miércoles, 29 de febrero de 2012

Calendario

Aprovechando la rareza de día, hablemos de calendarios.


Siempre nos traemos un calendario de las vacaciones de verano para el año siguiente. Antes de la escapada a Londres del puente de diciembre, teníamos un vacío que no sabíamos cómo rellenar: las vacaciones más extensas habían sido en marzo en Haworth, ¿pedíamos por internet un calendario de allí? No era mala idea más que por el hecho de que esta casa ya rebosa temática Brontë como para encima añadir más (tampoco es que eso sea un problema en realidad, pero bueno, un poco de variedad nunca viene mal). En Londres una de las primeras compras que hicimos fue un calendario de 2012 (muy apropiado, además, ya que la ciudad la tenemos (auto)vetada este año por los Juegos olímpicos), no de fotos típicas de la ciudad sino de pequeños rincones fotografiados entre principios y mediados del siglo XX.


Con ese ya comprado me topé con este otro de la foto, con un cartel publicitario de mediados del siglo XX de esos que tanto me gustan, invitando a los ingleses de la época a viajar y conocer mejor su país, en general montando en tren. Teníamos otro rinconcito que podía rellenarse con un calendario y no lo dudamos. Por si quedaba alguna duda acerca de la "serendipity" de la elección, sólo hay que ver con qué destino comienza el año ( y continúa, porque febrero está dedicado a mi querida York, veremos qué nos depara marzo mañana).


Lo mejor de estos calendarios es que luego, si una es apañada, se pueden recortar las fotos que gusten y enmarcarlas. Como con tantas cosas, yo soy apañada mentalmente pero no manualmente: tengo un montón de calendarios de Nueva York (y estoy por apostar a que se me juntarán aún con estos de 2012) esperando a pasar por ese proceso. En fin, menos mal que los calendarios no llevan una verdadera fecha de caducidad.

domingo, 26 de febrero de 2012

Madalenas rellenas de mermelada de fresa

Poco a poco, vamos retomando las buenas costumbres (me gustaría decir también sanas, pero obviamente no es así). Hace un par de sábados volvimos a la repostería con la ayuda de un preparado para tarta de chocolate de Cadbury traído de Londres que, aparte de estar deliciosísimo (mérito de Cadbury y mérito del mucho tiempo que llevábamos sin hornear nada dulce en casa), nos dejó con ganas de más y nos dio ciertos ánimos a la hora de encontrar huecos a la repostería del sábado.

Héctor se entretiene más por su cuenta, sea en la hamaquita, sea en su "trincherita" del sofá (lo malo es que ahí no se le puede dejar solo), lo cual quiere decir que si bien en esos ratos soy incapaz de prestar atención a cosas como la lectura en serio o el escribir una entrada de blog, sí que me puedo dedicar a cosas más prácticas como cocinar.

La semana pasada la única lectora vino de visita y, como aquí no concebimos la vida sin dulces, celebramos el séptimo cumplemés de Héctor con una deliciosa tarta de tres chocolates comprada en nuestra pastelería preferida. Y este sábado decidimos volver a la repostería al completo: sin preparados, desde cero.

Y se nos dio bien. Héctor aguantó mientras hacía la masa y rellenaba los moldes e incluso asistió un rato a telehorno, que no le dijo gran cosa, y eso que, será por haberlo echado en falta, fue muy chula (no tanto cuando un poco de masa empezó a desparramarse sobre el suelo del horno).

La receta elegida fue del libro de Magdalenas de Xavier Barriga que nos trajeron los Reyes en casa de mis padres: madalenas rellenas de mermelada de fresa. No sólo estrenamos por fin el libro sino también los moldes multicolores que lo acompañaban. Eso sí, no es que nos las demos de expertos reposteros ni mucho menos, pero sí que amoldamos la receta un poco a las circunstancias. Según Xavier Barriga, toda masa que lleve levadura química debería dejarse un mínimo de una hora en el frigorífico y, según él, si es toda la noche mejor que mejor, porque por lo visto la humedad también ayuda a que luego haga su trabajo. Como esto era un dato desconocido hasta ayer y como hasta ahora no hemos tenido problemas reales sin hacerlo así (puede que nuestras masas no hayan quedado al 100%, pero si han quedado al 95% o incluso al 90% ya nos conformamos), así que nos saltamos el paso y la masa fue directamente del bol al molde. El otro arreglo fue que las madalenas de la receta eran de mermelada de frambuesa, pero como en general soy poco amiga de las mermeladas y sólo tolero dos o tres de ellas, pues optamos por la fresa.

Y quedaron con una pinta estupenda y ricas-ricas-ricas. Después de tanto tiempo sin hacer nada dulce desde cero, hacer la masa en un momento, rellenar los moldes y disfrutar de telehorno mientras el olor delicioso que sale de dentro del horno va conquistando territorio fue una maravilla. Tanto es así, que apenas las había sacado del molde de moldes cuando le estaba dejando caer a Manuel que probáramos una para comprobar que no habíamos perdido práctica repostera. Aquella madalena recién hecha a medias nos supo a gloria.

Por no hablar de lo agradable que ha sido volver a desayunar algo especial y casero el domingo por la mañana. Ya no son esas mañanas de periódico dominical, calma, fotos, té y lectura plácida. Ahora son mañanas de niño torbellino, obsesionado con coger la taza de té y en las que leer nada es impensable. Pero bueno, las madalenas rellenas de mermelada de fresa han encajado bien en la nueva rutina y el niño torbellino nos hace partirnos de risa con sus ocurrencias.

De momento - las ambiciones con calma, por favor - hemos medio acordado que la repostería será sábado sí, sábado no, pero ya se verá.

lunes, 13 de febrero de 2012

Héctor y la lectura (II)

Creo que fue incluso antes de que naciera cuando le compré a Héctor esta camiseta (en Carrefour, nada exótico). Me hizo mucha gracia el texto tipo anuncio de un grupo de lectura. La compré de talla seis meses porque hasta entonces tenía cubierto el cupo de ropa (aunque desde entonces he descubierto dos cosas correlativas 1) que pese a que se les queda pequeña en un santiamén es difícil que un niño tenga demasiada ropa y 2) que por suerte comprar ropa de bebé es adictivo) y hace unos días la saqué del armario para que Héctor la estrenara. Y así la lucía*:


Me gusta comprobar que, al menos de momento, si entendiera lo que lleva puesto, no le disgustaría el mensaje. Peepo y otros cuentos aparte, es que Héctor es, literalmente, un devorador de libros. Y si no véase el estado de su "buggy book" comprado en Londres, que por lo visto es un tentempié excepcional para cuerpo y mente:




Y eso que aún no tiene dientes...

 *Sí, con error ("seasional", sobra la i) incluido. Compruebo que en Carrefour se empeñan en poner mensajes en inglés en la gran mayoría de ropa de bebé/niño y que no harían mal en contratar a un revisor que les filtrase este tipo de errores contaminados por el francés y que luego me dan quebraderos de cabeza y ganas de hacer correcciones con rotuladores de esos para ropa.

lunes, 6 de febrero de 2012

Imagined London, de Anna Quindlen

Imposible ya medir el tiempo que tardo en leer un libro y sacar conclusiones acerca de lo que me ha gustado o dejado de gustar. He tardado siglos en leer Imagined London, de Anna Quindlen (y mucho más en completar esta reseña, escrita por entregas) y sin embargo me ha gustado muchísimo. Fue a Londres y volvió y todo el tiempo que lo leí (antes, durante y después del viaje) creo que no había página en la que no asintiera.

Anna Quindlen habla de algo que muchos de los que leen este blog comparten: de cóm se llega a Londres a través de los libros. De cómo la ciudad de Londres es un hervidero literario en que se juntan miles y miles de libros. Existe un Londres normal y corriente que aparece en los mapas de las guías de viajes, pero también un Londres muchísimo más interesante y vivo que cada lector se va forjando, sobre todo si el lector en concreto es un anglófilo empedernido, como lo es Anna Quindlen, como lo soy yo (anglófilas in absentia ambas, como ella dice).
Anna Quindlen derrocha pasión por la ciudad y por los libros y es tan amena de leer como Anne Fadiman (no sé por qué sus estilos me parecen semejantes) y hace que el lector (anglófilo o devorador de libros o ambos) lo pase de maravilla, asienta y devore todas las curiosidades que va contando. Cualquiera que haya estado en Londres compartirá la admiración por muchas cosas de la ciudad, por ejemplo el hecho de que una ciudad tan grande y llena de gente tenga de repente y con mucha más frecuencia de lo que cabría esperar remansos de paz.
Pese a que no siempre coincidimos exactamente en los gustos lectores (en muchos sí, pero ella adora a Dickens, que este año celebra su 200 cumpleaños, y yo no), encuentro sus recomendaciones, sus divagaciones y sus observaciones perfectas. Por ejemplo, que no me guste Dickens no significa que no sepa apreciar todo lo que significa literariamente hablando y ahí que cuando estuvimos en Londres en el puente de diciembre y pasamos por su misma calle (bueno, la que tiene su casa-museo, Dickens en realidad vivió en un montón de sitios), Doughty Street, dudáramos momentáneamente si pasarnos o no. Al final la cosa quedó entre eso y la British Library, con el manuscrito de Jane Eyre y su irresistible tienda, y nos decantamos por la British Library. De modo que cuando Anna Quindlen habla del Londres de Dickens (que por cierto también es en gran medida el Londres de nuestro hotel favorito, en la orilla sur) o de P.D. James, yo lo complemento con el Londres de Barbara Pym o similares.

Lo importante es que Londres, aparte de a ese olor inglés que me resulta inconfundible pero que me siento siempre incapaz de poner en palabras, no sólo rezuma historia, sino literatura. Londres es el libro de segunda mano (segunda mano elevada a infinito) por antonomasia.

(Este fue el último libro de 2011. Mejor no hago balance lector de 2011 que sería pésimo aunque compensado con creces por Héctor, que es la causa).