No recuerdo qué ni dónde comimos tras salir del castillo, el caso es que lo que nosotros queríamos era hacer tiempo y, de paso, seguir llenando el estómago con un té completo de despedida.
Fuimos despidiéndonos de la ciudad, cruzando el puente hacia Princes Street. Al otro lado del puente estaba el impresionante Balmoral Hotel, en el que ni siquiera curioseamos si había posibilidad de tomar el té, auqnue no lo hubiéramos hecho, y que también tiene cierta conexión con Harry Potter debido a que J.K. Rowling acabó de escribir el último libro en una de sus habitaciones (la 552) y dejó constancia de ello en uno de los bustos que la decoran.
Decía Robert Louis Stevenson que "there are no stars so lovely as Edinburgh street-lamps" (no existen estrellas tan bonitas como las farolas de Edimburgo) y yo, que siempre acabo fijándome y fotografiando farolas de las ciudades que visitamos, no pude contenerme tampoco en esta ocasión.
En Princes Street pasamos por delante de tiendas en las que habíamos curioseado días atrás: Whittard, tienda de té en la que, por fin, tras tantas visitas al Reino Unido, pude comprar algo de té (el único té que compré, su propia mezcla, pese a la apabullante variedad de tés tentadores), y eso que la tradición "manda" que para cuando un Whittard se cruza en nuestro camino yo ya he pasado con creces el nivel permisible de té adquirido. Jenners (aunque ahora técnicamente ya no sea Jenners más que en el nombre histórico de la fachada), por supuesto, con su precioso hall que lo distingue de otros grandes almacenes, pese a oler igual que los demás.
En su "food hall" nos habíamos provisto días antes de lemon curd (a falta de clotted cream, más propia del sur de la isla), dos latas de Coca Cola de vainilla (aún intacta una de ellas en nuestro frigorífico), una de delicioso cream soda (marca A&W: que alguien lo importe ya) que nos bebimos hace unos días, saboreándolo muy bien y algo que yo no había visto, que Manuel vio mientras yo pagaba lo anterior y que, cuando me acerqué a él, me pidió que tomara lo que me iba a decir con calma: ¡jelly belly jelly beans de vainilla! Hice un buen acopio de ellos y de momento los raciono muchísimo, en parte porque el calorazo quita las ganas incluso de comer esas pequeñas bolitas de sabor celestial.
Dudamos si tomar la merienda de despedida en Patisserie Valerie, descubierta gracias a su tentador escaparate, siempre con gente arremolinada alrededor al borde del babeo, donde hicimos una estupenda parada para tomar el mejor batido de chocolate del mundo (¡¿y por qué no pedí yo uno de vainilla?! Manuel lo pidió y resultó ser como beber una tableta de chocolate, nada parecido esos batidos que saben a Cola Cao o Cacaolat), Manuel un éclair de chocolate y nata y yo una tartaletita de fresa y crema que no sólo me deleitó a mí sino que hizo que Héctor se pusiera por las nubes (y que luego dio pie a la mítica y larguísima siesta dominical; con crema así se duerme en la gloria, no me extraña). Conocíamos sus escaparates por las cafeterías que tienen en Londres, pero siempre nos habíamos resistido. A partir de ahora creo que será imposible. El caso es que con mucha pena renunciamos a ello proque queríamos un té y allí todo es más continental, que dicen ellos. Así que terminamos en Marks & Spencer, nada muy elegante ni lujoso, pero sí bien rico, que era lo importante.
Se nos acababa Edimburgo. No veríamos el Fringe, el festival mítico que tiene lugar allí en agosto y con el que, por alguna razón que una vez allí no fuimos capaces de recordar/entender, no habíamos querido coincidir a la hora de reservar allí las vacaciones. Después de haber visitado la tienda, haber visto algunos de los preparativos y el ambientillo pre-festivalero nos arrepentimos un poco (la excusa perfecta para volver, claro).
Dejábamos atrás la ciudad de los adoquines mortales, del misterioso olor a palomitas que no lo son, de las vistas de altura, de los edificios impresionante, de los parques, de las gaviotas enormes, de los semáforos sin duda para escoceses (duran media milésima de segundo... si llega), y eso que son los londinenses los que caminan más rápido que la media, de los libros, de la inspiración literaria, de las puestas de sol que se congelan en un punto del horizonte, de la gente amable, de los cuadros escoceses (cómo no), de la gente que viste según su estado mental y no el tiempo atmosférico, del acento escocés, a veces muy duro, a veces muy suave y mucho mejor conductor de la conversación. La ciudad de los fuertes chubascos que no cayeron. Edimburgo.
Adiós, Edimburgo. Hasta la próxima.