Así amaneció nuestro último día en Londres (aunque luego fue despejando). Pero a mí me daba igual porque tenía mis súperbotas, podía diluviar que no me importaba lo más mínimo. Así que después de dejar el equipaje hecho con la maleta rebosando libros, bajamos a desayunar como los dioses ingleses mandan.
Antes de irnos teníamos que aprovechar para hacer las dos cosas que el Viernes Santo no habíamos podido hacer (debían de ser de las pocas que cerraban ese día). Empezamos por el Sir John Soane's Museum. Me sorprendió el otro día a la vuelta cuando algunas lo reconocisteis sólo por la foto del imán puesto que nosotros no sabíamos nada de él hasta que hace unas semanas vino en el suplemento de viajes de El País y a Manuel le llamó la atención. Puestos a visitar casas, yo también habría querido visitar la de los Carlyle, pero estaba en la otra punta, así que de momento la hemos dejado para más adelante (a ver si para entonces he conseguido reconciliar a Manuel con la idea del Victoria & Albert Museum, allí cerca, que yo tengo curiosidad por ver (al menos parte, porque tiene pinta de ser enorme) y él piensa que es un museo de "cursilerías").
Además el Sir John Soane's Museum nos daba la oportunidad de plantarnos en Bloomsbury, cosa que a mí me encantaba teniendo en cuenta lo reciente que tenía el libro de Helene Hanff. Me daba un poco igual ver casas famosas, yo quería respirar el ambiente bohemio. Al final, de camino a la casa de Sir John, nos encontramos con un mundo de contrastes, muchos homeless y algunos avisos sobre la seguridad de la zona y un Jaguar aparcado en la entrada privada de una casa. Bohemios ni uno, a no ser que fueran los homeless.
La casa de Sir John está delante de los Lincoln's Inn Fields y es fácil de identificar porque es la que tiene una cola de gente en la puerta. El acceso es gratuito y la cola es porque la casa es grande pero estrechita, como buena casa inglesa, y hay que esperar a que los que han entrado vayan saliendo. Antes de entrar ya te das cuenta de que las vistas de la familia Soane eran una maravilla y luego, una vez dentro, lo confirmas desde el mirador acristalado.
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Y como buen parque inglés tiene ardillas que se dejan ver sin problemas. No he podido resistirme a poner la foto del pajarillo con el pico lleno de hierba tampoco.
Nos encantó la casa de
Sir John, lo tiene todo. No sólo te da la oportunidad de ver la preciosa casa de una familia adinerada a caballo entre los siglos XVIII y XIX con horror vacui (que incluye un altarcito a Shakespeare en el rellano de la escalera y una salita con una calavera y trozos de Westminster), sino que además te permite conocer las excentricidades de Sir John, un prestigioso arquitecto que se cree que al diseñar
el mausoleo para su mujer dio lugar al nacimiento del diseño de la
típica cabina de teléfono inglesa.
El buen hombre, cuyos hijos se reían de sus excentricidades, decidió que la forma de aprender era ver al natural, así que abrió su museo en casa con todas sus colecciones de objetos clásicos (desde esculturas, bustos, fragmentos de estatuas, etc. hasta incluso un sarcófago egipcio pasando por cuadros de Hogarth, etc.) hasta tal punto que necesitó cubrir el patio, hacer claraboyas para que entrase la luz natural en el sótano y colocar paneles en las paredes para poder colgar cuadros en doble fila.
La casa es una preciosidad: la sala del mirador es una maravilla, amarilla, y con unos preciosos vidrios (de los que sólo se conservan algunos puesto que muchos se rompieron durante la Segunda Guerra Mundial) y una bonita historia de un anillo de Napoleón propiedad de Sir John.
Y todo, como puede verse, sin una pizca de Ikea deluxe (como en Versalles). Puede que yo tenga debilidad por lo inglés, pero objetivamente creo que es mucho más ameno para el visitante ver una casa llena de explicaciones, curiosidades y anécdotas contadas en paneles aquí y allá, que no una sucesión de habitaciones sin información alguna.
Me encantó, además, el detalle de en lugar de poner carteles para que la gente no se siente en las sillas de la casa (muy delicadas) poner una especie de piñas con pinchos (naturales de algún árbol). Muy Sonrisas y Lágrimas, muy efectivo y muy apañado porque no desentonan nada.
Tenían también una
exposición temporal de Mary Delany,
una mujer de la misma época que tenía unas manos increíbles: hacía unos
bordados impresionantes y, por si eso no era suficiente, también hacia
collages delicadísimos.
Así que dejamos el donativo de rigor, porque salimos encantados de la vida. Y qué pena no haber coincidido con una de las visitas a la luz de las velas (primer martes de cada mes por la tarde; largas colas), que deben de ser una gozada.
De ahí un paseíllo por Bloomsbury hasta llegar a la tienda de
Persephone, que ya desde fuera es tan adorable como sus libros.
Por dentro es también muy bonita pero bastante más caótica, ya que imagino que hace las veces de almacén. Lo malo - para mí - es que al ser pequeñita y como estábamos nosotros solos en la tienda con la dependienta, es de esas tiendas un poco incómodas en las que quieres acabar pronto. Pero puede que eso sean cosas mías; la dependiente fue amabilísima y muy atenta.
Manuel puede dar fe de lo mucho me me costó decidirme. Tuve que ponerme el límite de la oferta de 3 libros por 27 libras que tienen más un Persephone Classic, es decir cuatro libros y aun así no sabía ni por donde empezar. De Marghanita Laski - autora de
Little Boy Lost - no sabía si decidirme por
The Village o
The Victorian Chaise-longue (
To Bed with Grand Music me llama menos la atención, aunque tampoco descarto leerlo) pero al final lo tuve fácil puesto que The Village está en reimpresión y sólo les quedaba el ejemplar de exposición. A The Victorian Chaise-longue hay que añadirle
Good Evening, Mrs Craven de Mollie Panter-Downes (ya que tengo la "
continuación" y otro libro de esta autora),
Greenery Street de Denis Mackail (uno de los primeros Persephones que apunté en mi lista) y
Cheerful Weather for the Wedding de Julia Strachey, en Persephone Classic (por suerte, puesto que las guardas son de mariposas y al menos en el Persephone Classic, al venir en blanco y negro, me dan menos asco).
Salí encantada con mis adquisiciones y nos pusimos de camino hacia una zona con más animación para comer algo. Así, pasamos por delante del
Great Ormond Street Hospital (el que tiene el copyright de Peter Pan), atravesamos Russell Square, uno de los lugares preferidos de Helene Hanff, y llegamos hasta los aledaños del Museo Británico, donde no había gran variedad de sitios para comer (pero como el día anterior, fue mencionar un Pret y encontrarlo). Antes de eso, sin embargo, pasamos por delante de la
London Review Bookshop, librería con bastante encanto cuyos libros se salían un poco de la norma y parecía tener un poco más de fondo que las demás. Allí compré el último libro del viaje:
A Few Green Leaves, de Barbara Pym. (Quería haber comprado
Less Than Angels, se supone que recién salido del horno en reedición, pero no lo encontré por ningún sitio; no les debía de haber llegado).
Y así se nos terminó Londres. Pero nos despedimos con un hasta luego, como siempre.
En el avión de vuelta me cogí de nuevo un Daily Mail y, para compensar, también un Independent, que no se diga.
Mañana me queda hablar de lo que vimos en el teatro las dos noches.