Ayer Javier Marías escribía un artículo interesantísimo en El País Semanal donde contaba que su padre - Julián Marías - estaba totalmente en contra de publicar las cartas de los escritores tras su muerte.
Es un tema que me interesa mucho y el artículo me pareció estupendo. Julian Marías me recordaba al marido de Charlotte Brontë, Arthur Bell Nicholls, que amenazó con censurar las cartas de su mujer si Ellen Nussey - que recibía cartas de lo más interesantes y detalladas de Charlotte que a Arthur le daba miedo que cayeran en las manos equivocadas - no se comprometía a quemarlas inmediatamente después de haberlas leído. Al final se produjo un "vacío legal" porque aunque Ellen mandó en una hoja aparte su juramento solemne de quemar las cartas, nunca llegó a hacerlo puesto que aseguraba que Arthur sí que estaba censurando las cartas de su mujer y por tanto no cumplía su parte del trato.
Justamente hoy, 31 de marzo, es el aniversario de muerte de Charlotte Brontë en 1855 y ¿al final qué pasó cuando estos dos se quedaron solos sin Charlotte para hacer de mediadora en sus propios asuntos? Pasó lo que a Julián Marías y a Arthur Bell Nicholls no les gustaba: que muchas cartas de Charlotte - cada vez más, y eso que algunas sí que fueron destruidas - vieron la luz. Arthur Bell Nicholls, tan criticado siempre, tenía en su mano vetar cualquier publicación ya que él poseía el copyright sobre cualquier escrito de su mujer y al final siempre transigía por mucho que le doliera después, como cuando se publicaban cartas donde Charlotte le describía "sollozando como una mujer nunca solloza" y que le convertían al pobre en el hazmerreír de Haworth, un pueblo de hombretones del norte.
Realmente no sé qué le hubiera parecido a Charlotte ver gran parte de su correspondencia publicada - y recogida en tres volúmenes espectaculares - pero sí que sé que no sólo a Arthur le hubiera dado algo de haber llegado a ver salir a la luz las apasionadas cartas que Charlotte le mandó a su profesor (casado) de Bruselas, el señor Heger. En la foto se ve una de estas cartas, rota por alguien y remendada por alguien sin que se sepa muy bien - aunque las teorías abunden - cuándo y quién hizo una cosa y cuándo y quién hizo la otra. Pero las cartas, o algunas de ellas, se conservaron y en 1913 los hijos del profesor las donaron al Museo Británico, haciendo más por desmontar el mito de la Charlotte beata que mil teorías de eruditos sesudos.
Ver estas cartas al natural - bueno, vale, con un cristal de por medio - impresiona mucho, como también leer con tus propios ojos las palabras de Charlotte tal y como las leyó el destinatario original y no transcritas y reimpresas en un libro (por bueno que sea el libro). El verano pasado sí que pudimos ver - sin cristal de por medio - algunas cartas recién adquiridas por la Brontë Society y eso, pese a ser cartas poco conocidas y sin particular interés, impresiona aun más, aunque casi puedas oír a Arthur Bell Nicholls revolverse en su tumba mientras tanto.
Todo esto para decir que yo no lo tengo tan claro como Julián Marías. Entiendo bien que la correspondencia privada es privada; entiendo bien la postura de Arthur Bell Nicholls; entiendo bien que es una traición publicar abiertamente algo que alguien ha contado en privado a modo de confidencia. Pero también entiendo que mis tres volúmenes de cartas de Charlotte Brontë casi tienen un altarcito propio en nuestra estantería; entiendo que cada vez que leo de nuevo que tal persona o tal otra destruyó sus cartas de Charlotte me da muchísima rabia (¿y no da rabia también que Cassandra Austen destruyera la mayoría de las cartas de su hermana Jane?); entiendo que adoro leer las cartas de Charlotte con todo lo que cuentan.
Mi padre se indignaba ante los argumentos de los estudiosos o críticos y de los herederos, los primeros para publicar las correspondencias privadas, los segundos para permitirlo y venderlas. “Tenemos derecho a conocer cualquier texto de tal o cual autor, aunque sea privado y así fuera concebido, porque arrojará luz sobre su obra”. Nadie tiene derecho a asomarse a la intimidad de una persona, decía él, por muy pública que ésta fuera y mucha curiosidad que suscite su vida. Que alguien publique libros no es razón para que tras su muerte se enseñe cuanto no escribió para la imprenta. La obra ahí está, y arroja luz por sí sola. Yo estaba bastante de acuerdo con él en esencia, pero siempre le preguntaba lo mismo: “Si aparecieran hoy cartas de Cervantes o de Shakespeare” (del primero no quedan y del segundo alguna insignificante tan sólo, si no me equivoco), “¿tú no querrías leerlas? ¿Acaso no te interesarían?” A lo cual me respondía que sí, claro, pero que ellos estaban muy lejanos en el tiempo. Y yo le contestaba: “Todos lo estarán, un día. Y si tanto te molesta esta práctica, ¿por qué no destruyes las que tienes de escritores importantes? De Guillén, de Salinas, de tu maestro Ortega”. A eso no solía tener respuesta, o al menos no convincente.
Este párrafo del artículo de Javier Marías acaba conmigo porque asiento ante todo lo que se dice, de un lado y de otro. Qué complicado.