La misteriosa "otra capital catalana" era Lleida. Girona ya lo conocemos así que en nuestro libro de visitas particular ya sólo nos queda Tarragona.
Desde días antes las predicciones auguraban lluvia y más lluvia, pero por más que lo repetían no terminábamos de asumirlo. Aun así, y por una especie de inspiración divina, decidí llevarme el famoso gorro rojo que en Londres usé más por cabezonería - nunca mejor dicho - que por necesidad. ¿Y quién me iba a decir que en realidad el gorro estaba predestinado, no para Londres, sino para otra ciudad cuyo nombre empieza por L? En Lleida apenas me lo quité.
En el tren, atravesando la tierra roja y a medida que nos acercábamos, había más y más niebla. El hotel no requería salir de la estación de tren (comodísimo) y nos tocó, por suerte, una habitación con vistas.
El primer día diluvió sin tregua. Descubrimos que, o nosotros somos muy señoritos, o hacer turismo bajo la lluvia es imposible.
Salimos del hotel rumbo al centro y, al cabo de cinco minutos, estábamos tan cansados de la lluvia y se apareció ante nosotros una pastelería con sitio para sentarse tan encantadora que no lo dudamos: adentro. Y el aspecto no engañaba. Desayunamos de maravilla y retomamos fuerzas para salir de nuevo.
Nos pusimos en camino hacia la Seu Vella que veíamos tan cerca desde la ventana del hotel y llegamos hasta un Palacio de Justicia que nos cerraba el paso y, aparentemente, no nos dejaba ninguna alternativa. Lo rodeamos un poco por cada lado, nos aventuramos un poco más allá, metimos los pies en charcos hasta que los pies y los charcos eran uno. Y nada, la Seu Vella seguía cerca, arriba. Inalcanzable.
Yo no lo aguantaba más, odio tener los pies mojados. Decidimos volver al hotel haciendo unas paradas por el camino. Entrando en todas y cada una de las muchas zapaterías que había en nuestro camino suplicando unas botas de lluvia o algo que no calase. En todas me miraban como si no tuvieran idea de la que estaba cayendo fuera y yo fuese una turista excéntrica que quiere unas botas árticas en pleno agosto. Por fin llegamos a una tienda de chinos en cuyo escaparate se veían las deportivas más feas y plasticosas del mundo que seguro que no dejaban pasar el agua. Vistas - sin mirarlas con demasiado detenimiento - y compradas. La otra parada fue en un horno que habíamos fichado para comprar las típicas "coques de recapte". Enormes y ricas: un picnic en la habitación del hotel. Además en Lleida el rato entre las 13:30 y las 17:00 es un rato muerto porque la mayoría de las tiendas e incluso algunos restaurantes (!!) cierran.
Por la tarde me puse mis zapatillas horteras (una pena que al día siguiente, ya despidiéndonos de la ciudad sin lluvia encontráramos, también cerca del hotel, una zapatería con todo tipo de botas de lluvia) y nos aventuramos de nuevo a conquistar la Seu Vella.
Esta vez anduvimos incluso más allá y por fin avistamos una calle y unas escaleras que subían a la colina. Comprobamos algo que sería siempre habitual en Lleida: a) que los mapas para los turistas son muy monos y muy coloridos pero, por lo menos para estos turistas, totalmente indescifrables y b) que los carteles informativos se encuentran cuando ya has llegado al sitio en cuestión. En la puerta te dicen lo que es, antes no te lo indican nunca.
Pero conquistamos la Seu Vella bajo la lluvia, que al menos ya no era tan intensa y, lo mejor de todo, la tuvimos para nosotros solos.
Esta catedral tiene una historia un tanto curiosa. De construcción entre románica y gótica pronto fue utilizada por su situación privilegiada como fortaleza y castillo militar (hasta 1948) con su puente levadizo y todo. Y desde luego, como más tarde comprobaríamos de nuevo, los leridanos tienen bien metido en sus genes esto de evitar las conquistas, sobre todo si se trata de turistas-conquistadores.
Las vistas desde allá arriba son impresionantes incluso en un día de visibilidad muy reducida.
La conquista fue un auténtico éxito porque además de no haber ni un alma resultó ser el día de visita gratuita. Lo tuvimos todo para nosotros y pudimos campar por el claustro de vistas imponentes a nuestras anchas. Un claustro, además, fuera de lo común por estar colocado en un lateral, y no en el centro, del recinto. Un claustro con mucho encanto.
Nos dejaron vía libre para subir al campanario a conocer a Mónica y Silvestra - las campanas - pero la verdad es que el día no invitaba demasiado a subir casi 300 escalones y, desde donde estábamos, las vistas ya estaban bien.
Curioseamos por dentro de la catedral, que apenas conserva ya ningún "accesorio" original. Dentro hacía bastante frío, como en todas las iglesias, pero al menos estábamos resguardados de la lluvia, así que nos lo tomamos con calma.
Al salir nos pusimos rumbo al centro de nuevo. Esta vez descubrimos que hay un ascensor que por veinte céntimos te deja delante del famoso Palacio de Justicia. Efectivamente, en una esquinita del palacio y con un pequeño cartel informativo justo delante, es donde se abren las puertas.
Y de catedral en catedral, porque acabamos en la plaza de la Catedral Nueva (nueva quiere decir del siglo XVIII, que nadie se imagine algo ultramoderno). Allí de nuevo comenzó el diluvio y no nos hicimos de rogar para entrar en la cafetería en la que probé el té americano.
Y ese día dio poco de más. Nos hicimos con unas cuantas cosas de picar y nos volvimos al hotel. A las siete estábamos atrincherados en la habitación oyendo llover y confiando en que eso de que al día siguiente llovería menos se cumpliera con la misma precisión que el diluvio constante de ese día.
Y así fue. El día siguiente amaneció con nubes y claros y pudimos ir con los paraguas a cuestas sin abrirlos ni una sola vez.
Decidimos hacer una ruta combinada Castillo de Gardeny (de los templarios) y modernismo leridano hasta que llegase la hora de coger el tren.
Nos encaminamos, entre edificio modernista y edificio modernista, e interior de la Catedral Nueva e interior del Antiguo Hospital de Santa María, al famoso castillo - de nuevo en una colina - y lo intentamos tomar por un lateral. Fracaso de nuevo. Decidimos probar con la estrategia Seu Vella: ir a comer y volver de nuevo al ataque con el estómago lleno.
Volvemos con el estómago lleno y, ahora, un sol de justicia. Intentamos el acceso por el otro lado. Subimos por una cuesta en la que, llegados a un punto, se nos informa por un cartel de esos que no pueden poner antes de llegar, que los peatones tienen prohibido el paso. Retrocedemos, rodeamos un poco más y no encontramos la forma de llegar al castillo. Después de mirar por todas partes nos damos por vencidos y admitimos que los leridanos, en eso de ser no dejarse conquistar, son muy suyos.
Supongo que el castillo, en la entrada, tendrá un pequeño cartel que diga que por ahí se entra.
Mientras nos alejamos del castillo, me planteo seriamente volver a La Paeria (el Ayuntamiento de Lleida) y dejarles como sugerencia un poco más de colaboración con los pobres turistas.
Volvemos a nuestra particular ruta del Modernismo, que es mucho más agradecida:
Pero bueno, que todas las quejas son un poco en broma y que Lleida nos gustó mucho, con sus edificios antiquísimos con los que te encuentras donde menos te lo esperas. Y, sobre todo, con sus muchos, muchísimos, árboles y parquecillos. Sin duda, para mí, lo mejor de esta pequeña capital de provincia catalana que tiene río (el Segre), mucho comercio propio, sobre todo unas pastelerías espectaculares, y hasta unos Campos Elíseos, que es donde pasamos el último rato comiendo buñuelos.
¡Me ha encantado el reportaje, Cristina! Pero me he puesto nerviosa porque no tengo ni idea de cómo se llama ese árbol todo rosa de ramas floridas colgantes. Y quiero saberlo!!! Es precioso. Investigaré en mis libros de jardinería. Si lo encuentro te lo diré.
ResponderEliminarGracias, Elvira.
ResponderEliminar¡Sabía que te gustaría ese árbol! Era precioso aunque obviamente yo tampoco tengo idea de qué árbol es. Quise hacer fotos más de cerca de las florecillas pero entre la poca luz, el viento y lo delicadas que eran salían todas movidas. Si lo averiguas ya me contarás.
Me he reído mucho con los comentarios sobre los cartelitos obvios!!. Las fotos chulísimas, como siempre.
ResponderEliminarEl árbol (si no me equivoco) es un tamarix.
ResponderEliminarSu nombre científico es Tamarix gallica.
Las fotos son estupendas. No conozco Lérida pero con tus fotos me llevo una buenísima impresión.
No me lo puedo creer!
ResponderEliminarHas estado en mi ciudad, has pasado por delante de mi trabajo y yo sin enterarme!!! Preciosa la Seu Vella ¿verdad? Lástima que las tropas de Felipe V arrasaran con todas las obras de arte de su interior para convertirla en cuartel militar. De esa época le viene el apodo que todavía conserva en la actualidad y es que muchos lleidatans la llaman "lo castell" (el castillo). Para otra escapadita te recomiendo la iglesia de Sant Llorenç, y no te preocupes por no haber visitado el Castillo de Gardeny, yo todavía no lo he conseguido, jajajaja
Roberta: yo también me río ahora, pero en el momento no siempre era capaz, sobre todo cuando diluviaba :P Me alegra que te hayan gustado las fotos.
ResponderEliminarCarmen: gracias. Lérida es pequeñito pero bien vale un viaje, desde luego.
Mar: ¡qué cosas! No sabía que eras de allí. ¡Vimos Sant Llorenç! De pura casualidad, eso sí, pero tienes razón. Lo mejor era justo eso, ir andando y de pronto toparte con algo inesperada y antiquísimo.
Si algún día consigues llegar y visitar el castillo ya me dirás primero cómo se llega y segundo si merece la pena :)