Ya que en Semana Santa la nieve dejó a Héctor sin poder corretear por los páramos, a mí se me quedó la espinita clavada de ver a Héctor en el campo inglés. Quizá es que veo demasiado Peppa Pig con él, pero un picnic era algo que me apetecía.
Y, para que no todo sea Peppa Pig, Hampstead Heath y Hampstead Village son habituales de la literatura inglesa. Hampstead es una zona muy literaria. Muchos escritores viven por la zona y su enorme parque sale en muchísimos libros. Tenía ganas de conocerlo.
El lunes amaneció nubladillo pero enseguida despejó y se quedó un día espléndido. Quizá incluso un poco menos de calor no nos hubiera importado.
En el Simply Food (de Marks & Spencer) más cercano nos abastecimos de cositas para el picnic. El día en que habíamos llegado ya me había comprado un tapetito para picnic (aunque sigo mirando con ojos llenos de envidia las gigantescas picnic blankets que tiene la mayoría) así que sólo hubo que comprar cosas comestibles: lo primero que cogí fueron moras: de temporada y con un inconfundible toque de "picninc perfecto".
Con el carro de Héctor bien cargado, nos pusimos en marcha. Al bajar del metro descubrimos que Hampstead es todo lo encantador que suena. Curioseamos en algunas tiendas sin entretenernos mucho y fuimos yendo hacia donde entendíamos que quedaba la entrada al parque.
Desde donde veníamos el acceso al parque era por Spaniards' Road (sí, el camino de los españoles, al parecer originado en esta historia). Héctor comenzó muy entusiasmado recopilando piedras, montones de ellas, hasta que se abrumó por haber tantas y desistió. Mientras Manuel y él se dedicaban a eso, yo me zampaba un heladito típicamente inglés: de cono, de vainilla blanca, con su chocolatinita y sus virutitas de colores. Qué delicia.
En cuanto me acabé el helado, saqué la cámara.
Ya lo he dicho muchas veces. En Inglaterra ves muy claramente que la naturaleza está al acecho. Los trífidos es una historia inglesa porque de verdad es fácil imaginar a las zonas verdes conquistando terreno. En pleno Londres estás metido en un bosque auténtico, sin artificio alguno y con árboles dignos de cualquier cuento de hadas que se precie. El único toque de civilización a veces son los bancos dedicados que tanto me gustan.
Al comienzo del parque por donde habíamos entrado nosotros había una explanada verdecita que habíamos dejado pasar por aquello de adentrarnos un poco más. Cuando habíamos recorrido un buen trecho, empezamos a echarla de menos y a medio arrepentirnos. Sólo a medias, ¿eh? Las vistas, los árboles y la atmósfera del parque eran una maravilla.
Y así llegamos a otra explanada. Permitid que me ponga una medallita por haber arrastrado una pelotita desde Barcelona hasta Londres y haber recordado cogerla ese día.
Un poco de ejercicio, buscar el refugio de una sombra y a zampar. Nuestro picnic inglés a más no poder.
Héctor, como yo imaginaba, se lo pasó en grande. En cuanto hubo saciado el hambre, se fue a explorar y a pegarse a un grupo de niños ingleses que hacían carreras ("un participante más", dijo el adulto que jugaba con ellos), aunque Héctor se limitaba a animarlos mientras corrían y a que corrieran más ("eto, eto, eto", dicho señalando hacia adelante)
Acabó tan cansado de correr, saltar, arrancar hierba y coger piedras que hasta pidió ponerse en el carro para dormir. Y con él dormido sudamos la gota gorda de vuelta a la civilización, ahora era cuesta arriba.
De nuevo en la zona comercial aprovechamos para curiosear por más tiendas. Un Waterstones al que no pudimos resistirnos y una librería de segunda mano en la que encontré un par de libros antiguos de Margaret Forster de los que aún me faltan (y de hecho creo que Margaret Forster vive por allí).
Un día de picnic perfecto y de lo más completito.