lunes, 31 de agosto de 2009

Shakespeare & Company

Por fin llega uno de los sitios de los que más ganas tenía de hablar y uno de los sitios a los que más ganas teníamos de ir. Tanto es así que creo que en el plan original Shakespeare & Company tenía su hueco correspondiente a los tres días de haber llegado o algo así. En realidad, en la placita de delante de Notre-Dame decidimos que estábamos a un tiro de piedra y que podíamos acercarnos después de la Sainte-Chapelle, aunque conllevara desandar un poco de lo ya andado. Y definitivamente creo que mereció muchísimo la pena.

Puede que no sea la Torre Eiffel, que no sea el Louvre pero definitivamente junto con Orsay, con los macarons y con alguna otra cosa de la que aún no he hablado fue de nuestras cosas preferidas de París. Nada de París bien vale un misa, no: París bien vale una visita a Shakespeare & Company.

Ya digo que no es el Louvre, pero Shakespeare & Company es una institución en sí misma y tiene muchos visitantes, como se comprueba rápidamente en el interior cuando hay que apartarse constantemente para dejar pasar, decir "oops" al chocarte con la gente o esperar para poder ver bien el trocito de estantería que te interesa. Por suerte, y a diferencia del Louvre, Shakespeare & Company ha sabido conservar un espíritu digno.

Y llevo tres párrafos en los que apenas he dicho nada. Pero no es fácil. ¿Cómo describes un sitio del que esperas muchísimo y que luego resultar ser todavía mucho más? ¿Cómo describes un sitio que, desde el primer momento en que lo atisbas de lejos ya es la personificación de la librería acogedora por excelencia? Con sus sillas y banquitos en el exterior, sus cajas, librerías pequeñas, mesas y cualquier cosa que pueda sujetar libros dispuestos delante de la propia librería para que, lo quieras o no, te sea imposible pasar de largo sin mirar qué hay en esta caja o en aquella segunda balda de la estantería. Con su ventana del piso de arriba abierta de par en par y adornada por una florecillas rojas.


Estás fuera y cuesta decidirse a entrar. Pero una vez dentro lo que cuesta es salir (Manuel puede dar fe de lo mucho que costó sacarme de allí, y eso que él también se tomó su tiempo). Quieres quedarte ahí para siempre porque por más que pienses que has mirado todas las estanterías posibles y has repasado en ellas las listas de libros buscados y además encontrado algún libro que ni tan siquiera buscabas siempre descubres otra estantería más casi pegada al techo o escondida en un recoveco y así ¿cómo vas a querer salir si sabes seguro que te estás dejando verdaderas joyas que buscas y que buscarás?

Y eso en cuanto a libros, porque para amenizar y distraer la vista tienes todo tipo de cachivaches: relojes antiguos, butacas antiguas sacadas de una sala de cine, lámparas y un largo etcétera de curiosidades. Y una especie de fuente central sin agua en la que la gente echa monedas, supongo que, como en los buenos sitios, para asegurarse volver algún día. Y escaleras y banquetas por las que subir y escalar hasta llegar al techo altísimo si uno se atreve. Y libros y más libros en todos los sitios imaginables e inimaginables. Y tú, por supuesto, con las manos cada vez más llenas.

Manuel y yo pululábamos como es probable que haga el resto de la gente. La librería es adorablemente caótica y tus pensamientos se vuelven caóticos también. En lo alto de la escalera de la primera sección de ficción recuerdas que querías buscar tal biografía, te bajas procurando no caerte encima de nadie y te diriges a biografía, que es un recoveco con encanto en el que hay que esperar turno para acceder si hay alguien más curioseando. Allí, tratando de dar con la biografía en cuestión, recuerdas otro libro de ficción que, según el orden alfabético, estará en el otro lado de ficción. Allá que vas, sorteando gente y libros y maniobrando y averiguando quién tiene prioridad de paso en los pasajes más estrechos. Y entonces te cruzas con un inconfundible lomo de la editorial Persephone y miras en general a ver si hay más, y vas de flor en flor consultando cuáles son, creyendo que los has visto todos y de pronto encontrando más, entre tanto recordando otro título que pierdes por el camino porque has visto tal otro.

En una de las idas y venidas Manuel y yo coincidimos delante de una misteriosa y angosta escalera. Yo estaba desbordadísima de títulos que quería mirar más los que me asaltaban por el camino, así que dejé que Manuel subiera y me contara qué había. Al rato bajó y me dijo que tenía que subir. Allá que fui. En la segunda planta lo primero que ves, porque ya se te ha acostumbrado la vista a ver un poco menos las pilas y pilas y montones de libros que hay por todas partes, es un cartel que dice muy amablemente que todos los libros que allí ves (y son muchísimos) no están a la venta, pero que estás en todo tu derecho de sentarte y leerlos allí. Hay libros muy curiosos, muy antiguos, dedicados por gente conocida y desconocida. Y hubo uno que me dio ganas de hacer justo eso a lo que invitaban: sentarme y leerlo allí. ¿O cómo se supone que debía reaccionar ante las galeradas del nuevo libro de Penelope Lively que acaba de ponerse a la venta sin yo saberlo en esos momentos y que además cuenta una irresistible historia familiar? Fue muy doloroso hojearlo y tener que devolverlo a su sitio.

Pero el dolor fue menos cuando llegamos a otra salita repleta de libros, con un banco largo acolchado donde había un chico tocando el piano y una chica en una especie de diván escuchándolo. Y nosotros sin saber si habíamos traspasado alguna frontera. Pero parece ser que en Shakespeare & Company no hay fronteras. Si hubiéramos querido nos podríamos haber sentado allí a leer a Penelope Lively o cualquiera de los miles de libros que no están a la venta.

Después nos enteramos un poco más de la historia de Shakespeare & Company, que tampoco tiene desperdicio alguno. Sylvia Beach, la famosa propietaria original, nunca tuvo su librería en la Rue de la Bûcherie, que es donde está esta. De hecho su Shakespeare & Company nada tuvo que ver con esta. La Shakespeare & Company de Sylvia Beach estaba en la Rue de l'Odéon y cerró en 1941, con la ocupación alemana, después de haberse convertido en toda una institución y de haber publicado el Ulysses de James Joyce.

Diez años después, un tal George Whitman abrió otra librería similar a la Shakespeare and Company original llamada Le Mistral que con el tiempo pasaría a llamarse Shakespeare & Company. George Whitman llevó lo que Sylvia Beach había empezado mucho más allá. Le dio más vida y la transformó de nuevo en una institución. George Whitman aún vive, pero hoy es su hija, Sylvia Beach Whitman, la que está a cargo de la tienda (luego vimos una foto suya en internet y Manuel dice que él la vio por la tienda. Grrr, yo me la perdí, los libros tenían toda mi atención).

Para mí, mejor incluso que los libros, la filosofía, el aspecto y lo acogedor de la librería es los relacionado con los famosos "tumbleweeds". Los "tumbleweeds" son escritores que pueden pedir que les acojan en la librería. Pueden vivir allí (dormir en cualquier sitio dentro de ella (si son autores ya publicados el alojamiento es ligeramente mejor, creo) y usar unas ducha públicas que hay por la zona) con dos condiciones: 1) que ayuden un par de horas al día en la tienda y 2) que lean un libro al día. Así tienes a "dependientes" entusiastas, que saben responder a muchas de las preguntas con facilidad, sin necesidad de recurrir a una base de datos ya de entrada, dispuestos a ayudar, a aconsejar, a dar conversación que además, puedes ver sentarse a la mínima fuera a leer su libro diario o sacarlo del bolsillo y ojearlo como pueden mientras van sacando de las cajas los recién llegados.

Salimos bien cargados, con la anécdota de si un libro nos costó "three" o fue "free". Y volvimos, por supuesto que volvimos el último día. Y volvimos a comprar y nos sellaron los libros con su logo y presenciamos una conversación de un chico que pedía ser un "tumbleweed", un refugiado de Shakespeare and Company. Nos sentamos fuera, curioseamos los libros expuestos fuera, picoteamos algunas galletas que teníamos en la mochila y una perrita negra cuya chapita decía que se llamaba Colette se nos acercó y quiso participar del "aperitivo", como ese parece ser el espíritu de la tienda, así lo hicimos e hicimos, nunca mejor dicho, muy buenas migas con ella.

El primer día nos pasamos después por la otra tienda de libros en inglés de la zona, Abbey Books, regentada por un señor canadiense. Tienda también curiosa, pero mucho más caótica y angosta, por lo que nos fue imposible encontrar nada. Y ambos días nos dedicamos a callejear por la zona. El primer día descubrimos que existía la posibilidad de comer, y comer bien, en París por menús de diez euros (o más, claro). Shakespeare and Company y la famosa Rive Gauche nos ayudaron a reconciliarnos con muchas cosas que nos "caían mal" de París. Toda una experiencia.

domingo, 30 de agosto de 2009

île de la Cité

No sólo París, como buena capital, tiene su correspondiente río como decía ayer, sino que además su río tiene islas. La Île Saint-Louis ni la pisamos, pero si nos dimos unos buenos paseos por la de la Cité que es, por ejemplo, donde está Notre-Dame.

Allí llegamos ilusos después del Louvre y el correspondiente paseo por el malecón Louvre-Île de la Cité, cruzando a ella por el Pont Neuf porque a Manuel le hacía ilusión cruzar por un puento mítico en la historia del cine (¿francés?). El pobre lo intentaba, pero yo a menudo me perdía en las referencias cinematográficas. A lo máximo que yo llegaba - más que nada porque salían de mí - fue a Amélie (más en una futura entrada) y a Before Sunset (Antes del atardecer).

Resultó que había una cola enorme y que por medidas de seguridad la tarjeta de visita adelantada aquí no permite saltarse la cola, sólo te ahorra el tener que pagar. Estábamos cansados y había mucho que ver aún, decidimos volver al día siguiente a primerísima hora, porque teníamos muchas ganas de ver las famosas gárgolas de cerca.

Al día siguiente nos enteramos 1) de que el día anterior podíamos haber entrado a ver la Catedral por dentro sin colas, puesto que es gratis y de acceso libre y 2) que a quien madruga no siempre Dios le ayuda ni aunque sea para visitar una catedral. La cola a primera hora era idéntica a la del día anterior y el sol ya achicharraba. Así que saludamos a las gárgolas desde abajo y entramos a ver la catedral por dentro, que también merece la pena.

Como el reflejo de comprar souvenirs no siempre justificados es mi reflejo de entrar una iglesia donde se pueden poner velas en la capilla que uno elija y querer poner una vela a la capilla que más me convenza por motivos totalmente aleatorios. Así que yo quería-quería-quería poner una velita en Notre-Dame y valoraba a quién ponérsela mientras íbamos dando la vuelta. Llegamos a la capilla de Juana de Arco y como ninguna capilla hasta entonces me había dicho gran cosa, decidí que, por ser la más conocida, se la iba a poner a ella. Menos mal que Manuel vino a pararme los pies y a recordarme que Juana de Arco no pertenecía precisamente al club de la anglofilia y que ponerle una vela seguramente te hace perder el carnet de anglófilo de forma automática. Así que con ese susto en el cuerpo y para no arriesgarme a poner velas a posibles "enemigos" decidí no poner ninguna vela.

Ah, por cierto, aviso para turistas: en las zonas muy turísticas y sobre todo en Notre Dame hay chicas a las que se las ve venir desde lejos - literal y figuradamente - que te preguntan como obvio mecanismo de robo "do you speak English?". Por supuesto el gesto inmediato es moverse hacia cualquier sitio. No me gusta ser paranoica ni decir estas cosas, pero así es y es bastante molesto.

El caso es que la tarde que renunciamos a las gárgolas por primera vez, nos fuimos a un sitio que estaba en mi lista de prioridades y que, por la escasa cola que había, tampoco debe de tener tantas estrellas como el Louvre en las guías (es incomprensible pero de todos modos espero que se mantenga así): la Sainte-Chapelle, donde sí pudimos entrar sin hacer cola gracias a nuestra tarjetita (a veces) mágica. Yo tenía muchas ganas de verla y grandes esperanzas de que me gustara mucho, pero lo cierto es que al natural es aun mucho más impresionante de lo que pueda serlo en foto. La primera visión deja literalmente boquiabierto y a medida que la miras con más detenimiento y ves la cantidad de detalles que la adornan - las vidrieras son, por supuesto, el plato fuerte, pero una mirada al suelo tampoco queda desperdiciada en absoluto - casi corres el riesgo de sufrir síndrome de Stendhal.

A pesar de lo que he dicho antes de las estrellas de la guía, que nadie se llame a engaño y piense que no había nadie, porque para lo pequeñita que es sí que había mucha gente. Y un señor cuya misión en la vida parece ser la de hacer "shhhhh" periódicamente y recordar a la gente maleducada que están en una capilla. Un trabajo casi tan apasionante como el de custodiadora de la Gioconda en el Louvre.

Después de eso nos recomendaron visitar la Conciergerie, que está al lado y es donde María Antonieta pasó sus últimos días. Ahí hay mucha menos gente - la relación amor/odio de los franceses con María Antonieta o cualquier razón rocambolesca no parecen permitirles ni espabilarles para sacarle del todo partido a la popularidad de esta mujer gracias a la película - y es comprensible. Pagar por verla no merece la pena especialmente. Si llevas tarjeta que te permite entrar "gratis" sí que es una curiosidad, pero no imprescindible. Se ha reformado muchas veces y aunque han hecho todo lo posible por dejarlo todo como María Antonieta lo hubiera visto, todo son conjeturas. Aun así, es curioso y dentro de lo que cabe está bien puesto.

Dimos alguna que otra vuelta más por la islita y el día de la despedida definitiva de las gárgolas, cuando tomábamos el malecón hacia el Museo de Orsay, vimos desde allí el final, la puntita de la isla, con unos turistas allí parados que no sabían muy bien qué hacer llegados a ese punto.

sábado, 29 de agosto de 2009

La Seine

Nunca deja de sorprenderme - aunque históricamente sea lo más lógico - que la mayoría de las grandes capitales tengan ríos importantes. Y que Madrid tenga el Manzanares.

Tampoco deja de sorprenderme nuestra tendencia a terminar siempre andando a la "orilla" de esos ríos. (He aquí un problema lingüístico que me ha llevado un rato: "orilla" entre comillas (¡rima!) era una malísima traducción de lo que mi cabeza llamaba automáticamente embankment en inglés. Las investigaciones y la RAE apuntan hacia malecón que suena casi peor que embankment, que es una palabra de esas que me hace reír. Es lo que tiene haber vivido con un río como el Manzanares). Bueno, entonces, que tenemos tendencia a caminar por los malecones (suena tan, tan mal). Yo no sé si es que nuestra visión proporcional de las distancias en los mapas se echa a perder cuando hay un río al lado, pero el caso es que siempre nos creemos capaces de recorrer distancias a la vera del río y siempre acabamos con los pies molidos, por no mencionar el hecho de que, salvo al principio de la caminata, el paseo suele no ser excesivamente vistoso y bastante monótono, con pequeñas excepciones.

El Sena no lo vimos hasta el segundo día, cuando ya lo utilizamos como guía para ir de un lado a otro, y eso que el primer día habíamos estado al ladito cuando pasamos por la Plaza de la Concordia.

Y pese a nuestra experiencia en caminatas por los malecones del mundo, no sé si sería por el calor sofocante o por qué, pero había veces que la caminata se volvía muy desagradable por cierto olor a pis que nos atufaba.

Pero también había vistas bonitas y aquí por fin poco unas fotos donde se ve la Torre Eiffel que aunque habíamos visto de lejos ya varias veces y capturado en otras fotos, no había tenido oportunidad de sacar en ninguna foto de las que he ido poniendo. Ahora y sólo ahora nadie puede negar que hayamos ido a París.


Aparte de las vistas y el olor, el Sena también está amenizado - salvo cuando ya han cerrado, claro - por los famosos bouquinistes. Aunque hay que reconocer que quedan ya pocos que se dediquen única y exclusivamente a la venta de libros de segunda mano, porque la mayoría o tienen unos pocos para hacer bulto entre los souvenirs o prescinden de ellos directamente en favor de cantidad de souvenirs, postales, carteles y demás parafernalia que hace las delicias de los turistas. Nosotros no éramos menos y aunque mirábamos los libros, los ojos se nos iban a la gran variedad de souvenirs.


Ser turista es raro: acabas debatiendo si comprar un imán para el frigorífico con forma de baguette. Y no sólo eso: comentas que el imán "barato" de tres euros es una baguette bastante repugnante por el color anaranjado tan poco real que tiene y decides que el bueno, el que está conseguido de verdad, es el que cuesta 4,5 euros. Por suerte el cerebro turista tiene unos límites y llega un momento en que te planteas si realmente necesitas un imán para el frigorífico con forma de baguette ultrarrealista. Algo en tu interior que aún no se ha puesto las metáforicas sandalias con calcetines dice que no, que no lo necesitas. Será aguafiestas.

Ese mismo algo interior lo que no aprende es que no hay que dejar las cosas "para más adelante" porque eso es sinónimo de quedarte sin ellas. Así, fui dejando imanes, postales y demás de las famosas fases de la construcción de la Torre Eiffel, en parte con la esperanza de comprarlo in situ en la propia Torre. En los bouquinistes vendían una lámina bastante tentadora por diez euros, pero la verdad es que yo no quería la lámina. Yo quería un simple recuerdo y punto. Para cuando lo quise comprar de verdad no hubo forma de dar con nada de lo que había visto, sólo con la lámina grande que yo seguía sin querer. Al final tuve que conformarme con una tira de postales de un bouquiniste en que aparecen muchas más fases de construcción por un euro. Creo que salí ganando, pero a pesar de todo se me quedó la espinita clavada.

El caso es que desde la orilla de enfrente siempre se ven cosas interesantes a pesar de todo. Esta tienda de "grabados y libros antiguos" con un cartel que da fe mejor que cualquier logotipo moderno de que eso es precisamente lo que venden, con su aspecto antiguo, sus letras perdidas (en realidad pone "rabados") y sus letras torcidas, y con las ventanas y las flores encima me cautivó.

viernes, 28 de agosto de 2009

Ladurée

Ya dije que en el hotel nos habían dejado tres macarons de bienvenida. Estaban ricos, pero desde el primer mordisco supe que obviamente no venían del sitio de donde deberían venir todos los macarons: la mítica pastelería Ladurée, fundada en 1862. No sé cuándo la descubrí ni por qué. No he visto la película de Sofia Coppola María Antonieta, así que me acabo de enterar de que fue Ladurée quien suministró los macarons que come la reina en la película.

He aquí el escaparate de la que fue la deliciosa parada que mencioné que habíamos hecho el primer día nada más llegar. Situada en plena Rue Royale (aunque tiene otras: una en los Campos Elíseos que nos pillaba mucho más cerca del hotel, y también tiene un par de tiendas en Londres, una de ellas en Harrod's, of course), es probable que fuera la única tienda de toda la calle en la que nuestro bolsillo estuviera a la altura - por los pelos - y, lo que es más importante claro, la única que tuviera algo que realmente nos interesaba. Para ponernos una medallita debo recordar que cuando entramos estábamos medio muertos de hambre y a pesar de eso fuimos conscientes de las delicatessen que estábamos comprando y cómo no podían devorarse como si fueran un bocadillo de chorizo. Resistimos la tentación y dejamos los macarons para un momento más apropiado. Medallita puesta.

La cola salía a la calle, así que dejé a Manuel en ella y quise aventurarme a curiosear el interior, que tiene la parte de venta al público y un pequeño salón de té, todo decorado muy a la francesa, no faltaba ni un dorado, pero era bonito. Quise hacer una foto y un guardia de seguridad salió raudo y veloz a decirme que no podía, cosa que añadiría sal a las heridas al día siguiente en el Louvre. ¿Nadie más ve raro que dentro de una pastelería no se puedan hacer fotos ni con flash ni sin flash y dentro del Louvre se puedan hacer todas las fotos ridículas que uno quiera con flash?

Relevé a Manuel en la cola y esperé ansiosa mi turno. Una vez dentro de nuevo de la tienda, cuando te vas acercando al mostrador, puedes coger la carta de sabores de todos los macarons que tienen. Hay muchísimos y aparte tienen sabores especiales de temporada. Yo ya había decidido coger una "reglette Napoléon III" de seis macarons por el (nada) módico precio de 12,90 euros y ahora quedaba elegir entre la multitud de sabores. Los elegidos fueron: vainilla (por supuesto), bergamota, coco, pétalos de rosa, chocolate amargo (para Manuel) y frutas del bosque. Las decisiones nunca terminan y entonces me llegó el turno y el dependiente me preguntó de qué color quería la reglette: lila, rosa, verde o negra. Elegí la verde, que es el color del establecimiento y fui diciendo mis sabores como quien canta los números en el bingo.

Creo que fue a la mañana siguiente cuando empezamos a hacer la degustación. Me recreé en la compra:


Todos estaban riquísimos con la excepción del de pétalos de rosa. Creo que los dorados y el lujo de la tienda me cegaron porque normalmente el sabor de pétalos de rosa no me gusta, pero ahí estaba yo, pidiéndolo. Luego me arrepentí cuando vi que había uno de violeta, que es un sabor que sí que suele gustarme mucho.

El de vainilla se merece un párrafo aparte. Hace unos meses proclamaba mi adoración hacia el jelly belly de vainilla francesa. Y comiendo el macaron de vainilla (y más tarde un helado de vainilla) entendía por qué la vainilla francesa no es vainilla a secas. La vainilla francesa es el mejor sabor del mundo, simple y llanamente. Y el macaron de vainilla francesa es el mejor alimento del mundo. Y creo que me estoy quedando corta, debería decir del universo por lo menos.

Así que volvimos a Ladurée el último día, como hay que volver siempre a los sitios buenos. Pensamos en ir a la tienda de Campos Elíseos o incluso esperar a toparnos con la "carrosse" que tienen en Orly, pero esto último lo descartamos sabiendo que somos gafes (y como somos gafes y planeamos contando con ser gafes lo primero que vimos en Orly al llegar para coger el avión de vuelta fue la famosa "carrosse"), volvimos a la de la Rue Royale y esta vez elegí la reglette negra.

Después de un señor que se llevaba una caja grande - tampoco enorme - llena de macarons por valor de más de cien euros, yo elegí mis seis modestos macarons. El dependiente me preguntó varias veces, muy solícito él, si no deseaba probar algún otro sabor. Yo tenía la espinita clavada del de violeta, pero no: lo que le había pedido era lo que quería:


Todos de vainilla.

Y qué pena el día que, ya de vuelta en Barcelona, me comí el último.

jueves, 27 de agosto de 2009

De museos

El día del Louvre por la mañana, es decir, justo cuando no teníamos que andar de acá para allá por la calle, fue el único día en que estuvo nublado y amenazaba lluvia. Muy previsora yo hasta metí el paraguas en la mochila, por si acaso. Y me olvidé de sacarlo esa noche, cosa que luego nos vendría bien.

Antes de entrar al Louvre, dimos una vuelta por las Tullerías, nos sentamos en unas sillas cómodas dispuestas alrededor de una fuente y disfrutamos del fresquito mientras leíamos en la guía la historia del edificio del Louvre, que otra cosa no, pero movida es un rato.

De camino al Louvre, nos reímos con mi momento de gloria. Estaba yo haciendo fotos - o intentándolo, porque recuerdo que en esos instantes la cámara estaba especialmente rebelde - del Arco del Triunfo del Carrusel que forma el famoso eje con el obelisco de la Plaza de la Concordia y el Arco del Triunfo, cuando de repente Manuel se acerca y me dice que me gire. Sin tener ni idea de qué quiere, me giro y me encuentro que estoy en una especie de "photocall", con un enorme grupo de turistas en masa haciendo fotos del arco.

Otra cosa que también nos hizo reír, aunque no recuerdo si va antes o después del momento de gloria, fue la escultura de la señora que se cae. Por más que la miré no conseguí imaginar qué otra cosa podía estar haciendo más que cayéndose de la cama. Me gustó.


Era prontito, pero la cola para entrar al Louvre ya era larga, menos mal que nosotros íbamos preparados con la tarjeta comprada con antelación y pudimos entrar por el Pabellón Richelieu sin esperar. Me gustaron las vistas desde debajo de la famosa pirámide, mientras mirábamos el enorme plano del museo y tratábamos de decidir a qué pabellón ir o por qué pabellón empezar. Otra cosa no lo sé, pero los instantes iniciales en el Louvre son apabullantes: ¿qué quieres ver antes? ¿el arte egipcio? ¿el arte griego? ¿pero el de esta planta merecerá la pena? ¿y si empezamos por aquí y vamos andando hacia allí?

Optamos, creo recordar, por empezar por el Pabellón Denon, probablemente porque era el que más cerca teníamos, que al final es la forma más sencilla de decidirse. De repente empezaron a aparecer señales que indicaban el camino hacia la Venus de Milo, así que allá fuimos. Y ahí empezaron mis problemas con el Louvre. ¡La masa de gente! El problema no era la masa en sí, sino la composición de la masa. Puede que suene horriblemente snob, pero diría que el 80% de los presentes no habían pisado ningún museo de su ciudad en su vida. No me parecería mal que empezaran a cambiar de actitud con el Louvre si no fuera porque no había cambio de actitud en absoluto: iban al Louvre porque su guía le da las tres estrellas que significa que no te lo puedes perder. Además, tanto la guía como el Museo les mandan de acá para allá a ver lo más destacado. Es dudoso que ni en la guía ni en el Louvre se molesten en leer por qué es lo más destacado porque en lugar de leer nada se dedican a hacerse fotos delante, como si en vez de una escultura milenaria se tratara del famoso de turno que se han cruzado por la calle, y qué pena que la Venus de Milo no tenga brazos para firmarte un autógrafo también. Para mí el Louvre en ese momento se convirtió en un supermercado del arte y, como le decía a Manuel, si todo el numerito de las fotos, de las aglomeraciones, del ver por ver sin saber ni cómo ni por qué, hubiera pasado en Estados Unidos, por ejemplo, los europeos nos habríamos llevado las manos a la cabeza. Pero pasa en Francia con su "excepción cultural" y nadie dice nada. Manuel decía que lo tenían que llevar aun más allá y hacer una especie de "Louvre express" con sólo lo que sale en las guías, dispuesto para que la gente haga sus fotos. Visto lo visto, no lo considero una idea del todo descabellada y si a mí me horripiló me parece que a alguien que le guste de verdad el arte o que se dedique a ello le tiene que dar náuseas como mínimo. Me acordaba de todas las reflexiones sobre los museos de Penelope Fitzgerald y entendía aun más muchas de las cosas a las que apuntaba.

A pesar de todo conseguí colarme entre la masa para ver la Venus de Milo como se merece, intentando bloquear el ruido de fondo... hasta que una señora a mi lado le dijo a voces a una chica joven que le decía que acelerase con la foto algo como "espérate, hija, que esta muchacha de aquí lleva un buen rato y no se quita de delante". Me quité, bastante enfadada además. ¿Qué es eso de dejar hacer fotos en un museo y con flash además?

Así que fuimos deambulando, con una extraña mezcla entre lo indudablemente bonito e impresionante de lo que veíamos y lo insoportable de la masa humana que lo mira no con sus propios ojos sino únicamente a través de la cámara, primero para hacer la foto y después para confirmar que la foto ha salido bien, sin levantar apenas los ojos para mirar el objeto al natural, que es lo que debería importar porque fotos ya las hay, mucho mejores, en internet. Nos pareció curioso que el único plano que pedía a los visitantes que por favor no tocaran las esculturas - y maldito el caso que hacía la gente, que se hacía las peores fotos del mundo, tocando lo que le daba la gana - fuera el que estaba en español.

Impresionantes muchas de las salas con sus techos elaborados (y yo miraba mucho los techos por aquello de no sentir tanta vergüenza ajena), muchos de los objetos, mención especial, por ejemplo, a la Victoria de Samotracia, que tiene la suerte de estar en un lugar un poco más abierto que la Venus de Milo y poder respirar - sin cabeza - un poco más. Me gustó su mano recuperada y enorme que nadie mira porque no sale en las guías y verla por detrás, que no suele salir en las fotos. Me gustó ver cuadros que nadie mira porque no salen en las guías ni en El Código Da Vinci pero que son bien conocidos y que de pronto te encuentras ahí, al natural. Me gustó ver cómo es fácil crear una aglomeración de gente haciendo fotos sin criterio si te paras delante de cualquier cosa el tiempo suficiente para que alguien más se pare a mirar, haga una foto y se lo contagie al resto. Me gustó ver la cara del siempre misterioso Akhenatón, que estaba en una sala vacía de gente. Me gustaron muchísimo los pequeños objetos de la vida cotidiana en el antiguo Egipto. Me gustó ver la Gioconda, que me gusta desde tiempos inmemoriales gracias a una reproducción que había en mi casa; no me decepcionó porque ya sabía que era pequeña y ya me esperaba las aglomeraciones; me gustó ver que tiene nada menos que tres vigilantes para ella sola y que una de las vigilantes debe de llevar las aglomeraciones tan mal como yo porque estaba hablando y gesticulando sola (el estrés, siempre tan malo). Encontré una sensación extraña el hecho de que un museo sea tan enorme y tenga tantas cosas que hacia el final de la visita estés tan cansado que pases un Rubens y apenas le des importancia ("ah, otro Rubens"). Me gustó ver a la Libertad guiando al pueblo justo delante de mí. Me gustó ir por salas que tienen cuadros impresionantes - o poco conocidos pero preciosos - que están vacías o con el tipo y cantidad de gente que una espera encontrar en un museo.

Luego me enteré de que no sé si todos o algunos días el Louvre abre hasta tarde y a esas horas las aglomeraciones son mucho menores. Visto así seguro que mejora mucho. Y el museo en sí me gustó, tanto el continente como el contenido, lo que no me gustó en absoluto fue la gente que lo visita, llámeseme snob, elitista o misántropa.

Al día siguiente, no sin un poco de miedo, visitamos el Museo de Orsay, que fue una de las cosas que más nos gustó de todo París. La originalidad de ver una antigua estación de tren convertida en un museo tan funcional en mi opinión le gana al Louvre y, por suerte, las guías le deben de dar sólo dos estrellas, así que hay menos gente, menos fotos y todas sin flash, aunque seguía habiendo quien posaba delante de los cuadros y te miraba mal si le obligabas a mirar el cuadro al natural durante más de dos segundos porque decidías ignorar los comentarios o las miradas hostiles mientras tú mirabas el cuadro y le impedías hacer la foto. Memorables, eso sí, unas jovencitas españolas que trataban de hacerse una foto delante de un enorme cuadro puntillista, con una de ellas posando delante, y que no conseguían que quedase como ellas querían. Exasperada, la chica que posaba gritó: "¡pero es que yo quiero que se vea bien esto!". "Esto" dicho mientras plantaba el dedazo sobre una de las pinceladas-punto. Por suerte a la vigilante de la sala le faltó tiempo para acudir corriendo al rescate.

Pero el concepto de museo deja de ser el concepto de comida rápida que puede llegar al ser el Louvre y, por eso, nada más entrar, ya ganó muchos puntos. Y luego está de nuevo el hecho de ver cuadros que siempre han estado ahí y que ahora de pronto tienes delante tal y como los pintaron y descubrir otros que no has visto nunca y que también son espectaculares. Y, por supuesto, si te cansas momentáneamente de mirar cuadros, siempre puedes sentarte en la galería central y mirar el edificio en sí, con su reloj espectacular que debe de ser una obra de arte en sí mismo.

Y también están las vistas, claro. Salimos a que nos diera el aire a la terracita y nos quedamos sin respiración tanto por los precios del puestecito que había allí como por lo que se veía, con las estatuas de la fachada tan cerca, mirando el Louvre al otro lado del río y Montmarte coronado por el Sagrado Corazón a lo lejos (para verlo recomiendo hacer clic sobre las fotos porque en pequeñito no se ve nada de nada), tan lejos que pensábamos que sería lo único que veríamos de Montmartre en todo el viaje. Hubo suerte, hicimos hueco y me alegro muchísimo de, días después, haber llegado hasta allí.


Las tiendas de ambos museos podían haber estado mucho mejor aprovechadas, sobre todo la del Louvre. De Orsay, entre otras cosas, nos trajimos una reproducción del cuadro de Monet Londres, el Parlamento. Boquete de sol en la niebla, que ya tenemos colgada en la pared en casa y que, a pesar de ya conocer de antes, al natural me dejó hipnotizada durante un buen rato (y mal asunto, porque si te parabas delante de un cuadro más de cinco segundos era probable que atrajeras a los fotógrafos de turno).

Hoy tenía propósito de enmienda para escribir una entrada más corta. Obviamente no ha funcionado.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Llegamos a París

¡Por fin comienza la crónica parisina!
Estas dos primeras fotos - curiosamente la de los adoquines me gusta mucho - no son al azar, porque una de las primeras cosas que se observan en París son los famosos adoquines y los adornos florales y demás vegetación, todos esos inmensos árboles, muchas veces podados en forma cuadrada. Esta foto de aquí al lado en plenos Campos Elíseos fue de las primeras cosas que vimos de París y una de las que más me gustó. Otra de las cosas típicas de París son los tejados de pizarra, que por supuesto también me gustaron mucho.

Debo aclarar que mi cámara y París (o quizá mi cámara a secas, que ya va teniendo unos años) no se entendían del todo bien por varios motivos y eso se notará en alguna foto. Primero el sol de París: salvo un día, nos hizo sol y calor en cantidades industriales y el sol de París en esos días tenía una tendencia extraña a siempre estar como oblicuo, como si nunca terminara de subir del todo y siempre te diera directo en los ojos. Y el objetivo de mi cámara, que aparte de mayorcita no es tampoco nada del otro mundo, lo notaba y no podía hacer nada más que añadir cierta neblina a las fotos. Por si eso fuera poco, si mis reflejos para hacer fotos rápidas ya son escasos, esos días no sé qué le pasaba al mecanismo de apertura que a veces no conseguía espabilar: se abría y se cerraba él solo unas cuantas veces hasta que decidía que se quedaba abierto. El caso es que de esta preciosa "profusión floral" de los Campos Elíseos la mejor foto es esta, que no dice gran cosa.

Habíamos dejado las cosas en el hotel, cerca del Arco del Triunfo, un rato antes, después de tener que esperar un buen rato en el aeropuerto para poder recoger la maleta porque algún pánfilo se había olvidado la suya y habían tenido que acordonar la zona, impedir el paso y llamar al experto de turno en apertura de maletas olvidadas que resultan no tener más que lo típico. Creíamos que esa sería nuestra única experiencia memorable relacionada con Orly, pero a la vuelta resultó que no, que pueden pasar cosas mucho peores que tener que esperar a que un señor con metralleta detrás de un cordón policial te deje recoger tu maleta que da vueltas y vueltas en la cinta transportadora. Avanzo ya que Orly es un aeropuerto vetado para nosotros.

Salimos del hotel, que nos había conquistado con sus pétalos de rosa sobre las toallas y los macarons de bienvenida (y luego, cada noche, nos seguiría conquistando con la cama abierta y el bombón de buenas noches). Hacía calor, nos fue entrando sed por el camino e íbamos teniendo ganas de comer algo. Quizá, con ese panorama, ir Campos Elíseos abajo no fuera la mejor opción. Lo primero que veíamos eran restaurantes que no terminaban de convencernos, ni por el precio ni por la pinta de ser para turistas que tenían y, de repente, los Campos Elíseos se convirtieron... pues eso, en campos. Y todo lo que había, además de un sol de justicia y un mar de gente, eran unos puestecillos de perritos calientes donde no sólo las salchichas tenían un color anaranjado muy sospechoso sino que además costaban un ojo de la cara. Ahí fue donde nació nuestro "test de la Coca Cola", que ya sería un clásico el resto del viaje: el precio de la Coca Cola daba una idea bien clara del resto de los productos. Y, la verdad, si una Coca Cola de 20 cl puede llegar a costar 5,70 euros en un sitio que no parece nada del otro mundo, para qué mirar el resto de cosas.

Andando, andando, llegamos a la Plaza de la Concordia. Quizá por el hambre, quizá por la sed, quizá por el calor sofocante, quizá por la masa humana... no nos terminó de convencer e incluso ahora, viendo las fotos sigue - quizá lo que digo sea un sacrilegio - sin decirme nada. Demasiado grande para mi gusto, demasiado desangelada. Tiene un obelisco en el centro, tiene mucho dorado, que visto lo visto es "lo más" en París (y encontramos que los parisinos siguen sin haber superado el efecto "nuevo rico", no parábamos de ver coches horriblemente presuntuosos, por ejemplo), tiene dos edificios iguales, el principio de las Tullerías y el honor de ser el escenario principal de la guillotina durante la Revolución. Eso sí, el cielo de París, sin llegar a ser como el de Estocolmo, también me gustó, me gusta en esta foto, donde parece que alguien haya cogido el obelisco entre los dedos y haya trazado el aspa.

También nos gustó que tiene cerquita un WH Smith que casi te traslada momentáneamente a Londres (que en esos momentos echábamos mucho de menos: con sus muchas tiendas de comida, sus muchos sitios de comer cualquier cosa rápida y, sobre todo, por impensable que parezca, sus precios más asequibles), aunque supere los precios londinenses de los libros y sea carilla. Aquí compramos unas míseras galletas escocesas para matar el hambre: no fue por hacerle el feo a la comida francesa ni nada: simplemente fue lo primero comestible que encontramos sin tener que dejar un riñón como forma de pago.

Con un poco menos de hambre, el mismo calor y, quizá, un poco más de sed, caminamos por la Rue Royale, con una pequeña parada en un delicioso sitio del que ya hablaré, vimos la iglesia de la Madeleine, que nos gustó mucho, vista desde la sombrita de los árboles. Seguimos caminando y haciendo el odioso test de la Coca Cola que siempre daba resultados muy negativos. Antes de llegar a la Ópera, que nos gustó mucho a pesar de que yo sólo tengo un par de fotos no muy allá de ella, encontramos una heladería donde vendían agua helada a precio económico. Casi abrazamos a la buena mujer que nos dio la botella.

Seguimos andando - todo esto era un poco sin rumbo y, en principio, con la idea de encontrar un supermercado o tienda de alimentación o sitio donde comer algo rápido. Supermercados nunca vimos demasiados en toda la estancia en París, aunque por suerte cerca del hotel descubrimos uno del que nos hicimos clientes esa misma noche, y las tiendas de alimentación iban por zonas. Nosotros habíamos elegido la peor zona. Podíamos haber quemado la tarjeta en cualquier tienda cara pero no podíamos comprar cualquier cosa para llevar en la mochila para picar, y comprobamos lo que sería también un clásico: los parisinos de nuestra zona prefieren las tiendas caras a comer.

De repente estábamos delante de las Galerías Lafayette, que nunca habíamos tenido la intención de visitar ni nada, y decidimos entrar a ver si vendían algo de comer. Cuál fue nuestra sorpresa al encontrar en el directorio que la tienda parisina por excelencia tenía un McDonald's dentro. Y también una tienda de sándwiches. El hambre ya había remitido un poco y lo de ir a McDonald's, que al fin y al cabo es igual en cualquier sitio, nunca nos termina de convencer, así que optamos por los sándwiches... que no logramos encontrar. Así que nuestros primeros alimentos parisinos - con las excepción de los macarons del hotel - tienen el honor de ser unas galletas escocesas, una ensalada, bebidas y patatas del McDonald's (a las cinco o más de la tarde).

Luego pululamos un poco más por las Galerías Lafayette ya que estábamos allí. Olía igual que en El Corte Inglés y compré los libros de Fred Vargas.

Salimos a seguir andando, ahora ya con otros fines menos primarios. Llegamos a la Place Vendôme, donde, para (no) variar, hay más tiendas caras. Sentados en unos bolardos (supongo que las tiendas caras y el Ministerio que hay allí no quieren que se pongan bancos), admirábamos esta plaza que definitivamente nos gustaba más que la de la Concordia. Y yo, mirando a Dior, me imaginaba a Nancy Mitford caminando por allí.

Decidimos, poco a poco, ir volviendo al hotel, seguir con nuestra búsqueda de un supermercado, comprar algo para cenar en el hotel. Elegimos mal de nuevo: cogimos la famosa Rue Saint Honoré y lo único que vimos fue más tiendas caras, tiendas caras para literalmente aburrir, con un Zara por allí que tenía pinta de ser un Zara deluxe.

Ni rastro de un supermercado, pero ya por otra calle encontramos una boulangerie donde yo compré mi ansiada baguette en su típica e incomprensible bolsita de papel que no le llega ni a la mitad. De nuevo en los Campos Elíseos, curioseamos por una Fnac un poco cutre y sin libros - la única que vimos y es que las tiendas nunca estuvieron de nuestro lado en toda la estancia - dimos con un sitio de bocatas (caro, por supuesto), compramos unos para llevar, volvimos al hotel a explorar un poco la zona, dimos con nuestro supermercado (el primero que vimos en todo el día) y nos encerramos en el hotel.

Nuestro primer día en París había sido - o parecido - muy largo y no del todo satisfactorio. Aunque luego nos reconciliaríamos con París por zonas (y nuestra zona, a pesar del supermercado y del hotel, resultó no ser de nuestras favoritas, más que nada porque hubiéramos preferido tener más vidilla cerca que no tiendas de Louis Vuitton o Hermès a un paso), siempre teníamos con París una especie de china en el zapato.

En fin, como ya aclaré el año pasado con Nueva York, el primer día lo cuento con pelos y señales, pero no voy a hacer lo mismo con el resto, las entradas, a partir de mañana, serán menos tipo "querido diario" y un poco más temáticas.

Brooklyn, de Colm Tóibín

Desde que me lo regalaron en nuestro último paso por Madrid - y antes incluso, porque me lo regalaron a petición mía - tenía muchas ganas de leer Brooklyn, de Colm Tóibín, pero primero con los preparativos de París y después a la vuelta, me parecía hacerle un feo a París, serle "infiel" con las vacaciones del año pasado. Así que por eso colé a la vuelta a la señora Harris y su viaje a París, porque tenía ganas de leerlo, sí, pero también para asegurarme una conciencia libre para leer Brooklyn.

Y entre que es un libro que engancha y que yo estaba recluída en estos últimos días dentro de la casita de verano huyendo de los odiosos mosquitos tigre que me han utilizado de banquete desde el principio hasta el final, me pasaba largos ratos leyendo y leyendo y leyendo y pasando páginas a un ritmo que hizo que Manuel, al día siguiente de verme empezar el libro, cuando vio dónde colocaba el marcapáginas, no pudiera evitar arquear la ceja.

Pero es que Eilis Lacey y sus aventuras y desventuras, primero en su irlandés Enniscorthy natal, a principios de los años cincuenta, y después en su Brooklyn de acogida eran imposible de abandonar. Eilis, de la que nunca conocemos la edad exacta, más que es muy jovencilla, no encuentra más trabajo en su pueblo natal que el de ayudar en la tienda de alimentación de más renombre los domingos. Así están las cosas en su casa, donde vive con su madre y su hermana Rose, puesto que el resto de sus hermanos han tenido que emigrar a Inglaterra en busca de trabajo también, cuando Rose le presenta al padre Flood, un cura que le asegura un puesto de trabajo en Brooklyn que nunca encontrará en Enniscorthy. En realidad, Eilis no tiene ni voz ni voto: desde ese momento queda decidido que así será y el viaje se pone en marcha.

De buenas a primeras, Eilis se encuentra trabajando en una importante tienda de Brooklyn, con posibilidades de ascender en ella, entre gente que no conoce de nada y un ritmo de vida que no es el suyo. Pero poco a poco, gracias a la ayuda del padre Flood y, para bien o para mal, de sus compañeras de "pensión", se va integrando.

Es entonces cuando sucede algo inesperado que hace que pasen de repente tres cosas: 1) que apreciemos lo bien delineado que está el personaje de Eilis, con sus matices y su absoluto realismo, 2) que por eso mismo nos exaspere - o al menos a mí - su reacción, pese a ser un tanto comprensible y 3) que entonces empiece una parte del libro que no es peor que el resto técnicamente hablando - de hecho por la reacción que consigue sacarle al lector es posible que sea la mejor en cuanto a técnica - sino peor en el sentido de que dan ganas de coger a esta Eilis que tanto cuesta creer que no sea una persona de carne y hueso y zarandearla. Es entonces cuando, incluso yo, que odio enterarme de los finales de las cosas antes de tiempo, tenía que sujetarme los dedos para que no pasaran las páginas para saber qué iba a pasar.

Una gran lectura que me dice que cuando visite alguna librería Tóibín se añadirá a mi lista de búsquedas.

Y otra lectura más sobre Brooklyn, un Brooklyn que pese a ser el de décadas después de A Tree Grows in Brooklyn (Un árbol crece en Brooklyn), de Betty Smith, está tan vivo como en ese libro. Un libro más que me hace lamentarme de no haber pisado más de Brooklyn que un poco de su puente y haber observado de lejos su panaroma (sic). Curiosamente, Manhattan sólo aparece alguna vez en este libro y, cuando lo hace, no es más que de refilón y sin que Eilis - ya que ella es nuestro único filtro en la novela, por quien lo vemos todo - vea gran cosa en él.

Y me siento obligada a mencionar una de las primeras cosas que me sugirió este libro: que su portada es de esas que tiene un parecido más que razonable con otra, en este caso la de la edición americana de The Guernsey Literary and Potato Peel Pie Society, de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, ¿no?

Espero que lo traduzcan, porque todo el mundo se merece conocer a Eilis Lacey, viajar con ella a Brooklyn y tener ganas de zarandearla.

sábado, 22 de agosto de 2009

Flowers for Mrs Harris, de Paul Gallico

No hago más que faltar a mi palabra de prometida ausencia. Pero es que estos libros no me permiten tener la boca cerrada. Eso sí, creo que hoy puedo decir con seguridad que hasta el miércoles no volveré por aquí.

Ya conté que quería este libro desde hace tiempo, más aun cuando decidimos ir a París, pero que al sólo estar disponible por internet en segunda mano, lo dejé para más adelante. Cuál fue mi sorpresa cuando di con él en pleno Shakespeare & Company (me cuesta mucho morderme la lengua sobre las bondades de esta librería, pero cuando hable prefiero hacerlo bien, con calma y fotos). Tenían dos copias de esta preciosa edición británica de 1960, una costaba 7 euros y la otra 10 y yo no conseguí ver ninguna diferencia hasta que Manuel señaló que las primeras páginas de la de 7 tenían palabras traducidas en lápiz al alemán. Puestos a comprar un libro de segunda mano, siempre me gusta uno que tenga un poco de historia visible (tampoco en exceso, pero las anotaciones ajenas, aunque sean meras traducciones, tienen su encanto) y más si el precio acompaña.

Flowers for Mrs Harris, de Paul Gallico es de esos libros que, desde que oyes hablar de ellos por primera vez, sabes que te gustarán. Siempre hay un poco de miedo a que defrauden, pero en la mayoría de los casos, no suele pasar, la corazonada no suele engañar. Y prueba de que la corazonada no engañó con este ha sido que lo he devorado - pese a no llegar a las 150 páginas - en menos de 24 horas: lo empecé ayer a mediodía y esta mañana pasaba la última página.

Flowers for Mrs Harris es un cuento de hadas que mantiene los pies en el suelo en todo momento. Es mágico como los cuentos de hadas y tan realista como cualquier historia cotidiana. Ada Harris, mujer de la limpieza londinense* de acento cockney muy marcado (de ahí que en Estados Unidos el libro se publicase como Mrs 'Arris Goes to Paris, que es como pronuncia ella su apellido), es viuda y vive de forma austera con pequeños caprichos como la quiniela de fútbol (aunque de fútbol no sepa nada), el cine y pequeñas cosas así. Hasta que un día, en el armario de una de sus clientas más aristocráticas tiene una revelación: quiere un vestido de Dior como los del armario. Pese a que sabe que no se lo pondrá nunca, que queda muy por encima de sus posibilidades y de su clase, ella lo quiere como no ha querido nunca nada. Así que se pone a ahorrar y a hacer sacrificios. Y al cabo de más de dos años nos la encontramos en un avión rumbo a París, con un enorme sombrero verde adornado con una enorme rosa, con las diez libras esterlinas permitidas por las aduanas y un fajo de dólares reservados para Dior, con un billete de ida y vuelta en el mismo día y una forma de viajar en avión que suena a la prehistoria.

Y en París comienza lo mejor de la historia. Las vidas de la dependienta de Dior, el contable de la empresa, la modelo estrella del diseñador y alguna que otra más empiezan a cambiar gracias a la señora Harris y la vida de la señora Harris la lleva por vericuetos inesperados.

De vuelta en Londres, el final no es el final feliz esperado y de hecho no es, como en muchos cuentos de hadas, un final empalagosamente dulce, es un final realista, con los pies en el suelo, pero no por ello mucho menos feliz.

En fin, una joya de librito. Hay una adaptación que no sé si será posible ver con Angela Lansbury que me llama la atención. Y hay más libros de la señora Harris (aunque por lo visto no tan buenos como este) que me llaman muchísimo la atención también, sobre todo uno en el que viaja a Nueva York. Y otro de Paul Gallico que sí que he visto más accesible - hasta ahora que lo menciono, claro, que desaparecerá de la faz de la tierra, The Snow Goose, ahora me tienta mucho también, aunque no tenga nada que ver.

Como se merecía la señora Harris, con sus aspiraciones a Dior y su preciosa edición con flores y adornitos varios, le puse un punto de lectura comprado en Versalles que, sin ser de Dior ni mucho menos, creo que le venía que ni pintado.

* El libro, de hecho, está dedicado "To the gallant and indispensable daily ladies who year in, year out, tidy up the British Isles, this book is lovingly dedicated" (Este libro está dedicado con cariño a las valientes e indispensables señoras de la limpieza que año tras año adecentan las Islas Británicas).

viernes, 21 de agosto de 2009

The Yellow Wallpaper and selected writings, de Charlotte Perkins Gilman

Hago una excepción en mi ausencia del blog hasta la semana que viene para comentar este libro.

En febrero, cuando lo compré, hablé un poco de The Yellow Wallpaper and Selected Writings, de Charlotte Perkins Gilman (en esa entrada hay más información sobre traducciones, sobre todo en el comentario de Roberta y su entrada en la wikipedia en español también tiene bastante información). Después de tiempo queriendo leer The Yellow Wallpaper, no podía dejar pasar una edición con portada bonita y, sobre todo, introducción de Maggie O'Farrell (cuyo libro más reciente, sin llegar a ser tan bueno como mi adorado After You'd Gone, que no está traducido, es muy, muy recomendable: The Vanishing Act of Esme Lennox, traducido como La extraña desaparición de Esme Lennox). La edición, aparte de esta historia tan conocida y mencionada, que apenas llega a las veinte páginas y sobre la que trata la introducción de Maggie O'Farrell, incluye también muchas otras historias cortas así como fragmentos de la autobiografía de la autora. Así que, para no dispersarme, que empiezo a notar que es lo que está pasando, voy a ir por partes.

The Yellow Wallpaper la conocía de ciertas menciones en referencia a la "loca del ático", que en origen no es otra que la primera señora Rochester en Jane Eyre pero que con el tiempo ha pasado a ser un término común en la literatura y la crítica literaria feminista. Charlotte Brontë se medio arrepintió de no haberle dado más que una dimensión a Bertha Mason, de haberla hecho un mero monstruo. Jean Rhys se enfadó y reescribió los hechos en Wide Sargasso Sea (Ancho mar de los Sargazos). Y (ojo que esto no es una sucesión de hechos muy exhaustiva ni pretende serlo) llegó Charlotte Perkins Gilman, por entonces Charlotte Perkins Stetson, y le dio voz a la "loca del ático". La hizo hablar y, lo más importante, mostró paso a paso su camino hacia la locura. Para ello, se basó en su propia experiencia cuando, sin entonces saber que existía tal cosa, un "eminente" médico de la época la trató (mal) de una depresión post-parto, a base de no dejarla hacer nada más que estar tumbada en una cama apartada del mundo: no podía comer sola, no podía lavarse, no podía, por supuesto, escribir. Cuando le dio el alta, le dijo que le recomendaba llevar la vida más doméstica que fuera posible y reducir su "vida intelectual" a un máximo de dos horas diarias, siempre quedando bien claro que no volviera a coger un pincel, una pluma o un lápiz en su vida.

Para una mujer activa como Charlotte Perkins Gilman, esto era una abominación y con el tiempo consiguió demostrar que no funcionaba así. Escribió The Yellow Wallpaper para contar lo que casi le ocurrió: que de tanta inactividad, de tanto reposo, de tanto no poder hacer lo que había hecho hasta entonces, de no poder hacer nada con lo que disfrutase, de estar casi literalmente encerrada en un ático, casi se vuelve loca y, de hecho, le dejó secuelas de por vida. Charlotte Perkins Gilman le hizo llegar al eminente doctor una copia de la historia y él nunca se pronunció, aunque a ella le llegaron rumores de que él había reconocido que después de leerla había modificado el tratamiento.

The Yellow Wallpaper podrá no llegar a las veinticinco páginas pero es tan siniestra que se queda con el lector como si tuviera muchas más. Es intensa e inquietante, con descripciones de lo más atmosféricas, y es una curiosa mezcla de historia de tensión, terror, miedo indefinido y "panfleto" (dicho en el mejor de los sentidos) feminista. El final es aterrador, desde luego.

El resto de historias que le siguen están ordenadas por orden cronológico y ver la evolución es muy curioso. Las historias escritas inmediatamente después van en la misma línea, no tan dura, de atmósfera gótica y mensaje feminista. Una mezcla interesante y muy amena de leer.

A medida que pasan los años (y se expanden a lo largo de casi veinte), el ambiente gótico se queda por el camino y las historias, que siguen siendo muy amenas, sobre todo por lo bien escritas e hiladas que están, se vuelven más parábolas. Si pecan de algo, en mi opinión, es de ser demasiado utópicas. Pero supongo que para equilibrar lo que en ese momento era una balanza muy desequilibrada, no cabía otra posibilidad. Y muy bien que hizo.

Son muy originales y de esas en que si una te gusta, la siguiente te gusta más. Cuando las iba leyendo, pensaba "esta la tengo que mencionar cuando hable del libro en el blog", pero al final serían tantas, casi todas, que recomiendo el libro al completo y soy incapaz de quedarme con sólo una o dos.

Y por último están los fragmentos autobiográficos, sacados de la autobiografía que ella escribió. Al principio no sabía si leerlos o dejarlos para más adelante, pero al final los leí y me alegro de haberlo hecho. Charlotte Perkins Gilman tiene lo que para mí es algo eminentemente americano: el don de hacer que una anécdota diga más que páginas y páginas de palabrería, y el don de saber qué anécdotas contar para ilustrar las cosas. Su vida es muy interesante de por sí, más que nada porque es un tipo de vida y personalidad que creo que ya no abunda (analítica, práctica como sólo se era práctico antes, profunda...) y su forma de hilar y contar las cosas es tan suave y amena que da gusto leerla. Ella misma comenta lo importante que es para ella buscar siempre la relación causa-efecto de todo y lo lleva hasta las últimas consecuencias. Al mismo tiempo, sus actitudes modernas, su sinceridad y su visión personal del mundo son una maravilla de leer. Y de esas cosas que sabes o al menos dices y piensas que releerás. Y no me importaría dar con la autobiografía completa y leerla de cabo a rabo.

Para ir concluyendo y para dar muestra de la fortaleza y mentalidad práctica de esta mujer basta con mirar al final de su vida: a principios de 1932 (con 72 años) le diagnosticaron un cáncer y ella decidió que "no tenía la intención de morir de esto". Se compró una botella de cloroformo y la guardó para cuando su vida "dejase de ser útil". Así, el 17 de agosto de 1935 (me gusta que la lectura del libro haya coincidido con el aniversario de su muerte), utilizó por fin la botellita de cloroformo y dejó una carta con palabras que también aparecen en la autobiografía. La carta acababa declarando triunfalmente que "he preferido el cloroformo al cáncer".

miércoles, 19 de agosto de 2009

Calor

Esta mañana, cuando hemos decidido que vendríamos un rato por casa, he pensado que empezaría con la crónica parisina. Ahora, después de una caminata bajo el sol a la peor hora posible, un poco de tren y un calor que se regenera y en vez de ir a menos parece que va a más cuando te sientas, cambio de decisión y lo aplazo, más que nada porque con este calor no soy capaz de hilar nada ni de empezar nada ni de escoger ninguna foto. El calor me aniquila las (escasas) ideas.

A mediados de la semana que viene abandonaremos las peregrinaciones a horas intempestivas y volveremos a estar instalados en casa y, como las temperaturas se mantengan, sabremos de primera mano lo que es vivir en un horno, pero al menos - a diferencia de hoy - tendré más de un par de horas para tratar de poner en orden lo que quiero contar de París.

Así que con vuestro permiso desaparezco hasta que volvamos a casa. En estos días, si logramos no derretirnos - y no es una tarea fácil - leeré mucho, seguiré haciendo el Quiz (pasatiempos) vacacional, veré si los niveles de paciencia y el sudor de los dedos permiten algún rato de maqueta de Casa Amatller y, esto sin ninguna duda, nos dedicaremos a nuestra nueva afición: el Rummy (el juego de mesa que se ve en la foto). Un regalo de mis padres a Manuel por su cumpleaños que desde que hemos vuelto de París casi no ha descansado y, en ocasiones, ha ido acompañado por un delicioso vasito de Coca Cola de vainilla. Debo decir, eso sí, que desde el estreno, mis victorias han ido yendo a menos hasta llegar a un vergonzoso (¿lo diré?) 6-0 esta misma mañana. Si ya lo decía yo: el calor, que me aniquila las ideas.

¡Hasta la semana que viene!

lunes, 17 de agosto de 2009

De vuelta de París

Ayer por la noche dejamos un París que creíamos que parecía un horno para llegar a Barcelona y comprobar que más calor era posible (por no hablar del mosquito tigre que me picó nada más llegar). Para el calor de hoy - 38º C con humedad - ya ni siquiera hay palabras, sólo mi más sincero pésame a los turistas que anden por estas tierras. La vida del turista es muy dura, lo hemos comprobado en nuestras propias carnes estos días. Yo, aparte de otros souvenirs, me he traído una hermosa ampolla en el pie que da fe de nuestras caminatas de acá para allá. Lo de callejear para ver la ciudad, la gente y el ambientillo es lo que tiene.

Con nosotros venía una maleta que a la ida pesaba ocho kilos de nada y ayer había ganado nada menos que siete kilos, y no precisamente a base de comer croissants.

Había trece ejemplares de nuestros "souvenirs" preferidos, es decir, trece libritos. Todos, salvo cuatro, comprados en la mítica, famosa, impresionante y adorable Shakespeare & Company de la que ya hablaré largo y tendido cuando llegue el momento. Me cuesta morderme la lengua eso sí. Los libros de allí son:

- Minnie's Room, de Mollie Panter-Downes. De Persephone y, además, uno de los que más me apetecía tener suyos. También me apetecía el anterior de esta autora, ya que, si este son relatos breves de después de la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra, el anterior son relatos breves durante la guerra. Pero ese, a pesar de tener bastantes y muy tentadores libros de Persephone, no lo tenían. Tuve que hacer un esfuerzo grande para conformarme con este.

- Flowers for Mrs Harris, de Paul Gallico, en una edición preciosa. Quería este libro desde mucho antes de ir a París y me hubiera gustado leerlo antes de ir, porque trata de una mujer que viaja allí. Pero no pudo ser y también tiene su gracia que lo haya comprado in situ.

- Early Victorian Novelists, de David Cecil. Habla un poco de las Brontë, es un Penguin de los clásicos y era muy barato, ¿qué más se le puede pedir a un libro?

- Unquiet Soul, de Margot Peters. Biografía de Charlotte Brontë retro que nunca nos quedó claro cuando la pagamos - porque a diferencia de la mayoría no tenía el precio a lápiz - si el chico nos digo "three" o "free". Yo fui la que entendió "three", pero me gusta más pensar que el chiste que hago siempre cuando las cosas no tienen el precio - digo que son gratis - se hizo realidad en Shakespeare & Company.

- Civil to Strangers, de Barbara Pym. No lo podía dejar ahí y menos por los cuatro euritos que costaba.

- 84 Charing Cross Road, de Helene Hanff, en la edición del 30 aniversario de Virago. Obviamente ya lo tenía en otra edición pero desde que LittleEmily me descubrió que esta incluía la "continuación", The Duchess of Bloomsbury, me tentaba mucho. Y aquí estaba a un precio bastante razonable (expresión, por otra parte, odiada por Helen Hanff).

- Testament of Friendship, de Vera Britain. Al estilo de su Testament of Youth, sobre su amiga y escritora Winifred Holtby.

- Glad of These Times, de Helen Dunmore. Su más reciente libro de poesía, poesía de la que me gusta. Lo tenía fichado desde que salió pero por unas cosas y otras siempre lo iba dejando... hasta que Manuel apareció con él en la mano en nuestra primera (hubo dos) incursión en Shakespeare & Company.

- Emily Brontë, de Muriel Spark y Derek Stanford. Ya lo teníamos en versión fotocopiada (!) pero este tenía un precio razonable, una anotación de su primer dueño que decía que estaba comrpado en Haworth y un recorte de un periódico francés de 1972 con un artículo extenso sobre las Brontë. ¡Impensable dejarlo de nuevo allí!

Y aunque cueste creerlo hubo muchos libros que miramos con ojos de cordero degollado y devolvimos a las apretadas baldas de Shakespeare & Company.

Dos de los libros los compré en el WH Smith de la Plaza de la Concordia:

- So I Have Thought of You, cartas de Penelope Fitzgerald. Lo quería desde que salió en tapas duras y ahora que estaba en tapas blandas no lo podía dejar. Una pena, porque lo compré antes de pasar por Shakespeare and Company y, de haberlo comprado allí, me habría ahorrado tres euros. Porque WH Smith estaba muy bien, pero, esto es innegable, se pasa un poco con los precios. (Me hubiera encantado comprar la nueva biografía de Muriel Spark, que no estaba en Shakespeare & Company, pero es que el precio era desorbitado).

- The Forgotten Garden, de Kate Morton. Mencionado por Miss Froy y con secretos de familia y a precio asequible.

Y los dos franceses, de Fred Vargas, comprados en Galerías Lafayette, que debe de ser como comprar aquí libros en El Corte Inglés, pero qué le vamos a hacer:

- Debout les morts, recomendación de la única lectora

- Y L'homme aux cercles bleus, recomendación de Samedimanche.

Y ya hablaré también de los souvenirs - y no tan souvenirs, porque comimos in situ - culinarios parisinos, pero este no he podido reservarlo para más adelante. Un día, cuando entramos en uno de los siempre escasos supermercados parisinos, Manuel apareció con una botella así, como la de la foto. ¡Coca Cola de vanilla! La descubrimos hace siglos en Inglaterra, desapareció, creíamos que la encontraríamos - lo ponía en la wikipedia - en Nueva York, pero no fue así y el otro día, por sorpresa, apareció en París. Y compramos tres botellas de 1,25 litros que no bebimos allí para poder disfrutarlas con calma y bien fresquitas. Esta mañana hemos descorchado abierto la primera y hemos paladeado sendos vasos. ¡¿Por qué no tiene éxito esta delicia?! Es que es una maravilla.

Tengo, por supuesto, mcuhas entradas y muchas fotos que dedicar a París, pero como aún seguiremos unos días más en la casita de verano, creo que lo dejaré hasta que volvamos a estar instalados en casa, con vuestro permiso.

martes, 11 de agosto de 2009

Au revoir!

Antes de nada: hoy es el cumpleaños de Manuel. Así que ha tocado tarta y reparto de regalos.

Y también toca hacer la maleta, porque la foto de aquí al lado lo dice todo: mañana nos vamos unos días a París.

En la foto se ven las lecturas que, aparte de Fred Vargas para consolidar apuntalar el idioma, he estado ojeando estos días.

El té de París aún no me he decidido a probarlo. He pensado que me lo reservo para la vuelta, para ver si sabe a París. O a baguette. Soy una fan de las baguettes y cuando tenía dolor de muelas y parecía que el dolor no tenía fin y yo ni siquiera tenía hambre, no me hacía a la idea de ir a París y no poder probar una baguette in situ por culpa de una muela. Ahora creo que podré, aunque supongo que el sabor será idéntico a cualquier otra mínimamente rica.

Nuestros planes parisinos dan ya por hecho que se nos van a quedar muchísimas cosas en el tintero, pero lo importante es que lo que veamos lo veamos bien, nos guste, lo disfrutemos y que también podamos ver un poco del día a día en la ciudad de la luz, que la vida del turista medio es igual en todas partes. A la vuelta, como ya es tradición, fotos y más fotos.

En fin, que no cabe otra forma de decirlo: au revoir!

lunes, 10 de agosto de 2009

Ceux qui vont mourir te saluent (Los que van a morir te saludan), de Fred Vargas

Qué esclavas son las novelas policiacas o, en inglés, con un nombre mucho más divertido, los "whodunits". Aunque lea pocas no es un género que me disguste y, si pudiera, por ejemplo, leería muchas más novelas de Agatha Christie. Pero aparte de que al final les doy prioridad a otros libros creo que una de las cosas que me puede es que, por mucho que me guste leer, eso de sentirme tan atada a un libro, tan atada que cada vez que tienes dos segundos libres sientes la necesidad de cogerlo y leer un par de palabras, me resultaría muy agobiante a la larga. Una vez de vez en cuando es suficiente, luego necesito leer otros libros que enganchen no necesariamente menos, pero sí de una forma un poco menos intensa.

Así que en los últimos días apenas he soltado Ceux qui vont mourir te saluent (Los que van a morir te saludan), de Fred Vargas, regalo de cumpleaños de la única lectora que, como siempre, da en el clavo y que además tiene el añadido, como ella misma dijo, de estar en francés. Y eso, a pocos días de París, es excelente para tratar de quitar un poco de óxido a mi francés.

Y qué gran descubrimiento. Ya he pedido a la única lectora más títulos "que me puedan gustar" de Fred Vargas, que aunque no lo parezca es una escritora.

La historia es enrevesada de contar, como casi siempre pasa con las novelas policiacas. Diré, simplemente, que una novela con un divertidísimo triumvirato moderno de emperadores (Nerón, Claudio y Tiberio) y un clásico detective gruñón, situada en Roma, con secretos de familia y tráfico de obras de arte no puede defraudar de entrada y no defrauda en absoluto al, por fin, llegar a la última página.

Fred Vargas se suma a mi escaso número de escritores franceses. Por su escasez, las bienvenidas siempre son una fiesta por todo lo alto.