hare, en una preciosa edición de Virago, languidece en la estantería desde hace años, Harriet, re-editada por Persephone y hace pocas semanas en español por Alba en su colección Rara Avis, escaló posiciones a velocidad de vértigo desde que Manuel me la regaló por mi cumpleaños hace un par de meses.

Harriet vio la luz en 1934, cuando apenas habían pasado 50 años del caso original y verídico que cuenta. Lewis Oman (Louis Staunton en la realidad. Si alguien quiere ver su foto aquí la tiene, pero ojo que hay spoilers, en inglés, eso sí)) conoce por casualidad en casa de unos parientes a Harriet Ogilvy, de treinta y pocos años con ciertas dificultades para el aprendizaje pero que, gracias a su madre, había aprendido a valerse por sí misma bastante bien y, sobre trodo, había desarrollado un elevado sentido de la buena presencia: le gustaba ir bien vestida, etc. Lewis, pese a que está cortejando a la hija de los parientes, se entera de que Harriet es una rica heredera y decide hacer de ella su lotería personal. Harriet se deja conquistar con facilidad, para horror de su madre, que intenta por todos los medios impedir el matrimonio. Sin éxito.

La vida de casada de Harriet va de mal en peor y Lewis se las ha ingeniado para cortar cualquier contacto con su madre. De modo que, aislada del mundo, Harriet se va perdiendo en sí misma. Y Lewis, por supuesto, va ganando confianza en su posición de ricachón, incluso, a todas luces, olvidando de dónde procede todo el dinero que él, si bien no derrocha en juego ni en bebida, sí que gasta e invierte con alegría.

No cuento más. Elizabeth Jenkins lo cuenta todo infinitamente mejor, de una forma calculada y con unas elipsis y unos hechos entre líneas que hielan la sangre (tanto por lo bien que están hechos como por lo que implican, claro). Baste decir que yo una noche, tras un día agotador, me acostaba casi con las gallinas y pensaba leer un par de líneas (por aquello de leer algo) y acabé no levantándome con las gallinas, pero casi, pero, eso sí, con la última página de Harriet leída y unos ojos como platos.

Se ha comparado Harriet con The Suspicions of Mr Whicher, pero creo que únicamente tienen en común el hecho de ser casos victorianos y espeluznantes. El libro, de no ficción, por otra parte, de Kate Summerscale, indagaba en muchos aspectos del caso y de la época. Mientras que Elizabeth Jenkins lo cuenta como ficción (ojalá lo fuera), lo que contribuye a hacerlo, quizá paradójimante, más real.

martes, 15 de octubre de 2013

Our Spoons Came from Woolworths (Y las cucharillas eran de Woolworths), de Barbara Comyns

No exagero si digo que llevaba años tras este libro. Es algo curioso de decir, porque el libro siempre ha sido fácil de encontrar y sin embargo nunca le llegaba el turno. Ahora no entiendo por qué, si siempre había leído cosas buenas de él. Los dioses de los libros son muy persistentes cuando quieren que un libro se cruce en nuestro camino. Te lo ponen a los pies, en la mesa, a tu alcance, lo van dejando por sitios que tú pasas por alto hasta que se cansan y te dan con él en la cara de una vez. Te lo has ganado. A mí me dieron en la cara con esta preciosa portada y, por si eso fuera poco, con una introducción de mi querida Maggie O'Farrell. "Eso no lo vas a poder pasar por alto, guapa". Eso es lo que dijeron los dioses de los libros, que son sutiles hasta que dejan de serlo, pero que actúan con muy buena voluntad.

Después de su bofetada simbólica, tras acabar el libro, la que me hubiera dado bofetadas habría sido yo, por no haberlo leído antes.

Como dice Maggie O'Farrell, desafía a quien sea a leer las primeras líneas del libro y no engancharse a la historia que cuenta la narradora/protagonista. Con una voz novedosa y original, que hace reír e impacta por la naturalidad con que admite ciertas cosas bastante chocantes. La suya es la historia de un matrimonio bohemio en los mejores años para serlo, pero contada sin glamour alguno. Todo lo que se ha idealizado la vida bohemia de los artistas londinenses del periodo de entreguerras aquí se echa por tierra con sentido del humor pero no por ello con menos validez. Our Spoons Came from Woolworths (Y las cucharillas eran de Woolworths, editada hace poco por Alba en su colección Rara avis) es la mirada práctica a un mundo que vivía con la cabeza en las nubes.

Es, además, un libro que si lo lees sin saber en qué año está publicado (1950), adivinas sin lugar a duddas que fue escrito durante las posguerra y aún durante los años de racionamiento en Inglaterra. Como tantos otros de la época, las descripciones de la comida, los platos que se preparan, los sabores que se degustan, son exagerados en el sentido de que notas cómo al autor se le hace la boca agua mientras los describe.

Y cómo escribe Barbara Comyns. Su forma de escribir, de contar las cosas, me gustó tanto que en Londres, en la primera parada en una librería (Blackwell's, en Charing Cross) los otros dos libros reeditados hace poco por Virago The Vet's Daughter (La hija del veterinario, también editada hace poco por Alba) y Sisters by the River, se fueron directos a la cesta. Desde hace años me ha fascinado el título de otra de sus novelas, pero además ahora sé que, sea como sea, tengo que conseguir leerla. Si el título promete, no logro imaginar cómo será el contenido: Who Was Changed and Who Was Dead (algo así como "quién había cambiado y quién había muerto").

Por otra parte, me sorprendió enterarme de que Barbara Comyns vivió durante 16 años en Barcelona. Sin investigar muy a fondo, no he conseguido encontrar demasiado información sobre esos años, aunque reconozco que me pica bastante la curiosidad. ¿Dónde vivió? ¿Qué le parecía la ciudad y la gente? ¿Qué huella dejó en ella? Y un largo etcétera de preguntas.

El caso es que es una novela muy, muy recomendable. Yo no esperaría a que los dioses se dejaran de sutilezas como esta entrada.

lunes, 7 de octubre de 2013

Kensington

El día del picnic por la tarde noche, Manuel tenía entrada para el Prom en el Royal Albert Hall de música de cine de Hollywood dirigida por John Wilson así que, tras un breve paso por el hotel, Héctor y yo le acompañamos hasta allí en un precioso paseo por Cromwell Road y Queen's Gate. Kensington es así, plácido y envidiable a partes iguales.


La zona de museos de Kensington es puramente victoriana: ilustrada, culta, pero cuidadosa, muy cuidadosa, de las apariencias. El museo de historia natural es precioso por fuera (creo que fue en mi primer viaje a Londres cuando lo vi por dentro) y si te fijas lleno de detalles entrañables como animalitos esculpidos, etc.

Seguimos caminando y pronto nos topamos con Hyde Park y el monumento a Albert y, por supuesto, el Royal Albert Hall, sitiado por multitud de prommers. Allí nos despedimos de Manuel aunque días después disfrutaríamos del prom ya en casa en la televisión, puesto que fue uno de los que emitió la BBC (también vimos, sin conocer nada de nada de la saga, el dedicado a Doctor Who, que nos gustó mucho. A Héctor de hecho y por alguna razón no muy clara, le fascinó hasta el punto de no quitar ojo a la pantalla. Me pregunto si tenemos un fan de Doctor Who en ciernes entre nosotros).

De vuelta al hotel de nuevo con Héctor por las plácidas calles de Kensington al atardecer, viendo o imaginando los fantasmas de los victorianos eminentes y corrientes que residieron allí. Una parada técnica en Waitrose, porque coleccionamos supermercados y aunque adoramos Marks & Spencer a veces nos puede la curiosidad.

Y al día siguiente repetimos el paseo con un destino cercano: por fin, tras años de espera, nos dirigíamos al Victoria and Albert Museum.






Con Héctor no quisimos tentar demasiado a la suerte y vimos unas cuantas salas: las de teatro y artes escénicas (pasando por las de joyas, con esa iluminación tan chula que hipnotizó a Héctor) y las dedicadas al siglo XX. Una visita rápida que nos sirvió para constatar que es un museo puramente inglés y enorme y muy, muy bien montado.

Con lo que me llevé un poco de chasco fue con la tienda. Tantos años mirando con deseo su web e imaginando que el día que la visitase la tarjeta iba a echar humo y lo cierto es que apenas compré dos o tres cosas (una de ellas un cochecito para Héctor como premio por haberse portado de maravilla).

Esa misma tarde salía nuestro avión de vuelta y descubrimos que lo malo de tener un frigorífico por pequeño que fuera en la habitación es que lo quieras o no terminas acumulando comida, así que en el patio del Victoria and Albert hicimos un picnic de restos. Un picnic improvisado y que por tanto implicaba que nos habíamos dejado nuestro tapetito de picnic guardado en la maleta. Fue un espejismo, habíamos vuelto a tener que sentarnos en bolsas de plástico y mirar con envidia las picnic blankets de los demás. Con envidia también miraba Héctor a los niños ingleses que en un día no frío, pero no particularmente caluroso tampoco, corrían y se remojaban en la fuente-piscina. Debe de ser un secreto a voces aquello porque aunque desde una ventana del museo nos había chocado mucho ver a un niño bañándose, luego vimos a muchos más y madres preparadas con bañadores, toallas, cambios de ropa, etc. Si la reina Victoria levantara la cabeza...




Y así se nos acabó Londres una vez más, con cosas en el tintero, como siempre.

La maleta batió récords (aunque parece que siempre digo eso) y trajo esta pila de libros más todos los juguetes de Hamleys y toda la ropa nueva de Héctor.



Mi maleta es la envidia de Mary Poppins. Y ojalá volver a Londres fuera tan sencillo como abrir el paraguas y volar.

Y como siempre, claro: gracias a todos por leer y comentar las crónicas.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Picnic en Hampstead Heath

Ya que en Semana Santa la nieve dejó a Héctor sin poder corretear por los páramos, a mí se me quedó la espinita clavada de ver a Héctor en el campo inglés. Quizá es que veo demasiado Peppa Pig con él, pero un picnic era algo que me apetecía.

Y, para que no todo sea Peppa Pig, Hampstead Heath y Hampstead Village son habituales de la literatura inglesa. Hampstead es una zona muy literaria. Muchos escritores viven por la zona y su enorme parque sale en muchísimos libros. Tenía ganas de conocerlo.

El lunes amaneció nubladillo pero enseguida despejó y se quedó un día espléndido. Quizá incluso un poco menos de calor no nos hubiera importado.


En el Simply Food (de Marks & Spencer) más cercano nos abastecimos de cositas para el picnic. El día en que habíamos llegado ya me había comprado un tapetito para picnic (aunque sigo mirando con ojos llenos de envidia las gigantescas picnic blankets que tiene la mayoría) así que sólo hubo que comprar cosas comestibles: lo primero que cogí fueron moras: de temporada y con un inconfundible toque de "picninc perfecto".

Con el carro de Héctor bien cargado, nos pusimos en marcha. Al bajar del metro descubrimos que Hampstead es todo lo encantador que suena. Curioseamos en algunas tiendas sin entretenernos mucho y fuimos yendo hacia donde entendíamos que quedaba la entrada al parque.






Desde donde veníamos el acceso al parque era por Spaniards' Road (sí, el camino de los españoles, al parecer originado en esta historia). Héctor comenzó muy entusiasmado recopilando piedras, montones de ellas, hasta que se abrumó por haber tantas y desistió. Mientras Manuel y él se dedicaban a eso, yo me zampaba un heladito típicamente inglés: de cono, de vainilla blanca, con su chocolatinita y sus virutitas de colores. Qué delicia.

En cuanto me acabé el helado, saqué la cámara.










Ya lo he dicho muchas veces. En Inglaterra ves muy claramente que la naturaleza está al acecho. Los trífidos es una historia inglesa porque de verdad es fácil imaginar a las zonas verdes conquistando terreno. En pleno Londres estás metido en un bosque auténtico, sin artificio alguno y con árboles dignos de cualquier cuento de hadas que se precie. El único toque de civilización a veces son los bancos dedicados que tanto me gustan.

Al comienzo del parque por donde habíamos entrado nosotros había una explanada verdecita que habíamos dejado pasar por aquello de adentrarnos un poco más. Cuando habíamos recorrido un buen trecho, empezamos a echarla de menos y a medio arrepentirnos. Sólo a medias, ¿eh? Las vistas, los árboles y la atmósfera del parque eran una maravilla.

Y así llegamos a otra explanada. Permitid que me ponga una medallita por haber arrastrado una pelotita desde Barcelona hasta Londres y haber recordado cogerla ese día.



Un poco de ejercicio, buscar el refugio de una sombra y a zampar. Nuestro picnic inglés a más no poder.



Héctor, como yo imaginaba, se lo pasó en grande. En cuanto hubo saciado el hambre, se fue a explorar y a pegarse a un grupo de niños ingleses que hacían carreras ("un participante más", dijo el adulto que jugaba con ellos), aunque Héctor se limitaba a animarlos mientras corrían y a que corrieran más ("eto, eto, eto", dicho señalando hacia adelante)




Acabó tan cansado de correr, saltar, arrancar hierba y coger piedras que hasta pidió ponerse en el carro para dormir. Y con él dormido sudamos la gota gorda de vuelta a la civilización, ahora era cuesta arriba.




De nuevo en la zona comercial aprovechamos para curiosear por más tiendas. Un Waterstones al que no pudimos resistirnos y una librería de segunda mano en la que encontré un par de libros antiguos de Margaret Forster de los que aún me faltan (y de hecho creo que Margaret Forster vive por allí).

Un día de picnic perfecto y de lo más completito.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Shopping

La lluvia y las previsiones de la BBC nos hicieron modificar un tanto nuestros planes. Una de las actividades planeadas requería la colaboración del tiempo y visto que el lunes, festivo allí, tenía mejor pinta en ese aspecto, dedicidimos pasar al domingo lo que teníamos planeado para el lunes. Al fin y al cabo, siendo festivo el lunes, el miedo a la ciudad fantasma era el mismo.

Mientras hacíamos los planes para el viaje, vimos que el Notting Hill Carnival tenía lugar justo en esos días. Otra deuda que tengo pendiente con Londres es que nunca he pisado Notting Hill, pese a lo mucho que me gusta la película del mismo nombre. Barajamos la idea de saldar la deuda y conocer el carnaval, pero dado que - siendo sinceros - el Carnaval no nos va en lo más mínimo, optamos por pasar. Si hay algo que nos enseñaron París y Versalles es que no se nos da bien hacer viajes de guía. Seguramente las guías turísticas consideren un crimen que un turista no aproveche la ocasión, pero la verdad es que si el turista pasa del carnaval en su ciudad, no hay motivo por el que tenga que asistir al carnaval - por famoso y/o grandioso que sea - en otra ciudad. O al menos eso pienso yo.

El caso es que el carnaval se cruzó en nuestros planes cuando la línea de metro que quisimos coger estaba cortada. Pisé moderadamente Notting Hill cuando tuvimos que bajarnos en Notting Hill Gate. Caminamos un buen rato y, para cuando decidimos acortar un poco cogiendo un autobús, Héctor ya estaba demasiado hambriento como para disfrutar del viaje en autobús rojo de dos pisos. Una pena.


Del autobús nos bajamos en Marble Arch, con su cabeza de caballo, que fotografié con el fin de ayudarme a decidir a la larga si me gusta o no. Sigo indecisa.


Parón en Sainsbury's para comprar provisiones para el muerto de hambre y picnic improvisado en un banco rodeados de homeless, turistas y palomas a partes iguales. Con el estómago lleno, Héctor disfrutó de las palomas como nadie.



Una vez que Héctor había correteado a sus anchas y estaba listo para dormir una buena siesta nos dedicamos a algo que no habíamos hecho antes: ir de compras de ropa. La clave de por qué no lo habíamos hecho antes es que las compras fueron para Héctor puesto que la ropa de algunas tiendas en Inglaterra es mucho más chula que algunas de aquí.

Así que fuimos curioseando aquí y allá por Oxford Street entre las masas de gente mientras Héctor dormía plácidamente en su carrito. Para cuando se despertó estábamos bastante cerca del plan que teníamos para la tarde: llevarlo a la juguetería Hamleys. Ya sólo entrar le gustó porque nos recibieron con un montón de pompas de jabón, y el hecho de que dentro haya un montón de juguetes en marcha con los vendedores tan "comprometidos" (por llamarlo de alguna forma) con las demostraciones de productos determinados le gustó mucho. La pega fue que había mucha gente y, quizá, demasiados juguetes, y el pobre se agobió un poco. En la planta de coches y trenes no daba a basto. Eso sí, le echó mano a un taxi londinense que ya apenas soltó el resto del viaje. Y nosotros, muy apañados, hicimos acopio de juguetes: algunos para ir dándoselos poco a poco y alguno incluso ya para Reyes.

Yo quería que pasase por la zona de Build-A-Bear pero con tanta gente no se enteró muy bien de qué iba, así que lo dejamos para otra ocasión. En cualquier caso, la tarde de compras, entre unas cosas y otras ya había sido completita.




Para todos volver a respirar con un poco de calma nos refugiamos en un parquecito delante del edificio de Vogue. Allí Héctor siguió persiguiendo palomas y nosotros contemplamos las posibilidades. Cuando hacíamos los planes también habíamos visto que, en una calle cercana a Oxford Street, en The Photographers' Gallery, había una exposición de Mass Observation (la "organización" para la que escribía diarios, por ejemplo, Nella Last). Lo malo es que ya no llegábamos y lo malo es que estábamos en cuenta atrás para todo. Pasaban pocos minutos de las cinco y el mundo (comercial) parecía detenerse a las seis.




Resignados decidimos ir volviendo al hotel dando un paseo. Claro que en nuestro camino se topó esto:





Liberty. Conocida por supuesto de oídas pero nunca antes visitada. Muy tentadora y preciosa por dentro y por fuera. La pena fue que nos quedamos en el nivel de la calle puesto que había cansancio generalizado. A mí me hacía ilusión visitar la sección de papelería, pero al parecer ninguno de los ascensores (con carrito no quedaba otra) paraba en esa planta por alguna razón que Manuel consideró una señal divina.

Seguimos caminando y fuimos a parar a Carnaby Street y nos pusimos nostálgicos al ver al zapatería donde me compré las botas de lluvia hace unos años. Tras nuestros propios pasos en Londres. Literalmente.




Paseando por el corazón del Soho empezó ese temido momento en que una tienda tras otra va echando el cierre a medida que pasas por ellas. Hubiera curioseado en más de una de no haber visto que ya sólo estaban esperando a que se fueran los clientes de dentro para cerrar. Fue en este momento cuando tuvimos la epifanía de que no teníamos nada de cena para Héctor (ni para nosotros, pero eso es más fácil de solventar). Así que el calmado paseo hasta el hotel sufrió un desvío que nos llevo al Pall Mall, a una columna de Nelson móvil o tipo espejismo (elegid la versión que os apetezca) y por fin al Tesco Express de Trafalgar Square. Sin buscarlo ni quererlo nos encontrábamos en el corazón de Londres, con vistas al Big Ben y todo.

Con el carrito de Héctor lleno hasta los topes, retomamos el paseo... hasta el metro de Green Park. Conocimos St James Palace, otro desconocido, pasamos por una tienda con todo tipo de accesorios para esos fines de semana de caza en la mansión de la campiña y, por fin, por fin, llegamos al metro. Pese al cansancio, las vistas a Green Park antes de entrar al metro, con sus tumbonas de rayas verdes y blancas (y obviamente de alquiler, pero no dejemos que eso empañe la ensoñación), nos pusieron los dientes largos momentáneamente. Menos mal que sabíamos que al día siguiente nos resarciríamos.

martes, 17 de septiembre de 2013

Llegamos a Londres... otra vez

Este año fuimos de vacaciones a Londres (¡sorpresa!). He aquí el comienzo de las "crónicas" del viaje.



Pues sí, otra vez en Londres. Antes de ir al Polo Norte Haworth en Semana Santa, pasamos aquella tarde en Londres que, la verdad nos supo a poco. Londres no tiene fin y hay millones de rincones que explorar. Además, una vez que has ejercido alguna vez en la vida de turista londinense propiamente dicho (Casas del Parlamento, Museo británico, Tower Bridge, etc... Aunque lo confieso, nunca me he decidido a pagar la pequeña fortuna que cuesta entrar en la Torre de Londres), puedes dedicarte a la mejor parte: dejarte de lo que recomiendan las guías y dedicarte a buscar lo que a ti te interesa de verdad. Para mí no hay ciudad más sencilla en la que hacer justo eso que Londres. Me fascina que casi cada esquina tenga una etiqueta histórica correspondiente. Los ingleses son estupendos a la hora de recordar y clasificar y conmemorar. Y yo soy una fan total de esas pequeñas perlas.

Nuestro mítico hotel londinense queda un poco alejado del centro, así que después de un par de incursiones por la zona de la British Library/King's Cross esta vez decidimos mudarnos de nuevo y cambiar de barrio. A un barrio que yo siempre había querido conocer a fondo pero que nunca había llegado a explorar demasiado: Kensington.

Nuestro hotel en esta ocasión era ideal para entusiastas de la comida de Marks & Spencer como nosotros y más yendo con un niño. No sé qué buen acto hicimos esta vez pero nosotros habíamos reservado una habitación normal y al llegar nos informaron de que nos habían hecho un "upgrade" a una "luxury room". ¿Hay mejor forma de empezar un viaje? (Empezar es un decir, puesto que nuestro avión había salido a las siete de la mañana y llevábamos en pie desde las cuatro, cortesía de Héctor, que decidió despertarse 45 minutos antes de lo debido: él parece ser que si madruga, madruga a fondo). El caso es que todas las habitaciones del hotel cuentan con un armario que incluye: pila, Nespresso (con el que luché mucho para hacerle un café a Manuel que, sinceramente, no pareció gran cosa. Lo siento, George Clooney, tu producto me parece un timo), cositas de té, microondas, frigorífico y platos, cubiertos, etc. Comodísimo para nosotros. Y la habitación grandecita para medidas londinenses, con unas persianas que hicieron las delicias de Héctor por dentro y de sus padres por fuera: vistas a Kensington y un jardincito privado del tipo que mencionan en Notting Hill. Viendo los dos parques privados que teníamos a dos pasos del hotel me sentí muy, muy tentada de imitar ese momento de la película.




El primer día nos recibió la lluvia. Yo me había fiado de las previsiones de la BBC por la que este fin de semana largo de agosto iba a hacer buen tiempo en Inglaterra. Menos mal que los siguientes días nos hizo bueno: ya me temía la típica maldición de mis botas de lluvia: si viajo sin ellas, diluvia y si las llevo, no cae ni una gota.

Como llegamos muy pronto al hotel y no estaba preparada la habitación, dejamos los bártulos y nos fuimos al centro. ¿Qué se puede hacer en caso de lluvia si no visitar librerías? Pues eso.

Héctor, puede que por cansancio o por ir sentando la cabeza, estuvo un poco más tranquilo que la última vez  y pudimos hacernos con unos cuantos libros entre unas y otras librerías. Ya enseñaré las adquisiciones londinenses.

Después de comer y de pasar de nuevo por el hotel a conocer la habitación, volvimos a salir, bajo una lluvia finita, a la calle, dispuestos a dar un paseo por nuestro nuevo (por tiempo muy limitado) barrio.



En Kensington todas las casas pueden parecer iguales a simple vista, pero de cerca no lo son. Están llenas de detalles personales e históricos que hacen que pasear por las calles del barrio no sea en absoluto monótono. Y siempre está la cuestión de si son casas particulares o no. Y aun a sabiendas de que los Bellamy de Upstairs, Downstairs (Arriba y abajo) vivían en Belgravia, yo no podía pasear por Kensington sin mirar las escalerillas que bajan hacia la zona que antes utilizaban los criados; o mirar a las ventanas superiores e imaginar, casa tras casa, a familia à la Bellamy tras familia à la Bellamy. Hace falta poquísima imaginación para verlo todo muy nítidamente.

Paseando y pensando en los habitantes de años ha, llegamos a una plaquita azul de esas que siempre son una pequeña alegría incluso antes de leerlas y vimos que uno de nuestros vecinos había sido Alfred Hitchcock.



Kensington, plagado de referencias recordadas y olvidadas en mi cabeza, pequeñas plaquitas azules sin marcar tan claramente como la de Hitchcock. Aparte de la sensación de hacer de extra en un capítulo de Arriba y abajo, pasear por sus calles es, sin ponerles nombre, pasear tras los pasos de infinidad de gente a la que admiro, aunque en el momento no recordase quiénes eran ni qué calles habían mencionado en particular. Kensington es puro Londres histórico, si bien es una historia un tanto anónima en general, forjada personalmente por el visitante. Para disfrutar de Kensington de verdad, el visitante tiene que poner de su parte. Kensington me ha parecido una experiencia anglófila total.


sábado, 24 de agosto de 2013

Historias de Londres, de Enric González

Entrada programada.


Aunque ha habido algún que otro viaje a Londres, entre el último de Nueva York y este, no he faltado a mi promesa de leer Historias de Londres de Enric González antes de viajar a Londres. Porque sí, allí es donde, cuando salga esta entrada programada, estaremos pasando unos días de final de vacaciones.

Sí, volvemos a Londres y sí, sólo hace falta ir a Londres una vez y/o leer este libro para darse cuenta de que Londres (como Nueva York, por ejemplo) no se acaba nunca. Se acaba enseguida si, como hace mucha gente, uno se limita al cambio de guardia, a ir a ver las Casas del Parlamento, Trafalgar Square y montar en el London Eye. No se acaba nunca si uno quiere explorar Kensington a fondo (Victoria & Albert Museum, esta vez con un poco de suerte nos veremos por fin las caras) e irse de picnic en Primrose Hill, ir en barco hasta Greenwich y, en resumen, conocer todos y cada uno de los rincones de la ciudad. Queda claro que en este viaje tampoco lo haremos todo, menos ahora después de haber añadido unas cuantas cosas más a la infinita losta de cosas que hacer en Londres alguna vez en la vida.

Enric González le propone a su mujer vivir del aire en Londres y acaba con la pregunta: "¿Se podría vivir del aire en Londres?" Ojalá se pudiera. Y no sólo en Londres.

El caso es que Historias de Londres es tan ameno como Historias de Nueva York. Con la diferencia de que de Londres conozco un poco más y algunas cosas ya las sabía e incluso doy con algún que otro error (veo que RBA nunca ha practicado demasiado lo de los revisores/correctores) (Miss Havisham, el personaje de Dickens, es rebautizada como Mis Haversham y en la misma página el fundador del equipo de fútbol Chelsea es Gus Mear y Gus Smear, etc.), pero todo eso se deja pasar un poco cuando uno está inmerso en la prosa fluida y amena de Enric González. Cada anécdota, cada historia, cada curiosidad es imprescindible y dan ganas de plantarse en Londres con el libro en la mano y dejarse guiar por él.

En fin, nosotros habremos dejado el libro en casa, pero estaremos recorriendo Londres en estos momentos. A la vuelta os cuento mis propias historias de Londres (volumen 324).

jueves, 22 de agosto de 2013

Lots of Candles, Plenty of Cake, de Anna Quindlen

Me viene bien que Anna Quindlen reflexione acerca del paso del tiempo y la edad en su libro Lots of Candles, Plenty of Cake porque aunque sé de sobra de cuándo es la última entrada publicada en el blog, prefiero hacer que no lo sé. Como cuando se ven películas de miedo y se tapan los ojos con las manos dejando una pequeña ranurita para seguir viendo. Cosas absurdas.

Me he vuelto fan incondicional de Anna Quindlen. Es una periodista conocida por sus columnas del New York Times, auqnue también ha escrito novelas. Yo, de momento, me dedico a sus libros de recopilación de columnas o ensayo. Todo empezó con su Imagined London y continuó con How Reading Changed My Life. Salvando las distancias, en cierto modo Anna Quindlen me recuerda a Anne Fadiman. La forma impecable de hablar de diversos temas, algunos a priori sin interés para mí y aun así engancharme completamente me fascina.

En Lots of Candles, Plenty of Cake, que curiosamente me autorregalé por mi cumpleaños, Anna Quindlen, ahora en su década de los sesenta, reflexiona sobre la edad y cómo ve la vida y el mundo desde su nueva edad. Y que nadie se llame a engaño, porque si bien le encuentra alguna que otra pega a esa etapa y confies que usa botox, el tono general del libro es de optimismo y actitud positiva hacia el paso de los años. Todo contado con multitud de anécdotas, tanto personales como históricas que hacen que la lectura sea muy, muy amena y entretenida.

Una lectura deliciosa que me obligó - sí, me obligó - a hacer un pedido con otros dos libros de ensayos suyos.

miércoles, 17 de julio de 2013

Dos años

Entrada programada.

Héctor corre y es como si siempre lo hubiera hecho. A los 14 meses más que empezar a andar, empezó a correr y desde entonces no ha parado y con él, el tiempo.

Era tan mayor cuando cumplió un año. Veo las fotos que le hice un día en el parque poco antes de cumplir su primer año y recuerdo el momento perfectamente. Héctor gateando por la hierba y alejándose no demasiado ni mucho menos pero sí ligeramente más de lo que nunca se había alejado por sí mismo hasta entonces. Recuerdo estar haciendo las fotos y luego viéndolas en el ordenador y no parar de pensar en lo mayor que era. Y sin embargo ahora veo esas fotos y lo veo minúsculo. ¡Pero si era un bebé!

Supongo que eso siempre pasa, pero ahora veo a este niño de dos años enorme y apenas recuerdo cómo era cuando no andaba, no corría no nadaba con manguitos en la piscina, no sabía las vocales no decía nada, no sabía pintar, no me avisaba cuando los semáforos se ponían en verde. Y cómo parecía que nunca le iban a salir los dientes.

Lo que más le gusta es ir a la calle, eso desde siempre. Y comer, eso también desde siempre. Y ver cuentos, eso casi también desde siempre con la diferencia de que ahora ya no se los come, o sólo con los ojos. Me sigue impresionando mucho cuando se queda callado y quieto mirando los dibujos él sólo. ¿Qué verá? ¿Qué entenderá? No me gustan mucho los estereotipos pero él lo es un poco: sin que nadie se lo haya enseñado adora los coches, los camiones, los trenes y en general todo aquello que va sobre ruedas; los bichos, qué emoción para él cuando encuentra uno y qué esfuerzo el mío para no contagiarle mi repelús; las piedras y los palos, que ahora me da a mí para que le guarde como grandes tesoros, aún no ha descubierto los bolsillos que lleva en los pantalones, en cuanto descubra para qué sirven no dudo de que cada día encontraré unos cuantos tesoros en ellos; la arena, que también me da repelús, pero a él no le da ninguno: se revuelca, se la echa por encima, se la come, se la pasa por la cara y en general hace lo que sea para conseguir ser el niño más sucio del parque en el periodo más corto de tiempo posible.


Su pasión por el color verde se merece un párrafo aparte. Desde el año y medio tiene fijación por el verde y desde el año y medio la gente me mira como una loca cuando digo que es así. Hasta que lo demuestra eligiendo sólo lo verde en lo que puede: en la piscina todos los utensilios que coge son siempre verdes; si le das a elegir varios coches o varios juguetes elige siempre los verdes y para pintar, con alguna rara excepción, siempre escoge el verde. Su creciente colección de coches da fe de que es así.

Como con el color verde, también parece tener claro su animal preferido. Y como él es así, no es el perro o el gato, no. Su animal preferido es el búho (¡bubo!) y desde el día que la única lectora le trajo uno de regalo por sorpresa sin saberlo no se separa de él.


Sigue siendo un rebelde de las pequeñas cosas y un niño bueno en general. Da gusto verlo reír con sus series preferidas: Peppa Pig y Timmy Time. Por influencia de sus padres adora APM?, aunque él lo llama "zasca". Manuel y yo bromeamos sobre cómo tienen que hacer una edición infantil de APM para que Héctor se anime a hablar más: de APM lo repite todo, de lo que nosotros le decimos y que tiene en su día a día no demasiado. Pasa de decir "pan", pero dice "zasca" y "ole tú" a la perfección. Le encanta la música: con Manuel está acostumbrado a escuchar de todo y conoce un montón de sintonías de los programas de radio que se pone Manuel. Conmigo es más cuadriculado: hace meses que estamos encallados en las dos mismas canciones del último disco de Bon Jovi.

Hoy cumple dos años. Pasa de mí cuando intento que aprenda a decir cuántos años cumple con los dedos, si le preguntas cuántos tiene te sigue diciendo que uno. Tan pequeñito y ya quitándose años.