La vida con Héctor está llena de estrenos. Cuando no es un pijama o un body nuevo, son unos pantalones, una camiseta o una chaqueta y también sus primeras zapatillas (que estrenó con el sudor de mi frente: hay que ver cómo se me resistió algo tan absurdo como poner unos cordones), luciendo peana. Pero también otras cosas, como cada día una nueva proeza (y por proeza no me refiero al hecho de que antes durmiera de maravilla por las noches y ahora parezca querer comprobar cuántas veces es capaz de despertarse - y despertarnos - a lo largo de la noche y, es más, cuánto tiempo aguanta - aguantamos - despiertos de madrugada: él mucho, yo muy poco): hace unos días, así de repente y sin avisar, aunque yo llevaba tiempo insistiéndole para que lo hiciera, haciendo yo cualquier tontería, se empezó a reír a carcajadas. Justo en ese momento entraba Manuel por la puerta, así que los tres nos partimos de risa un buen rato a la vez juntos.
Como está tan grande, Manuel y mi madre me insistían para que lo pasara del capazo a la sillita de paseo de mayor, pero yo tenía mis reticencias. El domingo nos aventuramos a experimentar y tengo que darles la razón: me doy cuenta ahora de que el pobre se aburría en el capazo y compruebo que mi temor a que no fuera capaz de dormirse así era infundado. De hecho el día del estreno durmió una de las siestas más largas que recordamos e incluso se pasó hora y pico de su hora de comer: verdadera prueba del éxito del experimento. Así que el capazo ya ha quedado desfasado y Héctor va por la calle viendo todo, sonriendo a conocidos y desconocidos.
Tengo pendientes de comentar libros, películas, etc. y sin embargo me siento al ordenador con un rato para dedicarle al blog y se me van los dedos a escribir este tipo de entradas.
Pero lo otro llegará, lo aseguro.