martes, 30 de noviembre de 2010

The Distant Hours, de Kate Morton

Creo que ya he comentado muchas veces lo mucho que me gustan las sagas familiares, sobre todo si hay secretos y demás. Es una trama que me puede. Antes, hace siglos, cuando iba a la Fnac y no sé si era yo o era su selección de novelas en inglés que era mejor que la de ahora, y me dejaba guiar únicamente por las portadas y los resúmenes (ahora es todo muy complicado: la selección es peor, yo voy más a tiro hecho y, salvo algún que otro flechazo, tiendo a dejar los libros desconocidos que me llaman un poco la atención en reserva hasta mirar en internet... hasta el punto de que no sé si internet me ayuda a tomar decisiones o directamente las toma por mí. En cualquier caso es cómodo) en cuanto aparecía uno con resumen de saga familiar sabía que ese se vendría conmigo. Lo cual no quiere decir que no me llevara algún chasco que otro. Pero por ejemplo, una saga familiar (The Memory Box) fue la que una tarde, en Pasajes (no siempre era la Fnac), me llevó a mi ahora adoradísima Margaret Forster.

Kate Morton parece que se especializa justo en sagas familiares, lo cual por mí es perfecto. The Forgotten Garden (El jardín olvidado) iba en esa línea y me enganchó muchísimo. Me queda aún por leer su primera novela, The House at Riverton, que también promete. Todos ellos, incluido este de ahora, en que hay una casa (deduzco del título de la primera novela) que es casi un personaje más. Y ya comenté hace unos días lo enganchada que estaba a esta nueva novela suya, The Distant Hours, que cuenta varias historias entrelazadas: la de Edie Burchill en 1992 y cómo se entera de que su madre estuvo evacuada durante los primeros tiempos de la Segunda Guerra Mundial en el castillo de Milderhurst (ficticio hasta donde yo sé, aunque por la bibliografía que cita creo que parcialmenete inspirado por el famoso Sissinghurst de Vita Sackville-West) que resulta que también fue la residencia del autor de uno de los libros preferidos de Edie, Raymond Blythe y su (de nuevo ficticio) The True History of the Mud Man. Eso se enlaza con la historia de los habitantes del castillo - en 1992 y en el pasado - las tres hermanas Blythe, dos de ellas gemelas (esto de las tres hermanas y alguna que otra cosa más me recordaba un poco a The Thirteenth Tale (El cuento número trece) de Diane Setterfield). Es decir, nada menos que dos historias familiares por el precio de una.

A pesar de la adicción inicial, eso sí, debo reconocer que luego la historia se deshincha un poco y que, como dijo Miss Froy, no le hubieran venido mal unos pocos recortes aquí y allá. Pero bueno, que el libro se deja leer, más o menos rápido, según el trozo, y la historia que cuenta, aunque predecible en algunas cosas, está bien.

Abundan las menciones y referencias a Jane Eyre y Cumbres borrascosas, por ejemplo, y en general Edie, la protagonista, es una bibliófila empedernida que hace las delicias - por sus comentarios - de cualquier lector bibliófilo que asentirá sin parar ante ciertas afirmaciones. Me hizo gracia, además, que de la bibliografía que cita creo que tengo/he leído alrededor del 50% de los libros mencionados. Menciona incluso la exposición temporal del Imperial War Museum y la "guerra de los niños" que tanto me gustó. Cuando le comenté a Manuel la gran coincidencia de lecturas dijo que podía indicar dos cosas: 1) que yo estuviera leyendo muchas de las cosas que hay que leer o 2) que mis lecturas dieran vueltas y vueltas alrededor de los mismos temas siempre. No lo dijo pero creo que él se inclinaba por la segunda opción. Pero, claro, yo comencé a leer este libro por ser de Kate Morton y por la saga familiar. Yo pretendía distanciarme de la Segunda Guerra Mundial y me encontré de nuevo de lleno en ella. Así que añado una opción número 3: que la casualidad me preselecciona las lecturas y me las pone en bandeja.

Total, que para un día como hoy es un libro perfecto, acompañado de su mantita y su té y su sofá. Un libro para perderse entre sus páginas y quedar sepultado bajo su peso.

Y un libro, por cierto, con un trailer bien chulo:




The Distant Hours by Kate Morton from Pan Macmillan on Vimeo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Tarta del diablo

El nombre de este bizcocho, que es la versión casera del Devil's Food que hicimos una vez gracias a Betty Crocker, lo dice todo: el diablo entra en tu cocina y pone un montón de chocolate sobre la mesa y después se niega a irse, se pasa las horas, los días, tentándote con la idea de comer un pedacito más, supongo que hasta que se acabe. Y luego una vez acabado supongo que no te deja olvidarlo hasta que repites y vuelves a empezar. Vamos, que es la versión repostera de venderle tu alma al diablo, sólo que aquí es todo evidentemente mucho más mundano y, sobre todo, corpóreo.

El bizcocho es contundente, sí, pero tan delicioso que cuesta mucho, muchísimo, parar. Aun así diré en nuestra defensa que el bizcocho está hecho desde el sábado por la tarde y aún queda bastante más de la mitad. Era eso o apalancarnos ayer todo el día inmovilizados en el sofá, cosa que no habría estado del todo mal, con un buen libro al lado, siempre que cosas como la plancha o el teletrabajo se hubieran hecho solas. Y como de momento no domino la técnica de la teleplancha ni el tele-teletrabajo, pues hubo que renunciar a que la tarta del diablo nos saliera por las orejas.

Últimamente tengo un bloqueo mental repostero y me cuesta horrores elegir nada: no sé si es que cada vez me abruman más las recetas que me gustaría hacer pero llevan ingredientes que no tengo y no puedo encontrar fácilmente (algunos de ellos dudo que los pueda encontrar directamente; seguro que hay sustitutos y cosas, pero eso me da casi más pereza) o simplemente la falta de inspiración, el caso es que le pregunté, como siempre, a Manuel el formato de receta que quería, respondió bizcocho y le di el libro de 500 recetas de bizcochos con la esperanza de que él estuviera más inspirado. Tuvo que lidiar con alguna que otra receta apetecible pero con ingredientes complicados hasta llegar a esta que no sé muy bien por qué eligió, ya que al día siguiente mientras la hacíamos dijo que las tartas de chocolate solo no eran lo suyo. Claro que a la vista de la reacción ante el resultado final creo que el chocolate solo le produce la misma reacción teórica que la canela y que luego la práctica es claramente diferente.

La receta es de las que piden que hagas dos bizcochos por separado de forma que luego los unas con una capita de glaseado en el centro. Como ya tengo bastantes trastos en la cocina sin necesidad de tener moldes repetidos, mi sugerencia fue hacer todo en un único molde y luego, en todo caso, cortarlo por la mitad, untar y pegar. Estuve especialmente lúcida - perdón por la falta de modestia, pero teniendo en cuenta la cantidad de casi-catástrofes culinarias a las que nos enfrentamos la mayoría de los sábados que lo diga una vez no parece excesivo - y puse la alfombrita de silicona debajo del molde, que estaba bien llenito ya de entrada, por lo que pudiera pasar. Al final la lucidez me sirvió de poco porque, aunque muy emocionante, el bizcocho subió de forma moderada y totalmente de acuerdo a las leyes de la física que hacen que sea muy difícil que se desparrame al cabo de un rato. Supongo que las leyes tendrán un nombre y una explicación mucho más clara pero una es de letras y no da para más. No exagero y soy consciente que lo de "ser de letras" es una excusa pésima, es como si alguien "de ciencias" escribiera con millones de faltas de ortografía y se excusara en "ser de ciencias", pero no exagero porque sólo hace unos días deslumbré - por decirlo de alguna forma - a Manuel preguntándole "¿verdad que una fracción 4/3 es imposible?" Resulta que no, que es tan imposible como que haya números superiores a 1. En fin, no es excusa, pero sí realidad.

En el eterno símil de las tartas y las fracciones resulta que 4/3 es tener una tarta que divides en tres y además coger un pedacito de otra tarta (¡ah! ¿pero de dónde salió la otra tarta? Mi yo de letras exige un poco de contexto: las tartas no salen de la nada). Nuestra tarta del diablo va camino de por lo menos tener 20 pedacitos o más y por nuestro bien será mejor que nadie venga con una tarta adicional que nos haga sobrepasar ese número. 20/20 (o el número de pedacitos final que sea) será suficiente incluso si la posibilidad de que haya más tartas existe, gracias.

El caso es que nuestros pedacitos bicolores (misterios de la química culinaria, otro berenjenal que mejor miro sólo desde la verja) y nuestro glaseado (al final nos dio pereza lo de cortar la tarta e hicimos sólo la mitad de glaseado para cubrir por encima y así aligerar mínimamente) creo que quedaron de aspecto casi profesional (hoy la modestia me la he dejado por ahí) y el sabor, ya digo, delicioso, digno del nombre.

Ayer, con los votos depositados en la urna y el periódico dominical sobre la mesa, nos deleitamos con la tarta y con algunos artículos. Fantástico este pequeño recuadro sobre el doblaje, por ejemplo. Y después, con el estómago y la mente bien alimentados, a recuperar la vieja costumbre de planchar por la mañana y ver la película clásica a la luz del día: ayer tocaba la despedida definitiva de la saga del Thin Man, Song of the Thin Man (La ruleta de la muerte), de 1947, con William Powell y Myrna Loy y, aunque la anterior no me había parecido que estuviera del todo a la altura, en el caso de esta sí que puedo decir que se despidió dejando el pabellón bien alto.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Primera vela de adviento


A quien tenga casi siempre un ojo puesto en el calendario y piense que yo también lo tengo no le sorprenderá la entrada de hoy, pero puede que le sorprenda el hecho de que en estas fechas aún protesto abiertamente cuando veo que "ya" es Navidad en muchas tiendas y en muchos anuncios de televisión. Que sea Navidad en diciembre, pase, aunque para mí la Navidad empieza más en la segunda mitad del mes, pero que sea Navidad cuando aún estamos en noviembre no me gusta, por mucho que me guste la Navidad. Creo que ya lo he puesto aquí como mil millones de veces, pero el encanto de la Navidad reside en que es breve. Ahora, si empieza a mediados de noviembre y termina casi a mediados de enero... dos meses de Navidad de un año que dura 12 me parece un exceso.

Hace unos días, empujada por el calendario de día a día, me fui a por el calendario de adviento y me costó encontrar uno que me gustara (me niego a comprar uno de Papá Noel, los excesivamente clásicos tampoco me gustan mucho y comprar uno del beso de Klimt me parece ridículo); el que terminé comprando no es memorable ni especialmente mono, pero al menos conseguí que fuera en la línea de lo que buscaba (luego, al día siguiente, vi uno del tipo que me gustan en una papelería: demasiado tarde y, aunque la sugerencia de Manuel de comprarlo para el año que viene no estaba mal, al final lo dejé donde estaba... ya me arrepentiré el año que viene). Manuel se va haciendo con algún que otro turrón en los días de compra, les va echando el ojo a las flores de Pascua (yo insisto en que es muy pronto; de aquí a Navidad aún nos da tiempo a matar una y tener que comprar otra) y yo me desespero porque el año pasado me prometí a mí misma comprar los ingredientes del caldo de Navidad a finales de noviembre pero estoy faltando a mi promesa porque en el congelador no cabe ni un alfiler.

Con el calendario está claro que no se puede luchar y mi calendario decía - y yo lo he comprobado por si acaso - que hoy es el primer domingo de adviento. Así que ha tocado sacar el invento de las velitas sonoras y encender la primera.



La Navidad, en contra de lo que parece en las tiendas y los anuncios, tiene que llegar así, poco a poco, velita a velita.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Servicio de mala atención al cliente

No me gusta utilizar el blog como libro de quejas y reclamaciones pero es que a veces no me puedo morder la lengua.

Un tema muy recurrente en los blogs son las llamadas de teléfono para venderte algo, sobre todo las relacionadas con compañías de teléfono. Sobre este tema creo que todos tenemos "anécdotas" para llenar casi un libro. Lo que me molesta de esas llamadas es cómo al principio intentas ser amable, dejar claro que no te interesa, mostrar un poco de respeto al saber que al otro lado hay una persona haciendo un trabajo. ¿Pero qué pasa? Que descubres que lo del respeto y la educación no se lleva demasiado, no sé si por la cualidad infernal del trabajo o simplemente porque los adoctrinan así cuando los contratan. El caso es que se te ponen chulitos (una vez, cuando aún me quedaban unas mínimas ganas de ser medianamente educada advertí a uno de que iba a colgar y me respondió, muy airoso: "no, quien te va a colgar soy yo", como si me importara o como si fuera yo la que quería seguir manteniendo la conversación. ¡Encantada de que me cuelgues de una vez!). Ahora ya paso, ellos obvian que soy una persona con vida propia cuando llaman sin problemas a las ocho de la mañana o a las diez de la noche, así que yo obvio que ellos son personas con un trabajo que hacer: cuando llaman simplemente digo "no me interesa" y cuelgo sin más. Lo que no me queda claro es la estrategia de márketing que hay detrás. Hay compañías a las que no me cambiaría ni loca, no porque haya mirado o contrastado sus ofertas con otras, simplemente por lo insoportables que me resultan. Luego te ponen anuncios amables y felices en televisión, sí, pero el tío que acaba de gritarte y tomarte por tonta por teléfono es de todo menos amable y feliz. Y mucho más real.

Sobre lo que seguro que también hay montones de entradas en blogs pero de las que yo he visto mucho menos - quizá por pura lógica numérica - es sobre llamadas al servicio de atención al cliente. Llamadas que haces tú.

Ya conté el lunes que el domingo por la tarde nuestro pequeño netbook se había muerto estando aún en periodo de garantía y cómo me había tocado lidiar con un par de telefonistas cuyo entendimiento del español iba poco más allá del "hola, buenos días". Eso complica mucho las cosas a la hora de intercambiar los datos necesarios, pero después de las tres llamadas que hice me quedó claro que da igual, da igual lo que les cuentes en realidad, porque hay un trámite estándar y le pase lo que le pase a tu ordenador va a ser lo mismo: la empresa te manda un servicio de mensajería, te lo recoge, lo mira y te lo devuelve. Da igual si el ordenador no se enciende o si se le ha caído una tecla. Los operadores están adoctrinados para llevarse tu ordenador.

Pero claro, si eso funcionara mínimamente bien no sería tan grave, el problema viene cuando el servicio es único y cutre. Te mandan a un mensajero a recogerte el ordenador en un plazo de siete días, se supone que te avisan el día anterior, qué generosos. El caso es que no me queda claro qué se supone que tienes que hacer en estos tiempos en que prácticamente vivimos con el ordenador conectado a las venas. Nuestro ordenador era eminentemente de ocio, pero Manuel también tiene cosas de trabajo en él, ¿pero y alguien que realmente tiene documentos que necesita usar en los próximos siete días qué hace? Se muere de asco, eso hace, porque yo pregunté - unas mil veces hasta que me entendieron y otras mil veces después - si no podía llevar yo el ordenador a algún sitio y me dijeron, bien "clarito", que ya podía tener el taller de reparación al lado de casa que daría igual, el proceso - como era de esperar - era único. Más luego lo que tarden en la reparación, que seguro que no es poco.

Bueno, pues nada, aceptas pasar por el aro de eso también. A esperar toca. Pero luego viene la bomba que se reservan para el final: te dicen que tienes que dar tu consentimiento y hacerte responsable de que cuando reparen el ordenador pueden tener que reformatearlo SIN PREVIO AVISO. O sea, que mandas tu ordenador a reparar y ellos puede que te lo devuelvan reparado sí, pero más que tu ordenador te devuelven una tabula rasa. Vamos, que es como si vas y te compras uno nuevo. Por más que intenté que se comprometieran a avisarme en caso de que lo tuvieran que reformatear - qué menos que dar a elegir al cliente si quiere llegar a ese punto o no, ¿no? - me dijeron que no, que ellos no me avisarían más adelante, que me estaban avisando en ese momento. Y eso fue todo.

¿Qué pasó? Que Manuel llegó a casa y cuando le dije lo del reformateo casi se cae del susto. ¡En ese ordenador hay cosas que no puede perder! Así que, valiente que es él, llamó de nuevo al servicio de atención al cliente y obtuvo el mismo resultado: que en el momento en que les entregabas tu ordenador te arriesgabas a que te lo devolvieran en blanco. La chica que le atendió (que por lo visto hablaba bien español, tuvo suerte en eso), después de haberle explicado por enésima vez que el ordenador no se encendía, le recomendó que se se grabara los datos antes de enviarlo. ¡¿Cómo exactamente si no se enciende?! Pidió de todas las formas posibles que le pasaran con un superior y no hubo forma. Así que anuló el servicio. ¿Quién quiere que le reparen el ordenador a cambio de perder todo lo que contiene? ¿Por qué, si tienen que reformatearlo, no pueden copiarte tu disco duro como hacen tantas empresas de arreglos y luego entregarte la copia junto con el ordenador reparado?

Total, que Manuel pidió por internet un cacharro que sirve para extraer datos del disco duro y que estamos esperando a que llegue para ver si funciona. Entonces decidiremos si volvemos a llamar al servicio técnico para que reparen el ordenador como les dé la gana o si, simplemente y sintiéndolo mucho, nos deshacemos del ordenador y compramos otro de otra marca (pese a lo mucho que nos gustaba este).

Eso sí, escribió un correo electrónico en que les dejaba muy claritas unas cuantas cosas. Han respondido muy vagamente, diciendo en un párrafo que tienes que entender que ellos no se responsabilizan de tu disco duro y en otro que "se puede consultar con el servicio técnico la posibilidad de solventar la incidencia sin eliminar los datos guardados". Con dos párrafos seguidos así de contradictorios y ese "se puede" no transmiten mucha confianza.

De todo esto lo que más me molesta es que así yo también entrego un papelito de garantía con mis productos. ¡Qué fácil! Monto el servicio (un 902, claro) de tan mala manera que 1) los operadores que pongo me salgan baratísimos y 2) los clientes se espanten por las condiciones que tienen que aceptar. Al final, de tres personas que llaman, una colgará desesperada, otra se negará a pasar por el aro y la tercera será la única incauta que se atreva a pasar por el aro.

Y como aviso a navegantes: el ordenador del que hablo de verdad que iba muy bien hasta que se murió y topamos con su fabricantes. Así que antes de que nadie se arriesgue a comprar nada de esa marca y luego encontrarse con este pésimo servicio diré que la marca en cuestión es una que empieza por Sam y acaba por sung.

martes, 23 de noviembre de 2010

Mad Men: cuarta temporada

Aviso: he intentado que sea una entrada sin spoilers pero seguro que he adelantado cosas que no debía si no se ha terminado de ver la tercera temporada.

El sábado por la noche volvimos a quedarnos huérfanos de Mad Men. Parecía que teníamos toda la cuarta temporada por delante y, de pronto, ya estábamos en el capítulo final. Así que otra vez nos toca esperar casi un año para reencontrarnos con Don Draper y el resto de la troupe.

Es difícil escribir sobre esta temporada sin destripar nada. Y es curioso lo de "destripar" unido a Mad Men porque Mad Men, casi por definición, es una serie en la que no hay destripamiento posible. Pasan cosas, sí, pero se pueden destripar y comentar de la misma forma que puedo decir qué cené ayer sin haber contado antes qué desayuné y comí, porque lo importante en Mad Men no sería tanto qué cené sino cómo y por qué lo cené. Y eso no es una pega a mad Men, sino una alabanza. Una alabanza por hacer una serie tan buena (para mí, ya lo dije, la mejor serie drmática de todos los tiempos), por mantenerte al borde de la silla (ejem, en esta casa es un decir y además me parece que me he pasado de lista y es una expresión inglesa trasplantada tal cual, sin aderezos, pero gráfica y que se entiende) semana tras semana. Y claro que pasan cosas, pasan cosas como en la vida de cualquiera.

Esta temporada empezó bastante desconcertante y con un Don Draper que no era al que estamos acostumbrados, muy dado a la bebida, muy desubicado en todos los sentidos. Y era una situación incómoda. Está claro que Don Draper nunca ha sido un pilar de moralidad, pero verlo así, decadente, era terrible, como si se cayera un mito; un mito que nunca debía haber llegado a tener pedestal propio, de acuerdo, pero ahí estaba de todas formas.

Luego, como siempre pasa y como esos guionistas que obran milagros siempre consiguen, el espectador se adapta a las nuevas situaciones y todo se hace más llevadero. De repente ya no estás tan perdido y todo empieza a cobrar un poco más de sentido: la situación de Don Draper, la nueva oficina, los nuevos papeles de cada uno, la gente nueva. De repente ya estás de nuevo inmerso en el mundo de la publicidad de Madison Avenue en 1964 y todo lo que lo rodea.

Los guionistas en esta temporada, eso sí, se han cebado con Betty Draper. Y no sé si es bueno o malo. Antes, mirada fríamente, daba pena; en frío te ponías de su parte. Ahora ya no da ninguna pena - por lo menos a mí - y sólo cae mal. Lo que antes se podía dudar sobre si parte de su comportamiento era el normal de la época ahora ya parece indudable: no es cosa de la época, es cosa de Betty Draper. Y al final, no sabes si a los guionistas se les ha ido un poco la mano o, como conociendo a los guionistas yo tiendo a pensar, la están poniendo al borde de un ataque de nervios.

Destaco a dos personajes secundarios de esta temporada que, por distintas razones, me han gustado mucho: Sally, la hija de Don y Betty. La niña que la interpreta (Kiernan Shipka) me parece que ha hecho un papelazo esta temporada. Y, en otra línea, a la secretaria (temporal) de Don: Miss Blankenship. Divertidísima (sin quererlo ella, los guionistas sí).

En resumen, una temporada que empezó muy extraña y muy "arisca" y que al final ha resultado impresionante.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Las mejores galletas del mundo

Con prácticamente una semana de diferencia (el año pasado las hicimos el fin de semana del 14 de noviembre y este años el fin de semana del 20) confirmamos que, lo queramos o no, somos criaturas de la rutina. El cuerpo el año pasado se "acostumbró" a las mejores galletas del mundo y este año, el viernes, las reclamaba. ¿Y quiénes somos nosotros para negárselas? Manos a la obra el sábado, qué sufridos somos.

"Las mejores galletas del mundo" fue un título ganado de forma instantánea pero no a la ligera (aunque las galletas lo son) y este año confirmamos que el título seguía vigente y, con toda probabilidad, lo seguirá por los siglos de los siglos. Recordándolas como las recordábamos, casi hubo tortas para zamparse la galleta que se cayó al suelo por accidente (para lo que no hubo tortas fue para limpiar el millón de miguitas que se desperdigaron por un radio superior al que seguro puede calcular cualquier fórmula física). Al final fue mitad y mitad, y nos reafirmamos en lo celestial de las galletas. Al cabo de un rato apareció Manuel con una en la mano para mí y tuvo que confesar que era para equilibrar la balanza, ya que no había podido resistirse a coger otra.

Antes de hacerlas consulté mi propia entrada del blog sobre ellas (qué práctico y qué egocéntrico al mismo tiempo) y este año volví a hacer lo de sustituir el extracto de naranja - que seguimos sin tener - por el extracto "natural" que es el poquito de zumo y la ralladura. Y tan ricamente de nuevo. Además el día anterior había tenido una experiencia de esas en una tienda de cocina en la que preguntas por algo y resulta que, si tú sabes poco, la dependienta sabe aun menos (cosa que me parece absurda pero lo que de verdad me molesta no es la ignorancia sino el hecho de que intenten hacer ver que saben cuando no tienen ni idea), así que estaba reafirmada en mis principios de autoabastecimiento.

Y las galletas, aparte de igual de deliciosas, fueron igual de sencillas. Esta vez nos salieron dos más de las que dice la receta del libro (30 y nos salieron 32), que son siete menos que el año pasado. Debe de ser que las hice un poco más grandes, porque eso del tamaño de las galletas me sigue pareciendo igual de irritante. Y eso que con estas, con eso de hacerlas una bola, me estresa un poco menos que con las que van planas ya directamente. Eso sí, igual que el año pasado, me tomé la justicia por la mano con lo de los tiempos y las saqué antes de lo que indicaba la receta. Y tan ricas.

Así que hemos pasado el fin de semana de galleta en galleta (y ahora en cuanto pueda pienso echarle mano a la lata), lo que compensa un poco el hecho de que ayer tuviera que planchar a palo seco puesto que el portátil pequeñito que nos abastece de películas, series y demás conectado a la televisión ayer decidió pasar de encenderse. Aún está en garantía así que esta mañana he tenido que lidiar con ese fantástico e impagable mundo que es la atención al cliente y que funciona igual que la dependienta de la tienda de cocina del viernes solo que aquí, además, los dos operadores que me han atendido apenas hablaban español, he tenido que deletrear todos mis datos, ninguno de ellos particularmente complicado, todos del orden de Cristina. Si tienes que deletrear Cristina es que la cosa está muy mal. Y todo para no haber acabado aún puesto que me falta un dato del ordenador (que se ha llevado Manuel, que estaba un poco obsesionado con devolverlo a la vida). Cuando me dé el dato tengo que volver a llamar y cuento los minutos hasta poder volver a mantener una conversación de besugos en la que nadie se entera de nada y todo se deletrea.

Pero bueno, no ha sido un fin de semana sin cine porque el viernes fuimos a ver Harry Potter. Me gustó mucho pero me hizo darme cuenta de que recuerdo el libro de forma muy nebulosa. Curioso por cierto que uno de los paisajes fuera compartido con la adaptación de Cumbres borrascosas de 1992. Qué ganas de que llegue julio y la segunda parte.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Virtuosismo

"En el punto medio está la virtud", ¿no?

Pues entonces estos días he sido de lo más virtuosa: he teletrabajado con moderación, he puesto orden en casa con moderación (tanta moderación que los libros recién llegados aún siguen esperando su plaza en la estantería), he cocinado con moderación (ayer había tantas sobras que pasé de hacer una cena nueva), he salido a la calle con moderación (el miércoles sólo la pisé brevemente para ir a comprar el pan), he visto la televisión con moderación (los señores que programan en la Sexta "piensan" - defecto común de los programadores - que los espectadores somos tontitos y no nos inmutamos si una semana nos ponen los dos primeros capítulos de la nueva (tercera) temporada del Mentalista, la semana siguiente ponen fútbol y la semana siguiente (esta), después de tener toooooodo el día en pantalla el cartelito de "El mentalista. 22.15", ponen dos capítulos ya emitidos (de la segunda temporada). Yo sigo sin entender cómo luego son capaces de echarle cara y quejarse de las audiencias bajas y la piratería), he dado cabezadas en el sofá con moderación.

Pero todo este virtuosismo reinante ha sido el resultado, sin duda, de la total falta de virtuosismo en un aspecto:



Kate Morton, su libro The Distant Hours, la manta, el sofá y yo casi nos hemos fusionado en un solo ser. Toda la moderación anterior tenía como objetivo despejar tiempo para leer, leer y leer. Kate Morton me ha vuelto a enganchar de mala manera.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

The World My Wilderness, de Rose Macaulay

The World My Wilderness, de Rose Macaulay es uno de esos libros que llevaba mucho tiempo queriendo leer pero que, a diferencia de otros, no tenía por casa hasta que llegó en julio, así que puede decirse que en realidad no he tardado mucho en darle salida. Y si lo he dejado hasta ahora fue porque me parecía perfecto como toque final a las lecturas de guerra con motivo del 11 de noviembre. Ya que The World My Wilderness habla, sobre todo, de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial.

Es muy curioso porque el libro comienza en 1946 en una villa francesa situada en Colliure, es decir, casi en la frontera con España, con su clima y su vegetación mediterráneos. Allí reside Helen, una inglesa bohemia a la que la guerra en 1939 le pilló en Francia y le resultó la excusa perfecta para no volver con su marido en Londres, junto con Raoul, hijo de su segundo y ahora ya difunto marido, Barbary, hija suya y de su primer marido, y Roland, hijo de Helen y de su segundo marido. Así de confuso es el principio del libro, con apellidos y nombres que van y vienen y un embrollo familiar al que por suerte enseguida se le deshacen los nudos.

Mientras el difunto segundo marido durante la ocupación pertenecía más al bando de los colaboradores que al de la resistencia, Raoul y Barbary estaban completamente integrados con los maquis de la zona y totalmente entrenados en sus métodos. A pesar de que los conocemos una vez ya terminada la guerra, ellos siguen siendo igual de salvajes, sin apenas pisar la escuela y sólo parando en casa para comer y dormir como mucho.

Así que para Barbary es un shock enterarse de que su madre la va a mandar a Londres con su padre una temporada. Su padre, abogado para el que no existen las medias tintas que sí existen para su exmujer, vive en una buena casa de una buena zona y también se ha vuelto a casar. Barbary, a base de patearse Londres, descubre que donde mejor está es en las ruinas que rodean la catedral de san Pablo, catedral a la que ya se sabe que, por muy cerca que le cayeran las bombas, nunca le cayó ninguna que acabara con ella. Como se decía durante la guerra: mientras San Pablo aguante, los londinenses también aguantarán.

En las ruinas se encuentra con Raoul, también en Londres con parientes, y allí recrean con total libertad el estilo de vida de los maquis. Barbary no está interesada en el tipo de sociedad que ve y que se le ofrece en su ambiente familiar. Ella se maneja mejor entre la flora y la fauna de una zona de Londres para nosotros totalmente perdida y que ahora es la modernísima City. Solares y más solares en ruinas (se pueden ver con más detalle si se hace clic en la foto de aquí al lado para hacerla grande) con lo justo para recordar qué eran antes del fuego que los engulló. Una auténtica ciudad fantasma laberíntica con siglos de historia a sus espaldas sacados a la luz a fuerza de bombas e incendios. Una ciudad fantasma que, según cuenta Penelope Fitzgerald en su estupenda introducción, Rose Macaulay conoció bien a base de "expediciones" que imponía a sus amigos y conocidos ("muchos deben de recordarlas aún, como yo") y que, para una escritora a la que por lo visto las ideas le venían en forma de lugares, era el sitio perfecto para narrar el declive moral, la situación incierta, el trabajo por hacer y las ruinas internas (como las de Barbary, que van saliendo a la luz poco a poco) que había dejado la guerra en todos los que la habían vivido.

Y como descripción de un sitio ya desaparecido es un gran homenaje a un Londres que ya nunca conoceremos (salvo que se pongan de una vez a inventar lo de los viajes en el tiempo), un remolino de calles por las que ya nunca podremos andar. A los pies de San Pablo, por ejemplo, estaba Paternoster Row (ahora me parece que como vestigio lo único que queda que puede traerlo a la memoria es Paternoster Square), donde se ubicaba la famosa Chapter Coffee House donde Patrick Brontë primero en solitario y luego con Emily y Charlotte y luego Charlotte y Anne en solitario, se alojaron en Londres. La zona se reconstruyó tras la guerra sin seguir el trazado original, de modo que hoy es difícil imaginar dónde hay que poner los pies para pisar donde pisaron las Brontë*.

Volviendo al libro - que me disperso - al principio me recordaba un poco a Nada, de Carmen Laforet (de 1944, The World My Wilderness tiene lugar en 1946 pero se publicó en 1950) en el sentido de que Barbary llega a un sitio nuevo (la última vez que vio a su padre tenía 10 años, ahora 17) y hostil en todos los aspectos y no es capaz de integrarse y para ello se refugia en la ciudad y en sus gentes. Andrea, en Nada, al menos tiene un poco más de suerte y da con gente decente (en algunos casos, no en todos), cosa que no le sucede a Barbary, que por otra parte tampoco está demasiado interesada en crear vínculos con nadie.

En fin, mi primera novela de Rose Macaulay y seguro que no la última, aunque se dice que - publicada cuando ya nadie pensaba que iba a escribir más ficción - es muy diferente de sus obras anteriores.

* En la City, no obstante, sí que hay otro lugar donde se puede caminar tras sus huellas. En el número 65 de Cornhill (la calle que va por el lateral del Banco de Inglaterra) está el edificio - ahora un banco - donde se encontraba la oficina de Smith, Elder, la editorial de Charlotte Brontë, que esta - en una ocasión acompañada por Anne - visitó varias veces. Curiosamente y, sin saberse muy bien por qué, el número 32 de la misma calle tiene una puerta de madera con varios paneles tallados: uno de ellos representa la visita de Anne y Charlotte a Smith, Elder.

martes, 16 de noviembre de 2010

Adquisiciones recientes (más una)

Como dije hace unos días, el buzón ha tenido unos días de trabajo intenso y, con la excepción del recopilatorio de grandes éxitos de Bon Jovi y la revista Persephone que ya salieron en una foto, ahora les toca el turno a los libritos que fueron llegando como resultado de unos cuantos clics-clics-clics aquí y allá.

Empezando por arriba: la nueva edición de The Brontës, de Juliet Barker. Para definir este libro en pocas palabras basta con decir que Manuel y yo nos referimos a él a como "la Biblia", y no sólo por el tamaño. Si en el mundo entero sólo pudiera salvarse una biografía Brontë, esta sería sin lugar a dudas la que habría que salvar. Se publicó por primera vez en 1994 y ahora Juliet Barker la ha actualizado con los hallazgos y las nuevas conclusiones de los últimos años.

At Freddie's, de Penelope Fitzgerald. Ya estoy sólo a un libro de completar mi bibliografía de Penelope Fitzgerald. Este, como los dos que le siguen, son de segunda mano, adquiridos a través de Play.com (junto con el disco de Bon Jovi). En Amazon este tipo de libros de segunda mano cuestan un penique más los gastos en envío, en Play.com estos libros cuestan unos 3-4 euros sin gastos de envío. Obviamente son los mismos y el precio final es el mismo, pero el factor psicológico de ahorrarse los gastos de envío me puede aunque en realidad no me los esté ahorrando sino que ya estén incluidos en el precio final.

The Wedding Group, de Elizabeth Taylor. Una compra un poco extraña. Yo planeaba un pedido a The Book Depository para hace unas cuantas semanas en vista de que salían a la venta muchos libros que quería, entre ellos una nueva edición de este. Pero, por curiosidad, se me ocurrió mirar si en Play.com lo tenían de segunda mano y, sí, allí estaba, por unos cuatro euros menos. La diferencia es mínima pero ya que iba a hacer un pedido de todas formas era absurdo no optar por la opción rebajada.

The Queen of the Tambourine, de Jane Gardam. Jane Gardam fue una de esas sugerencias del universo. Su nombre aparecía en la contraportada de Wish Her Safe at Home y, en esos mismos días en que yo leía el libro, Pablo Chul puso a esta autora por las nubes. De nuevo di con este libro de baratillo y no me pude resistir.

Highland Fling, de Nancy Mitford. Estos que vienen ahora son de "primera mano" adquiridos en el Book Depository. Me da la impresión de que esta nueva edición del primer libro publicado (en 1931) de Nancy Mitford ha pasado más desapercibida que el lanzamiento hace unos meses de su Wigs on the Green (que aún tengo pendiente de leer), quizá por haberlo publicado una editorial más pequeña. Pero creo que es muy destacable también y viene con prólogo de Julian Fellowes (ahora conocido por haber creado Downtown Abbey... y hace un poco más por The Young Victoria). Este iba a ir acompañado de las memorias de la única Mitford aún viva (qué frase más triste), Wait for Me, de Deborah Devonshire, pero al final vi que las publicarán en formato de bolsillo en junio y como, visto objetivamente, no creo que las fuera a leer antes, al final me reservé para esa edición. (Lo mismo ocurrió con un par de libros más que iba a incluir en este pedido y que al final añadí a la wishlist en formato bolsillo para no olvidarme).

Nella Last in the 1950s. Sobre Nella Last lo dije todo aquí y aquí. Estoy deseando leer sus diarios de los años cincuenta.

The Village, de Marghanita Laski. Después del éxito de sus libros anteriores y con The Victorian Chaise-longue tan reciente me resultó imposible no hacerme con este que ya quería desde hace tiempo (y que cuando estuvimos en la tienda de Persephone estaba en reimpresión).

Y por último The Distant Hours, de Kate Morton, que hace unos meses me tuvo en vilo con su Forgotten Garden (ahora publicado en español como El jardín olvidado, por cierto). Aún tengo pendiente su primera novela, que también tiene una pinta excelente. El chasco que me llevé al recibir este libro, de todos modos, fue que yo lo compré pensando que era una edición de bolsillo (el precio parecía indicar que sería así) pero al final ha resultado tener lo peor de ambos mundos: es enorme como una edición de tapas duras pero tan endeble como una edición de bolsillo. La combinación de ambos va a tener como resultado una lectura bastante incómoda, creo yo.

Pero eso es sólo en la foto, porque a estos hay que sumarle otro que no salió en la foto porque no lo tuve hasta el sábado. El otro día Pablo Chul me recomendaba The Slaves of Solitude de Patrick Hamilton y fue leer sobre él en Amazon y mandarlo a la wishlist. Aun así, me había parecido tan interesante que no pude evitar curiosear si en La Central lo tendrían. ¡Y estaba de suerte! Así que lo reservé en la del Raval y, Manuel, muy amablemente, antes de ir al Liceo el sábado, se desvió un poco y lo recogió.

Así que ahora tengo un montón nuevo de libros que se suman al montón de libros sin leer. Pero qué sensación tan agradable eso de saber que no vas a pasar hambre en mucho, mucho tiempo, ¿no?

lunes, 15 de noviembre de 2010

Sin repostería

Este fin de semana hemos vagueado y no hemos hecho repostería, aunque eso no implica que no hayamos desayunado opíparamente. En realidad, la que vagueé fui yo. Manuel tenía entradas para el sábado por la tarde ver Lulú en el Liceo (cuando las compró me preguntó si me apetecía ir, previa descripción de la ópera en cuestión, y yo pasé) así que yo me quedé en casa y pasé también de la repostería. En solitario la repostería tiene mucha menos gracia, implica tener que medir y pesar yo los ingredientes (no es lo mío) y demás. Así que me di un festín de libro y sofá: repostería para el alma, no hay duda.

Lo de Lulú, por cierto, coincidía con un concierto de Marlango del que nos enteramos el mismo viernes (el día anterior). Una pena, pero como ya hemos visto a Marlango este año no me quejo.

El caso es que como decía más arriba, lo de no pringarnos de harina no significa que no tuviéramos nuestra ración de dulce, trasladada al sábado esta semana. Hacía unos días Manuel había encontrado en otro supermercado unas "porras" congeladas que decían que se podían hacer en el horno. Y es que lo peor de los churros y porras congelados es lo de tener que ponerte de buena mañana con el aceite, la grasa, la cocina llena de gotitas de aceite por todas partes y el olor a frito. Una vez probamos unos churros que se "hacían" en la tostadora y quedaban bien ricos y esta vez la posibilidad de no manchar nada y sólo encender el horno, calentarlo y meter las porras cuatro minutitos sonaba muy tentadora.

Las porras, por cierto, más que porras son churros sin forma y un poco más gruesos (mejor así, porque tanto como me gustan los churros me llaman poco la atención las porras). Vamos, que sería como una vez que, paseando no sé por dónde, vi una churrería de esas ambulantes que en vez de vender churros y porras vendía - para qué andarse con variedad de vocabulario - "churros pequeños" y "churros grandes".

Manuel se ocupó de preparar el chocolate (de bote evidentemente; si el objetivo era pringar poco habria sido muy poco coherente hacer chocolate "de verdad") y organizó una improvisada batalla musical en formato taza: él con la suya de Pink Floyd y yo con una de las mías de los Beatles. No sé quién ganó; los dos quedamos baldados por el contenido de la taza propia.

Y las porras resultaron un éxito, la verdad. Cumplieron su promesa de no pringar, se hicieron rápido y quedaron en su punto. Y de sabor estaban bien ricas y nada aceitosas, cosa que siempre se agradece. La única pega es que las hicimos todas y... bueno, casi no lo contamos. En este contexto se entiende mucho mejor mi tarde de vaguería total y festín de sofá y libro: creo que entonces aún no había recuperado la plena movilidad y cualquier pensamiento relacionado con la comida era poco bienvenido.

Pero bueno, con más moderación, eso sí, pero creo que repetiremos tarde o temprano... a no ser que - como sería muy posible dados mis poderes para estas cosas - a partir de ya el producto desaparezca de la sección de congelados de todos los supermercados de la faz de la tierra. No me sorprendería demasiado si así ocurriera, así que si alguien se ha quedado con ganas de hacer el experimento, que salga ya mismo a buscarlos, quizá llegue a tiempo de interceptar alguno del camión de recogida.

Así que ayer domingo, día por excelencia de desayuno opíparo, nos moderamos mucho y nos dimos un banquete espiritual más que gastronómico.

El artículo de El País Semanal sobre la Frick Collection (ayer Nueva York me perseguía; si los hados intentan insinuar algo lo mejor que podrían hacer sería dejarme un par de billetes de avión y una reserva de hotel en el buzón. Sutilezas las justas, por favor) me mantuvo tan entretenida como cualquier pedazo de repostería casera, acompañado igualmente de té, y después, para cuando ya había exprimido todo lo que me interesaba de El País Semanal, vuelta al libro de la tarde anterior, que con ese cuadro en la portada resulta - no me lo negaréis - hipnótico. (El cuadro es de William Orpen y ahora me entero de que hay uno parecido visto de frente; me gusta mucho más este de perfil).

Y por la noche una gran película: Cluny Brown (El pecado de Cluny Brown) (yo realmente alucino con las traducciones de títulos: la pobrecita Cluny Brown es de todo menos pecaminosa), de 1946 (también el año en que sucede el libro que mencionaba arriba, qué curioso), poco después de terminar la guerra, pero ambientada en Inglaterra (aunque la película es americana y de ahí que exagere y se burle de los clichés británicos) en 1938, poco antes de comenzar la guerra. Cluny Brown tiene el honor de ser la última película que Ernst Lubitsch dirigió de principio a fin y, como tal, es una verdadera joya. Además aparece Charles Boyer al que, aunque ya habíamos visto en alguna otra película de domingo, hasta ayer no había asociado con - obviamente - Victor Velasco de Barefoot in the Park (Descalzos por el parque). En mi defensa a las películas las separan más de 20 años, pero es que ayer la asociación fue inevitable porque su papel de Adam Belinski es un verdadero predecesor (más comedido pero ya apuntando maneras) de Victor Velasco. ¡Gran película!

domingo, 14 de noviembre de 2010

A lo grande


Alguien de mi familia se va mañana a Nueva York por trabajo (y tiempo muy limitado). Al enterarme, mi mente ha obviado lo de "trabajo" y se ha quedado únicamente con lo de Nueva York. Ahora decir que la envidia me corroe es quedarse corto. Ya se sabe, todo lo relacionado con Nueva York es a lo grande.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Les Misérables: concierto del 25º aniversario

Ayer fuimos al cine a ver el concierto de celebración del 25 aniversario del musical Los Miserables (que en realidad se había grabado en Londres en octubre). Después de la experiencia tirando a solitaria de Monty Python nos esparábamos poquita gente y qué equivocados estábamos. Había dos salas ocupadas y la nuestra prácticamente llena.

Conozco Los Miserables muy, muy bien debido en gran parte a que mi hermana era (y es, porque por lo visto no se va a perder las representaciones actuales en Madrid) toda una fan. Empezó poniendo el CD del reparto londinense a todas horas, luego lo estrenaron en español (la primera vez, creo) y también escuchó un poco ese y luego consiguió incluso el original francés. Y a todo esto el disco que más sonaba era el del reparto londinense así que entre unas cosas y otras ahora yo tengo la letra del musical entero aprendida de memoria. Luego hay unas canciones que me gustan más que otras y he seguido escuchando al cabo de los años, pero hay otras que no oía desde hacía siglos y era impresionante cómo ayer seguía recordando - con alguna laguna que otra - la letra.

Dicho eso, nunca lo he visto en acción en el escenario. Eso sí, me especializo en conciertos de aniversario porque si no recuerdo mal allá por 1995 mi hermana alquiló (ah, los noventa, aquilar vídeos en el Blockbuster) el concierto del décimo aniversario. Y ayer fuimos a ver el del vigesimoquinto. El productor del montaje original prometió el del 50º aniversario para cuando él tenga 90 años.

El concierto empezó muy bien, con un grandísimo Jean Valjean (Alfie Boe) que hizo un papelón durante todo el concierto, acompañado por un no menos imponente Javert (Norm Lewis). Y luego la también buenísima Fantine (Lea Salonga), que cada vez que cantaba ponía los pelos de punta. De Los Miserables, aunque algunas de las canciones lentas no me disgustan ni mucho menos, mis preferidas son las corales de ritmo más rápido. De las primeras, por ejemplo, At the End of the Day me gusta mucho (donde es posible las canciones que enlazo llevan a la grabación del reparto original de Londres, que es el que más me gusta porque es el que más conozco). Y que va seguida de la conocidísima I Dreamed a Dream que a mí nunca me ha dicho gran cosa, lo siento, aunque ayer (en realidad el 3 de octubre) Lea Salonga la cantara de maravilla.

Y así fuimos pasando el rato hasta que llegó la nueva generación con dos caras que aparecieron juntas en un plano y que ya, antes de abrir sus boquitas, me espantaron porque no pegaban nada de nada. A estas alturas del musical no conocíamos los nombres, esos los pusimos después en los créditos. El primer individuo, interpretando a Marius, era este y nos hizo pasar vergüenza ajena cantando. Estábamos espantados y yo bromeaba acerca de que sería el hijo del productor o algo. En los créditos resultó llamarse Nick Jonas y yo bromeé - ¡pensé que bromeaba! - diciendo que igual era de los Jonas Brothers, cómo nos reímos ante tal ocurrencia... hasta que ahora descubro que no era broma, que Nick Jonas ES de los Jonas Brothers. Pffffff... Sinceramente, si yo fuera un cantante de la talla de los de la "vieja generación" que interpretaban a Valjean, Javert o Fantine me hubiera negado a compartir escenario con ese niñato. No por ser un niñato, sino por lo mal-mal-mal que lo hacía. Cómo cargarse un papel mítico en un par de horas, por Nick Jonas.

Ayudado por un tal Ramin Karimloo en el papel de Enjolras del que, aunque debo reconocer que como mínimo cantaba mejor que el tal Nick Jonas, me irritaba mucho inicialmente por su cara (lo siento, tiene cara de pánfilo el pobre: aquí en una foto junto a Nick Jonas en un plano posterior pero similar al que ya desde el principio me dio tan mala espina). Entre los dos destrozaron una (bueno, fueron varias) de mis canciones preferidas: Red and Black: aquí en el reparto de Londres y aquí - para quien ose - en el estropicio del temible duo. Terrible lo de ayer.

Pero aún no he dicho por qué me espantaba el que hacía de Enjolras, aparte de por su cara, cosa que quizá le hubiera perdonado de no haber sido porque... ¡cantaba con la z! ¿Cómo se puede tomar en serio a un tío que, por bien que cante, canta con la z un papel como el de Enjolras? Claro, se cargó mi canción preferida de todo Los Miserables. Porque en lugar de cantar Do You Hear the People Sing? cantó "do you hear the people zing, zinging the zong of angdy men, it iz the muzic of a people who will not be zlavez again...". (No exagero, por favor, haced clic en ese enlace y comprobadlo). ¡Argh! Para resarcirme me dejo de enlaces y pongo aquí directamente la versión del reparto original. Es una canción tan imponente, tan llena de ánimo. Ah, me encanta. Y, pese a la z, debo reconocer que ayer en el cine, cantada por un enorme reparto y por un enorme coro tenía momentos (los momentos sin z especialmente) en que era gloriosa. Subid el volumen, por favor:


Por cierto que me estafaron otra de mis preferidas, Little People, que sonó en una versión acortadísima como cinco segundos. Y fue una pena porque el niñito que hacía de Gavroche le daba mil vueltas al temible duo.

La canción lenta que más me gusta de Los Miserables es On My Own, pero la niña que hacía de Éponine (Samantha Barks) ayer era de la nueva generación y le salió una versión un poco Mariah Carey. Así que de nuevo me refugio en el reparto londinense.

Y así entre unas cosas y otras (y risas por nuestra parte donde no debía haberlas; es que a mí lo de la z me mataba, parecía una versión cómica: Loz mizerablez), llegamos al gran, gran final. Sacaron al reparto original y varios Jean Valjean cantaron juntos, lo mismo con otros personajes, que por supuesto les dieron una buena lección a las nuevas generaciones. Al final un montón de gente en el escenario, en el coro y todos cantando y el resultado más que imponente. Los compositores y el productor que tuvo la idea de llevarlo a Londres allá por 1985, todos emocionadísimos, claro. Y, finalmente, una generación aun más nueva (y espero que mejor), resultado de varios concursos por colegios, cantando la versión final de Do You Hear the People Sing para añadir más voces todavía (hacia el minuto 7 de ese vídeo un poco ruidoso pero el único que he encontrado). Ah, una maravilla y un gran final para un espectáculo que no resultó malo en absoluto pero que hubiera resultado muchísimo mejor si no se hubiera vendido con los jovencitos.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Good Evening, Mrs Craven, de Mollie Panter-Downes

Por aquello de las lecturas temáticas de guerra, nada más acabar con Henrietta Sees It Through, me puse con Good Evening, Mrs Craven, de Mollie Panter-Downes. Siendo un libro de Persephone, ya antes de empezarlo daba por hecho que me gustaría. Así que me chocó cuando al principio las historias no me terminaban de convencer, pero luego le encontré explicación. El principal motivo era lo de haberlo colocado justo después de Henrietta, pese a tratar el mismo tema - la Segunda Guerra Mundial en el frente doméstico - no podían ser más diferentes. Henrietta, como ya dije, tiene vocación de levantar la moral, hacer reír a base de experiencias compartidas por la mayoría de los lectores, hacer lo cotidiano un poco más llevadero resaltando lo bueno que tenía o, si había pocas cosas buenas, tomándose las malas con humor. Cada carta a Robert/columna de periódico tiene un tema que queda más o menos resuelto.

Good Evening, Mrs Craven es muy diferente. Son historias cortas escritas para el New Yorker. Mollie Panter-Downes también escribía para esa revista la famosa Letter from London (carta desde Londres) donde se centraba más en los hechos y en lo que sucedía realmente (dos de ellas se incluyen en esta edición, una al comienzo de la guerra y otra al final; las dos me han dejado con ganas de más); en la ficción se centraba más en cosas pequeñas, normalmente relacionadas con el hogar. Y, como decía antes, las primeras no me dejaron del todo satisfecha: después de Henrietta las encontré tristonas, egoístas y, esto es por lo que siempre temo los relatos cortos, de final un poco abierto (tampoco de esos por los que da rabia haber perdido el tiempo leyendo la historia). Las primeras me dijeron más bien poco y me dejaron meditando si sería posible que un libro de Persephone no me fuera a gustar, y más tratándose de un libro del que siempre había leído tan buenas críticas.

Pero a medida que las historias iban progresando creo que sucedieron dos cosas: que yo aparté de mi mente el estilo Henrietta y que, con el paso de los años (las historias se expanden a lo largo de toda la guerra), Mollie Panter-Downes iba mejorando y afinando su estilo. De las primeras que tan poco me habían convencido llegué a las centrales y a las últimas sin saber con cuál quedarme, todas me gustaban mucho.

Mollie P-D (más cómodo y rápido escribirlo así) como decía más arriba, se centra en el frente doméstico, en los cambios que vive y en cómo sus habitantes se adaptan a él. En la introducción se dice - yo no lo sabía - que entre 1939 y 1941 murieron más civiles británicos que soldados, por lo que no está de más resaltar que la vida cotidiana de esa gente resignada a las pequeñas hazañas de cada día durante un tiempo (como mínimo, yo pienso que lo fue siempre, independientemente de los datos) fue más heroica en el sentido en que parece que sólo entendemos la palabra que la de los soldados.

Así que en el libro vemos mujeres que se agobian ante la inminente partida hacia el frente de sus maridos, mujeres que se preguntan qué fue de su vida anterior y cómo es posible que las cosas hayan cambiado tanto en tan poco tiempo, mujeres que abren sus caserones al ejército y se integran en el nuevo estilo de vida, para horror de sus criados. Mujeres desesperadas ante ese tema tan característico de la guerra que es la falta de criados (y que ya cambió el estilo de vida general de por vida). Mujeres que mandan a sus hijos a Estados Unidos pensando que allí estarán más a salvo y de pronto no saben si hicieron bien. Mujeres que se desesperan ante el hecho de tener que alojar a familias de evacuados en casa. Etc. Etc. Etc.

¡Pero también hay algunos hombres! Hay hombres mayores de cuyos servicios las autoridades deciden prescindir, hay hombres mayores que, siendo criaturas sociales, no se resisten a abandonar sus veladas de sociedad pero a los que, de vez en cuando, les viene bien eso de pertenecer a una patrulla de vigilancia para poder escapar de ellas y airearse un poco. Hay hombres que, debido a su trabajo en el Ministerio, se resignan a pasar la guerra, no con fusil en mano en las trincheras, sino en el fregadero, lavando los platos usados durante la cena en casa y realizando tareas domésticas similares. Me pareció muy curiosa esa historia precisamente, en la que un hombre medita sobre cómo, cuando se veía venir la guerra, él se imaginaba realizando algún acto heroico y cómo, mientras reflexiona sobre ello y sobre lo grande que es su casa, lo innecesariamente grande en proporción a toda la limpieza que necesita y que sin criados, tienen que llevar a cabo él y su mujer (historia y reflexión modernísimas, por otra parte, anticipo de los tiempos que vendrían) , está estropajo en mano, realizando algo que, antes de la guerra, hubiera sido impensable para él.

Y no puedo dejar de resaltar un par de cosas más acerca de ese día a día heroico pero infravalorado que es el hilo conductor de todas las historias. En la introducción, se cita una valoración que Mollie P-D. hizo de estas historias de guerra:

If the pieces had value, it's because I took note of the trivial, ordinary things that happened to ordinary people.

Si los relatos tenían valor fue porque tomé nota de las cosas normales y anodinas que sucedían a la gente normal.

Y en su carta desde Londres escrita acerca del Día D:

Londoners seemed to imagine that there would be some immediate, miraculous change, that the heavens would open, that something like the last trumpet would sound. What they definitely hadn't expected was that the greatest days of our times would be just the same old London day, with men and women going to the office, queuing up for fish, getting haircuts, and scrambling for lunch.

Daba la impresión de que los londinenses se habían imaginado algún cambio repentino y milagroso como que los cielos se abrieran o que sonara la última trompeta. Está claro que lo que no esperaban era que el día más importante de nuestro tiempo sería un día normal y corriente en Londres en el que hombres y mujeres acuden a la oficina, hacen cola para comprar pescado, van a cortarse el pelo o se apresuran para ir a comer. (Las dos traducciones hechas rápido son mías)

En esa última carta desde Londres también se habla de las recaudaciones de la Cruz Roja que tanta falta iban a hacer para curar a los heridos de las batallas relacionadas con el Día D. Así que el símbolo rojo al que Mollie P-D se refiere es a la cruz roja, pero yo lo adapto al día de hoy, ya que es 11 de noviembre y por tanto, Poppy Day, día del armisticio (de la Primera Guerra Mundial), en que muchos países (en general de la Commonwealth) los políticos y también la gente corriente se ponen una amapola en la solapa (para conseguirla también donan dinero, como entonces para la Cruz Roja) y recuerdan aquellos campos de Flandes de los que hablaba John McCrae. Pero volviendo a Mollie P-D y su cruz roja que yo transformo en amapola, así es como concluía:

The red symbol which Londoners were pinning to their lapels on Tuesday now shines on the side of trains going past crossings where the waiting women, shopping baskets on their arms, don't know whether to wave or cheer or cry. Sometimes they do all three.

El símbolo rojo que los londinenses se ponían en la solapa el martes pasado ahora brilla desde el lateral de los trenes que atraviesan los pasos a nivel en los que las mujeres que esperan con sus cestas de la compra colgadas del brazo no saben si saludar, vitorear o llorar. A veces hacen las tres cosas a la vez.

Y ese final tan sutil me parece una de las mejores cosas que he leído acerca de la guerra, porque no sólo no se olvida de los que habían luchado en el frente sino que tampoco se olvida del tema que trató desde el principio al final de la guerra, el de los héroes y heroínas de guerra que, con la cesta de la compra a cuestas y una voluntad de hierro, fueron capaces de seguir con su día a día de la mejor forma que sabían que, como se dice en el libro, no siempre tenía por qué coincidir necesariamente con la mejor forma de actuar (aunque muchas veces sí).

Quienes murieron luchando tienen monumentos, cruces y amapolas en la solapa. Quienes se quedaron en casa tienen el libro de Mollie Panter-Downes. No está mal del todo.

martes, 9 de noviembre de 2010

La nueva forma de escribir las cosas

Estas cosas se avisan. El otro día en las noticias hablaban de cosas de aquí y de allí, ya en esa zona en la que cada noticia es de su padre y de su madre y que nunca sabes cuál va a ser la siguiente, cuando de pronto, así, como quien no quiere la cosa, van y dicen que la RAE, casi por decreto, va y cambia ciertas cosas un poco porque les viene en gana. Parece que los académicos, resignados ante el hecho de que Mario Vargas Llosa ha ganado el Premio Nobel y que por lo tanto van a pasar años hasta que otro escritor de lengua hispana lo gane de nuevo, abandonan sus escritos y se ponen a toquetear cosas que no vienen del todo a cuento. Ya se sabe, cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas.

Así que yo, que siempre había pensado que en general eran las normas del lenguaje las que se adaptaban al uso, ahora me encuentro con que es, una vez más, el uso el que tiene que adaptarse a la norma por imposición.

De los creadores de bluyín y cederrón, ahora nos llega una nueva superproducción. Para comentarla me baso en el artículo que apareció en El País:

La i griega será ye. Algunas letras de nuestro alfabeto recibían varios nombres: be, be alta o be larga para la b; uve, be baja o be corta, para v; uve doble, ve doble o doble ve para w; i griega o ye para la letra y; ceta, ceda, zeta o zeda para z. La nueva Ortografía propone un solo nombre para cada letra: be para b; uve para v; doble uve para w; ye para y (en lugar de i griega). Según el coordinador del nuevo texto, el uso mayoritario en español de la i griega es consonántico (rayo, yegua), de ahí su nuevo nombre, mayoritario además en muchos países de América Latina. Por supuesto, la desaparición de la i griega afecta también a la i latina, que pasa a denominarse simplemente i.

Se me cae otro mito, porque yo pensaba que una de las misiones de la RAE era enriquecer la lengua a partir de los muchos países en los que se habla, no empobrecerla para hacerla estándar. Así que eliminar, digamos, "sinónimos" de nombres de letras por decreto y reducirlos a un solo nombre me parece bastante chocante. Ya me veo como la típica viejecita que es incapaz de adaptarse a los cambios y a la que la gente mira con extrañeza cuando se refiere a la "ye" como "i griega" pero, sinceramente, de momento no me veo diciendo "se escribe con ye", más que nada por la imagen de Concha Velasco que me viene a la mente cada vez que lo intento.

Tampoco me veo diciendo "doble uve". Creía que en español el adjetivo se colocaba preferentemente después del sustantivo, no antes.

Ch y ll ya no son letras del alfabeto. Desde el siglo XIX, las combinaciones de letras ch y ll eran consideradas letras del alfabeto, pero ya en la Ortografía de 1999 pasaron a considerarse dígrafos, es decir, "signos ortográficos de dos letras". Sin embargo, tanto ch como ll permanecieron en la tabla del alfabeto. La nueva edición los suprime "formalmente". Así, pues, las letras del abecedario pasan a ser 27.

Esto ya lo asumí hace mucho y cuando pienso en el alfabeto ya nunca las digo. De hecho pensaba que ya era así desde hace siglos.


Solo café solo, sin tilde. Hay dos usos en la acentuación gráfica tradicionalmente asociados a la tilde diacrítica (la que modifica una letra como también la modifica, por ejemplo, la diéresis: llegue, antigüedad). Esos dos usos son: 1) el que opone los determinantes demostrativos este, esta, estos, estas (Ese libro me gusta) frente a los usos pronominales de las mismas formas (Ese no me gusta). 2) El que marcaba la voz solo en su uso adverbial (Llegaron solo hasta aquí) frente a su valor adjetivo (Vive solo).

"Sólo" ya venían mirándolo mal desde hace tiempo, aunque a mí esa tilde me parece práctica, dentro de lo tonta que puede ser. Es evidente que el contexto deja claro si se trata de un adjetivo o de un adverbio, pero eso siempre ha sido así, no sé a qué viene darse cuenta ahora.


"Como estas distinciones no se ajustaban estrictamente a las reglas de la tilde diacrítica (pues en ningún caso se opone una palabra tónica a una átona), desde 1959 las normas ortográficas restringían la obligatoriedad del acento gráfico únicamente para las situaciones de posible ambigüedad (Dijo que ésta mañana vendrá / Dijo que esta mañana vendrá; Pasaré solo este verano / Pasaré solo este verano). Dado que tales casos son muy poco frecuentes y que son fácilmente resueltos por el contexto, se acuerda que se puede no tildar el adverbio solo y los pronombres demostrativos incluso en casos de posible ambigüedad", esto dice la comisión de la nueva Ortografía, que, eso sí, no condena su uso si alguien quiere utilizar la tilde en caso de ambigüedad. Café para todos. No obstante, la RAE lleva décadas predicando con el ejemplo y desde 1960, en sus publicaciones no pone tilde ni a solo ni a los demostrativos.

Mira, de esta me alegro. Yo nunca ponía tilde a los demostrativos y de hecho me daba rabia verla puesta, sobre todo cuando la gente la ponía por defecto sin hacer caso a la norma. Pero es lo de antes: creo que nunca han dado demasiado pie al error, así que no veo por qué ahora, de repente, se considera prescindible.

De todos modos, ya puestos, la tilde diacrítica en general es un poco tonta. Creo que hay más posibilidades de confundir "solo" como adverbio o adjetivo que "te" y "té".

Guion, también sin tilde. Hasta ahora, la RAE consideraba "monosílabas a efectos ortográficos las palabras que incluían una secuencia de vocales pronunciadas como hiatos en unas áreas hispánicas y como diptongos en otras". Sin embargo, permitía "la escritura con tilde a aquellas personas que percibieran claramente la existencia de hiato". Se podía, por tanto, escribir guion-guión, hui-huí, riais-riáis, Sion-Sión, truhan-truhán, fie-fié... La nueva Ortografía considera que en estas palabras son "monosílabas a efectos ortográficos" y que, cualquiera sea su forma de pronunciarlas, se escriban siempre sin tilde: guion, hui, riais, Sion, truhan y fie. En este caso, además, la RAE no se limita a proponer y "condena" cualquier otro uso. Como dice Salvador Gutiérrez Ordóñez, "escribir guión será una falta de ortografía".

Guion (qué difícil de escribir sin tilde, he tenido que borrar y comenzar de nuevo dos veces) es la que más me duele de esta reforma. Manuel se pasó todo el sábado intentando reconciliarme con la idea y aun no sé si con esa me va a pasar como con la "i griega" y me voy a quedar en el uso arcaico y, a partir de ahora, incorrecto.

La modificación será todo lo normativa que uno quiera, pero no por ello es más fácil de digerir: yo hasta ahora escribía con alegría "guión", "riáis" (habría escrito "truhán" salvo que creo que nunca he escrito "truhan" en la vida antes), etc. El problema - mi problema - está en que yo, que soy una integrista de las faltas de ortografía (la única lectora puede dar fe de ello) nunca fui capaz de aprenderme las reglas de las tildes y demás. Fui totalmente incapaz de memorizarlas y a día de hoy no tengo ni idea de qué pasa con las palabras llanas que acaban en "n" o en "s" o como sea. Lo único que se me quedó fue que las esdrújulas siempre llevaban tilde. El resto es pura memoria fotográfica.

Manuel me intentó convencer a base de que no hay necesidad de romper el diptongo o no sé qué historias y, efectivamente, me da mucha rabia la gente que a día de hoy sigue escribiendo "fué", que supongo que es el mismo caso. Pero es que... ¿guion? A partir de ahora me dan ganas de pronunciarlo así, de golpe "guion", dicho rápido a modo de verdadero monosílabo.

Así que aviso para navegantes desde ya: en este blog escribo con relativa frecuencia guion y verbos conjugados en -ais. Puede que me quede estancada en el tiempo, por principios o por inercia, con las tildes de estas palabras. Durante un tiempo intentaré ser buena y amoldarme, pero no garantizo nada. Disculpas de antemano acerca de estas posible faltas de ortografía. Se puede considerar esta entrada como una fe de erratas por anticipado.

Porque esa es otra. Da la impresión de que en vez de buscar que la gente escriba mejor, parecen empeñados en que la gente escriba peor. Gente que hasta ahora escribía correctamente, de la noche a la mañana se encuentra con que ahora corre el riesgo de que, si se deja llevar por la inercia al escribir, estará en peligro de escribir con faltas de ortografía.

Por no hablar de los pobres profesores de lengua que se hayan pasado el curso haciendo hincapié sobre unas normas que de repente han cambiado. ¿Qué credibilidad van a tener ahora?

4 o 5 y no 4 ó 5. Las viejas ortografías se preparaban pensando en que todo el mundo escribía a mano. La nueva no ha perdido de vista la moderna escritura mecánica: de la ya vetusta máquina de escribir al ordenador. Hasta ahora, la conjunción o se escribía con tilde cuando aparecía entre cifras (4 ó 5 millones). Era una excepción de las reglas de acentuación del español: "era la única palabra átona que podía llevar tilde". Sin embargo, los teclados de ordenador han eliminado "el peligro de confundir la letra o con la cifra cero, de tamaño mayor".

Otro absurdo y otra cosa que resultaba práctica. Para lo anticuados que suelen estar en la RAE a veces les dan golpes de estos de modernidad absurda. ¿Quieren decir que ya nadie escribe a mano y necesita distinguir una o escrita a mano de un 0 escrito a mano? ¿Quieren decir que, pese a la diferencia de tamaño, no es mucho más fácil para la vista reconocer de entrada una o de un cero? ¿Qué daño hacía esa pobre ó cuando se utilizaba bien? (También me daba rabia la gente que la utilizaba mal). Era práctica. Espero que alguna empresa tenga problemas económicos a raíz de una o confundida con un 0 y denuncie a la RAE. No se juega con estas cosas.

Catar y no Qatar. Aunque no siempre lo fue, recuerda el coordinador de la nueva ortografía, la letra k ya es plenamente española, de ahí que se elimine la q como letra que representa por sí sola el fonema /k/. "En nuestro sistema de escritura la letra q solo representa al fonema /k/ en la combinación qu ante e o i (queso, quiso). Por ello, la escritura con q de algunas palabras (Iraq, Qatar, quórum) representa una incongruencia con las reglas". De ahí que pase a escribirse ahora: Irak, Catar y cuórum. ¿Y si alguien prefiere la grafía anterior: "Deberá hacerlo como si se tratase de extranjerismos crudos (quorum, en cursiva y sin tilde)". Aunque esta regla no sirve para los nombres propios, que se siguen escribiendo en redonda, del mismo modo que hay quien prefiere escribir New York a Nueva York.

Catar es feo. Catar es un verbo que significa otra cosa, no un país. A los de Catar no creo que les haga gracia que nadie, por aquello de mantener la Q del nombre de su país, vaya y lo escriba en cursiva, parece poco serio, como un país de mentirijilla. Qatar. Aunque no sé qué es peor: "Soy de Qatar" (el país de mentirijilla) o "soy de Catar" ("soy de catar el vino, el jamón...").

En fin, académicos de la RAE (sí, también tú, Javier Marías). Se habrán quedado a gusto.

EDITADO para añadir lo que dijo Javier Marías al respecto:

Por su parte, Javier Marías, escritor y miembro de la RAE, quiere, antes de opinar por extenso, ver la nueva Ortografía preparada por sus compañeros -"hay gente muy sabia con sus motivos para hacer cambios que no parecen excesivos ni traumáticos"-, pero adelanta: "Voy a seguir escribiendo como me apetezca". Privilegios de creador. "Algunos se han quejado de que en lugar de espurio escribo espúreo, una fórmula que hace años que no acepta la RAE. Me parece más auténtico. La palabra espurio la encuentro espúrea", dice. Y recuerda que Juan Ramón Jiménez escribía jeneral. "La Academia no impone nada, aunque su autoridad es grande y la gente hace caso a lo que dictamina", continúa. Sea como fuere, él va a seguir escribiendo truhán con tilde: "No creo que se pronuncie igual que Juan, ni que guión se pronuncie como la segunda sílaba de avión". Su propuesta: que se permitan las dos opciones, como se permiten fútbol o futbol. Respecto a Qatar, que será Catar, afirma que hay cosas que forman parte de las extravagancias ortográficas de cada lengua, "como la x de bijoux en francés".

lunes, 8 de noviembre de 2010

Bizcocho de queso philadelphia y limón

Decir que el jueves por la noche cuando buscaba qué hacer de repostería el sábado estaba poco inspirada es quedarse muy corto; simplemente no tenía ni la más remota idea de qué hacer. Puede que contribuyera el hecho de que aún quedaban panellets: el último se lo comió Manuel el sábado por la mañana, de modo que los panellets 2010 han batido el record de de duración de cualquier repostería antes hecha en esta casa. Y puede que también contribuyera el hecho de que cada vez que daba con una receta apetecible en alguno de los muchos libros que me rodeaban invariablemente llevase algún ingrediente raro que seguramente no encontraría.

Creo que recorrí todos los libros de principio a fin sin éxito. Algunos los volví a mirar y nada. Así que me metí en internet y sin saber muy bien cómo acabé en esta receta: bizcocho de queso philadelphia y limón. Lo del queso philadelphia, tan utilizado para las tartas de queso, me hizo gracia transformado en bizcocho. Se lo propuse a Manuel y aceptó y, por fin, ¡por fin! teníamos repostería seleccionada.

Así que el sábado nos pusimos manos a la obra, es muy fácil de hacer y se nos dio bien. La única diferencia con la receta original es que a mí las cosas que no llevan levadura me dan mala espina, porque el sacar un mazacote del horno siempre me da pánico. Así que le puse un poco de levadura y un poco de bicarbonato sódico y listos. Y, a la vista del resultado final, me alegro de haberlo puesto. No porque aun así haya quedado mazacote, sino porque así creo que ha quedado más o menos de la consistencia ideal.

La pequeña tragedia del día vino por el hecho de que cada vez odio más los moldes ajustables (o mis moldes ajustables, no sé). Así que aunque la masa no era particularmente líquida y el horno estaba bien caliente (y yo hacía tanto que no utilizaba esos moldes que me olvidé de forrar la base con un poco de papel de plata), cayeron unas cuantas gotitas al suelo del horno. ¿Hay algo que dé más rabia que eso? Y aunque alguna vez nos hemos arriesgado y hemos abierto el horno en esos minutos clave, el otro día lo dejamos y al final la cosa se quedó en cuatro gotas contadas, pero igualmente odiosas. Así que al principio la repostería olía a tostada, luego a tostada requemada y por fin a bizcocho, con su olor a limoncito.

Cuando lo sacamos del horno tenía muy buena pinta (no se puede decir lo mismo del propio horno), aunque me olvidé de poner azúcar glas de adorno para las fotos. Y de sabor está bien, no es tampoco nada del otro mundo, pero está rico. Es como un típico bizcocho de limón con un leve saborcillo diferente que le da el queso philadelphia.

Ayer por la noche, después de la plancha, nos dimos el capricho de comer un par de pedacitos, después de ver la fantástica Hail the Conquering Hero (Salve, héroe victorioso), de 1944, dirigida por el siempre genial Preston Sturges (cuando salían los créditos iniciales de la película y no salía ninguno de los actores que conocemos le dije a Manuel que ya era la nueva generación y me dijo que habría un nombre-garantía; era el señor Sturges, claro). En plena guerra, sólo Preston Sturges puede permitirse el lujo de mofarse un poco de los solados, marines y demás. Muy divertida.

Pero no ha sido la única película que he visto durante el fin de semana (no digo hemos porque Manuel siempre ve varias), el viernes, por insistencia de Manuel desde el jueves por la tarde, hicimos una escapada al cine a ver La Bohème. Mi cultura operística es tan, tan limitada que nunca había escuchado esta ópera completa, así que por ese lado estuvo bien, porque las voces y demás están muy bien (yo juzgo hasta donde puedo, pero Manuel también lo decía). Ahora bien, las imágenes son un poco videoclip. La nieve es un poco como la de aquella horrible adaptación de Cumbres borrascosas (nieva y nieva y nieva y el pelo nunca se les moja). Pero bueno, que está bien.