Ayer fue un día variado como pocos. A las 7:55 estábamos en la sala de espera del ambulatorio esperando a que comenzara mi prueba de la glucosa. No sé cómo serán los resultados cuando me los den la semana que viene - espero que buenos y poder así evitar la curva larga - pero desde luego la prueba de la glucosa, después de haber leído lo que había leído por ahí (eso me pasa por mirar estas cosas en internet; una y otra vez me digo que no voy a buscar nada más: la ignorancia en estos casos suele ser una bendición), una web que incluso la consideraba "la peor prueba del embarazo" o algo así, me pareció una soberana tontería. Ya sé que cada cuerpo reaccionará de una forma, no pretendo decir que a quien le da por caerse redondo o devolver se lo esté inventando, simplemente quiero decir que no se puede generalizar. ¿La peor prueba?
Ahí estábamos, yo incluso le había hecho pedirse un rato de la mañana libre a Manuel para que me acompañase, no fuera a ser que me diera por montar un numerito. Total, que me dan mi botecito de glucosa sabor "naranja o limón" (señores fabricantes del líquido: decídanse o pongan Naranja/limón o cítricos o qué sé yo, pero "naranja o limón" no da ninguna seguridad cuando todo el mundo te ha asegurado que ese líquido es el brebaje más repugnante del mundo). El caso es que está claro que mi paladar (espero que mi metabolismo también) tiene mucha tolerancia a las cosas dulces. Empecé bebiendo sin saborear pero luego tuve curiosidad y paladeé un poco y, la verdad, aquello sabía a Redoxón, no es mi sabor preferido pero de repugnante tampoco tenía nada. Y como yo también tenía sed, pues la verdad es que me supo mucho mejor de lo que esperaba. Me lo bebí tan rápido que la chica del ambulatorio me cogió el bote vacío con un "¡¿ya?!" acompañado de cara de sorpresa. Las otras chicas haciéndose la prueba se lo tomaban a sorbitos con mucha resignación, una de ellas diciendo que esperaba no devolverlo esta vez.
Ahí estaba yo, esperando algún tipo de reacción: mareo, pulso acelerado, lo que fuera. Pero si me dio algo fue un poco de risa tonta al principio. Y Mr X, que antes se volvía loco cuando tomaba un chicle con azúcar, tampoco se inmutó apenas ante tal subidón de azúcar. Se va integrando en lo de ser goloso.
Y así la hora que hay que esperar hasta que te pinchan. Manuel y yo comentábamos lo absurdo de que se hubiera tomado ese rato libre (sobre todo en caso de que haya que hacer la curva larga) y yo intentaba bloquear los oídos y sumergirme en Jasper Fforde mientras las otras tres chicas que se habían hecho la prueba me recordaban a jubiladas de esas que no tienen más tema que sus males y achaques y casi compiten por ver quién está peor: que si aquella no dormía, que si la otra tenía dolor de espalda, que si me duele aquí, que si me molesta allá, que si el marido de aquella se había puesto a desayunar esa mañana delante de ella que tenía que estar en ayunas (Manuel había desayunado también delante de mí, en ayunas, y yo no le había dado ninguna importancia, ¿qué iba a hacer el pobre, desayunar a escondidas en el cuarto de baño?). Un tipo de conversaciones en las que no pienso entrar y además mi aportación habría sido tan rancia como "pues yo no tengo males de ningún tipo".
En fin, con la prueba hecha y sensación, no de timo, porque mucho mejor no haberse encontrado mal, pero sí de "¿tanto rollo para esto?" nos volvimos a casa. Esperemos que la sorpresa no venga en los resultados.
Manuel se fue a trabajar y así a pasar las horas hasta el siguiente plan del día: ir al concierto del señor Roger Waters, antiguo miembro de Pink Floyd y grupo preferido de Manuel.
Nos sobró tiempo después de recoger la entradas en la taquilla del Palau Sant Jordi así que fuimos a dar una vuelta y conocer el recién estrenado centro comercial de Las Arenas. ¡Qué gentío incluso siendo martes! Todo estaba lleno hasta la bandera y, lo nunca visto, tuvimos que hacer cola para coger la escalera mecánica que lleva al mirador. Extraño, pero mereció la pena porque las vistas (salvo por donde sólo son de las terrazas de las cosas de al lado) son muy chulas, aunque para mi gusto el suelo tiembla un poco. Con eso y con un helado de Amorino (rico...) nos pusimos en marcha hacia el Palau de nuevo.
De camino a la entrada pasamos por un puesto de merchandising y comprobamos que una simple camiseta oficial costaba un mínimo de 35 euros. ¡Y a mí que las camisetas de exposiciones, conciertos, eventos de cualquier tipo, que cuestan 20 euros ya me parecen caras! Eso sí, la crisis ahí no se dejaba notar y la gente compraba esas y otras más caras.
Llegamos, no pronto, prontísimo, en parte motivados porque la placita que hay delante del Palau Sant Jordi estaba cuajada de mosquitos (ya en marzo...). Para tener asientos asignados no sé por qué corrimos tanto. El caso es que la hora y media que nos tocó esperar dentro se nos hizo eterna. Y los asientos tampoco hacían la espera muy llevadera, aunque ya entiendo que son gradas deportivas, no es que espere una butaca envolvente ni nada.
A todo esto Manuel intentaba ver hasta dónde llegaban mis conocimientos de The Wall, el mítico disco por el que está de gira el señor Roger Waters y comprobó que eran bastante superficiales, de modo que dejó de interrogarme enseguida.
El caso es que yo sabía y no sabía, mis conocimientos en esto, como en tantas otras cosas, son bastante aleatorios, en parte porque suelo quedarme con lo que me gusta/interesa. Sé, por ejemplo, que The Wall está muy influenciado por la Segunda Guerra Mundial, cosa que me gusta. Goodbye Blue Sky, por ejemplo, habla del Blitz. Y Vera no es otra que Vera Lynn con su canción/banda sonara de la guerra We'll Meet Again, etc., etc. Todo ello debido en gran medida a que el padre de Roger Waters murió en esa guerra. Y de ahí que luego en el intermedio el muro que ya cubría todo el escenario se llenara de fotos y pequeños textos de gente caída en combates (guerras, actos de servicio, simplemente estar allí, etc.), anónimos y no tan anónimos (Lorca o Sophie Scholl, por ejemplo), cosa que, con lo que me gustan a mí las historias personales, me pareció curiosísima.
En fin, que el concierto estuvo bien, Roger Waters, con sus sesenta y pico años está de maravilla sobre el escenario y me gustó que al final reconociese que The Wall lo había compuesto cuando era un hombre en absoluto feliz pero que ahora sí que era feliz (es un buen gesto y no le quita validez alguna al disco). Lo más espectacular de todo, claro, el montaje, las proyecciones* sobre el muro, etc. En fin, que sea una o no gran conocedora de Pink Floyd y/o The Wall el espectáculo se disfruta mucho. Mr X no sé si lo pasó bien o mal el pobre (el solo de guitarra de Comfortably Numb, canción que me gusta mucho, fue, con lo sensible que es él para los agudos, cuanto menos "notable") pero desde luego tuvo una noche movida, su primer concierto de rock. Ayer fue un día variado para nosotros, pero también para él: de buena mañana sobredosis de azúcar y por la noche sobredosis acústica. Pero bueno, lo pasamos bien.
* Compruebo que la gente es un poco cortita. Yo ya sé que en un concierto de rock, casi por definición, no se puede esperar que la gente siga las normas. Pero si la voz en off te dice que puedes hacer fotos pero que por favor sean sin flash tanto para dejar que las proyecciones sobre el muro se vean bien como para que a ti que estás haciendo la foto te salga algo más que una pared blanca (al saltar el flash la proyección desaparece) y tú pasas y haces las fotos con flash a pesar de todo demuestras que eres tonto a) porque tienes una cámara de fotos que no sabes manejar lo suficiente como para quitar el flash y/o b) porque cuando hayas llegado a casa habrás visto que tienes un montón de fotos de un muro blanco tal y como te advirtieron.
miércoles, 30 de marzo de 2011
Un día variado
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lunes, 28 de marzo de 2011
Galletas pedrusco
Ya dije la semana pasada que había seleccionado dos recetas para el sábado y que optamos por la de las madalenas. Lo bueno de haber seleccionado dos es que la otra me quedaba automáticamente para este sábado.
Se trataba de unas galletitas con un poco de chocolate añadido una vez horneadas que tenían una pinta estupenda. Así que llegó el sábado por la tarde y nos pusimos con ellas. Lo primero chocante fue que la receta decía que, con esos ingredientes, salían unas 36 galletas y a mí, que tiendo a hacerlas demasiado pequeñas y siempre suelen salirme más, me salieron, por los pelos, 20. ¿16 galletas de diferencia? Extraño.
Fueron al horno, salieron del horno en aparentemente buen estado y, al rato, a Manuel le dio por coger una y se produjo el inconfundible y odiado sonido: como si dieras con una piedra sobre un plato. No es un buen sonido cuando en vez de una piedra lo que tienes en la mano es una galleta. Probó - o lo intentó - una y aquello no sólo sonaba a piedra, sino que era como meterse una en la boca y tratar de masticarla. El Mazacote™ había vuelto a nuestras vidas. A falta de enemigos a los que queramos romper los dientes, las galletas pedrusco se fueron directas a la basura. Suerte que, como mínimo, llevaban muy pocos ingredientes, tan pocos que yo tenía sospechas de que se hubieran dejado alguno en la receta. Buscando por internet encontré que más o menos suelen llevar esos, en algunos casos llevan también alguna cosa más, pero ayer Manuel encontró que hay quien dice que las galletas que llevan leche - como era el caso de estas - tienden a quedar así.
En fin, supongo que hemos aprendido una lección, pero me sentó fatal en el momento. Primero por el tiempo y los ingredientes perdidos y segundo porque las galletas se confirman como nuestro talón de Aquiles, casi siempre nos surge algún contratiempo con ellas.
Manuel propuso hacer otra cosa, pero yo ya estaba desmoralizada y sin ganas de hacer nada más. Además esta semana tengo la prueba de la glucosa y, brevemente, quise creer que el destino me llamaba a la moderación. Fue una creencia pasajera, ya que al rato lo que de verdad me peocupaba era que nos habíamos quedado sin desayuno rico de domingo.
Así que cuando Manuel salió tempranito a por el pan y el periódico volvió también con un pequeño pastelito para compartir de hojaldre y crema pastelera (adoro la crema pastelera). Entonces creí con más convicción que el destino me invitaba a darme un último capricho antes de la prueba por si acaso... Y también hubo cierta moderación, claro, ya que el pastelito no duró como la repostería del sábado: ayer no hubo merienda dulce ni hoy desayuno dulce ni nada. Espero que la prueba del azúcar salga bien, porque la vida sin azúcar la encuentro de lo más insulsa.
Ayer, después de la dosis "necesaria" de azúcar, tocaba plancha y película de Carole Lombard: Lady by Choice (que por alguna extraña razón aquí se llamó El ángel del arroyo), de 1934 y ya con ella como cabeza de cartel. Eso sí, para ser una actriz sin dotes musicales, no sé qué les pasa a sus películas que siempre tienen música por todas partes.
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domingo, 27 de marzo de 2011
Plan para el resto de la tarde
Para el resto de la tarde el único plan es sofá, más rato de luz natural y el libro amarillo de la foto.
Estoy enganchada al libro, y no sólo porque sea amarillo, aunque eso también contribuye.
Al zumo de la foto no esoy nada enganchada porque de hecho me decepcionó. Supuestamente era zumo de arándano azul, pero resultó que tenía un 70% de zumo de manzana y un 5% de zumo de arándano azul. No sé qué concepto tiene de las proporciones el fabricante, pero a mi entender eso es zumo de manzana con el suficiente arándano azul como para darle color. Y a eso hay que sumarle lo poco de zumos que soy yo, claro.
Y ese no hay sido el único desengaño culinario del fin de semana, pero el otro lo dejo para mañana.
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viernes, 25 de marzo de 2011
De compras
Como la entrada de hace un tiempo sobre la ropita, etc. de Mr X tuvo buena acogida y pese a que me propuse que esto no fuera un catálogo, como todo lo veo tan mono, no puedo resistirme a una segunda entrada. También es una forma muy práctica de que mi madre vea las nuevas adquisiciones.
Realmente lo mío con la anglofilia a veces roza extremos algo preocupantes. ¿Cuál fue uno de los primeros sitios en que miré modelitos y demás? Marks & Spencer, y qué alegría me llevé cuando vi que enviaban las cosas al extranjero. Los gastos de envío son un poco exagerados (7,50 libras), sobre todo ahora que me he acostumbrado a pedir libros sin gastos de envío a The Book Depository, pero se compensa con que la ropa es buena, mona y, en general, a mejor precio que muchas cosas de aquí. Así que hice un pedido que llegó a la velocidad del viento (seguramente impulsado por un viento similar al que nos acompañó en nuestro último día inglés; por cierto que para quien se pregunte por qué no fuimos a comprar las cosas en Marks & Spencer cuando estuvimos en Inglaterra la respuesta es tan sencilla como falta de tiempo y/o ganas de aprovechar el tiempo que teníamos en otras cosas). He aquí lo que pedí:
Lo que se ve doblado en packs de tres son pijamas de distintas tallas. Cuando vi que en Marks & Spencer tenían ropita del osito gris que tanto me gusta (yo tengo un montón de cosas de ese osito, desde el llavero de las llaves de casa, hasta un adorno del árbol de Navidad, pasando por un peluche, etc.) supe que algo caería seguro. Los otros pijamas en tonos más fuertes son claramente inspirados por la anglofilia, aunque en realidad los cogí porque me gustaban los colores. Y por último un trajecito que me pareció monísimo, sobre todo cuando vi este detalle de la parte de detrás.
El gorro, que es reversible y por el otro lado es de rayas blancas y azules, fue un añadido de última hora con el que ahora estoy encantada. Lo compré sin darme cuenta de que hacía juego perfectamente con el trajecito anterior, por cierto.
Pero bueno, también el otro día fui de compras a la vieja usanza y arrasé en unas cuantas tiendas. Aparte de algunas sabanitas bajeras que no he puesto en la foto por poco emocionantes (son como esta que ya puse enviada por mis padres), compré más sabanitas de arriba, toallas, un conjunto de camiseta con cubrepañal que me resultó irresistible y un arrullo al que tampoco me pude resistir (cuando llegué a este punto enseñándole las compras a Manuel, me paró y me preguntó qué era un arrullo, qué risa), a pesar de que parece ser que los arrullos vendrán prestados. Pero encontré las letras y los colores en que están bordadas irresistibles.
Eso sí, con la elección del arrullo demostré ser una clienta muy poco cuadriculada. Como había cogido la sábana y la toalla de nubecitas, la chica de la tienda quiso que comprara el arrullo a juego en vez de este, me negué y la pobre se quedó un poco asombrada.
Y sí, resulta que, sin ser hecho a propósito de verdad, todo está quedando en tonos azules y blancos (con la excepción del arrullo anárquico). No es intencionado niño-azul, es simplemente que, por si alguien no lo ha notado a estas alturas (véase el color de fondo del blog), el azul me gusta mucho y punto. Claro, soy fácil de predecir y en todas partes me asaltan con el "es niño, ¿no?" que yo me veo - innecesariamente - en la necesidad de matizar con un "sí, pero bueno, aunque fuera niña tampoco creo que le comprase muchas cosas rosas" (aunque sí protesto desde aquí: ¡hay muchas más cosas para niña que para niño!).
Siempre me acuerdo de una de las protagonistas del libro de Maggie O'Farrell, The Hand That First Held Mine, que decía que estaba harta de los tonos pastel para bebés, y que ella al suyo sólo le ponía colores fuertes (los pijamas de arriba rojos, azules, etc, son un pequeño homenaje también). Yo no tengo nada en contra de los pastel, por suerte, menos tratándose del azul, y además lo de los colores fuertes, no sé en Inglaterra, pero aquí es más fácil decirlo que hacerlo.
Y como de momento (aún) no es todo para Mr X, yo también recibo algunas cosas. Hace un par de semanas una tía mía estuvo en Barcelona y vino cargada con todo esto para mí. Todo me va que ni pintado: cosas de papelería, un precioso cartelito de té (pendiente de colgar aún, hay que encontrarle hueco) y un osito monísimo. Los cuadernos y agendas (ambas personalizables para cualquier año) me tienen encantada de la vida. Aunque estamos en marzo ya he decidido que la rosa de Milk Tea será mi agenda el año que viene, si por fuera es mona por dentro lo es aun más y yo no me canso de hojearla (tiene muchos dibujos) una y otra vez.
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jueves, 24 de marzo de 2011
Jane Eyre
Hace un par de días me quedé huérfana de Jane Eyre. No hay otra descripción posible. Hay muchísimos libros que te dejan una sensación parecida, pero a mí ninguno me deja como Jane Eyre. Lo he leído tropecientas veces y, sin embargo, al leer la última palabra podría volver a la primera y leerlo de nuevo. Sobre todo porque por mucho que se lea y, en palabras de Maelström, "Jane Eyre no se acaba nunca". Soy poco partidaria de buscar simbolismos, conexiones, asociaciones y demás en las diferentes expresiones artísticas. En principio no me parece mal, pero llega un punto en que parece que tales interpretaciones quieren imponerse y dar por hecho que el creador las buscaba, cuando en la mayoría de los casos no tenemos ni idea de si fue así. Hace poco veíamos a Juan Marsé en televisión comentar que una estudiante jovencita una vez le reinterpretó Últimas tardes con Teresa y él se indignó porque no lo veía así y la chica se fue llorando. Como digo, no estoy en contra de las reinterpretaciones y las teorías, pero sí que estoy en su contra cuando pretenden venderse como parte integral del libro. Cada uno que lea los libros a su entender.
Todo esto para decir que Charlotte Brontë era muy grande (aunque muy pequeñita en la vida real) pero no sé hasta qué punto todas las conexiones, paralelismos y demás que una va encontrando lectura tras lectura tienen sentido o están allí de forma consciente. Si lo están, demuestra que, tras una fachada aparentemente sencilla, Charlotte controlaba totalmente un montón de hilos complicadísimos de seguir. Si no lo están, demuestra que el libro es una joya a pesar de todo. En cualquier caso leer un libro por enésima vez y disfrutarlo como si fuera la primera - o más incluso - tiene ya mucho mérito.
Sin querer estropearle la historia a nadie, sólo diré que el otro día, mordiéndome la lengua para no gruñir en alto demasiado, le comenté a Manuel que, sin embargo, cuanto más lo leo y, por ello, más se supone que debería entender (ya no digo empatizar, sólo entender) a un personaje como St. John (pronunciado "sinjin", por cierto), a cada lectura me saca más de quicio ese hombre, quizá siempre haya sido así de odioso, quizá la perspectiva de 1847 era un poco más amable con él. No puedo con él, y ojo que no digo que quiera prescindir de ese trozo de la novela, porque no es así, si un trozo de un libro te saca de tus casillas el trozo tiene su mérito y ha de quedarse, lo malo sería que aburriera. Simplemente a veces me gustaría poder colarme en la novela al más puro estilo Thursday Next (personaje de Jasper Fforde) y darle un par de bofetadas.
Como siempre, la relectura de Jane Eyre ha disparado la "Jane Eyre obsession" como Manuel la llama, que nunca se disipa del todo, pero que siempre se hace más visible - o audible sería más correcto - porque no para de sonar el musical de Broadway que tanto me gusta y tanto recomiendo (una vez más: aquí está en su versión de Toronto, un poco diferente a la de Broadway, pero lo suficientemente parecida como para hacerse una idea. Es totalmente legal y está colgada en internet con el beneplácito de las partes interesadas). También han contribuido factores como el viaje a Haworth o el estreno limitado de la nueva película en Estados Unidos (¡qué ganas de verla YA!).
Mientras la película llega (oficialmente se estrena en España en septiembre), yo llevo ya tiempo deleitándome con todo tipo de trailers, imágenes del rodaje, fotos (una de ellas desde hace tiempo como fondo de pantalla en el ordenador), fragmentos, etc. y, sobre todo, con una de las cosas que más esperaba de ella: la banda sonora de Dario Marianelli. Adoro su banda sonora de Atonement (Expiación) y cuando me enteré de que él estaba a cargo de ponerle música a esta nueva Jane me llevé una gran alegría. Y debo decir que no me ha decepcionado en lo más mínimo. No sé cómo se complementará con la película, pero para mí, leyendo el libro y en plena "Jane Eyre obsession", esa música define y cuenta la historia a la perfección. En Amazon pueden escucharse fragmentos de todas las piezas y quien tenga Spotify (yo no lo tengo, menos mal que Manuel sí que está puesto al día en estas cosas) puede oírla completa. Junto con el musical, ha sido la música más escuchada en los últimos días.
Y ahora una pequeña anécdota: como cuando entramos a la casa-museo de las Brontë, no sé si las patadas de Mr X son para bien o para mal. Mientras no sea más claro, yo las interpreto como para bien, que ya tendrá tiempo de quejarse. El caso es que el violín es una forma casi infalible de ponerle en marcha: en una película, en el concierto al que fuimos al Auditori, etc. es sonar un violín - supongo que por lo agudo, no es que me esté montando películas acerca de dotes musicales innatas, sobre todo teniendo en cuenta mis dotes musicales - y empezar la fiesta. La banda sonora de esta nueva Jane Eyre es prácticamente a base de violín, con lo cual, con lo mucho que la he puesto y la vuelto a poner una y otra vez, la fiesta ha sido constante. Un día, después de tenerla mucho rato puesta tuve que pararla para que el pobre niño descansara y así fue (lo cual me hace pensar que a lo mejor efectivamente es más protesta que fiesta, como quien da golpes con el palo de la escoba en el techo cuando los vecinos de arriba se ponen a bailar flamenco a las tres de la madrugada). El caso es que es muy curioso.
miércoles, 23 de marzo de 2011
Madalenas de chocolate
Pues de Haworth pasamos directos a la cocina, que tengo la repostería del sábado pendiente.
Rebuscando entre los muchos libros di con tres recetas apetecibles para este fin de semana, le di a elegir a Manuel que descartó una y me dejó con dos. Como ambas eran de ingredientes normalitos y no había nada especial para añadir a la lista de la compra, postergué la decisión hasta el sábado. Y al final me decanté por estas madalenas de chocolate, que aunque a Manuel no le han entusiasmado y pese a que efectivamente no ha sido nuestro mejor resultado repostero, yo no las he encontrado nada mal tampoco.
En parte la culpa de eso es mía y de mi reloj de horno interno, que no sé si necesita pilas nuevas o qué. Pero antes Manuel se fiaba totalmente de mí y ahora llevo algunas recetas en que no acabo de acertar el momento de sacarlas del horno. En este caso la aguja salía sucia incluso cuando saqué las madalenas del horno (ya un poco requemadas incluso algunas de ellas) pero luego resultó que estaban hasta demasiado hechas.
El caso es que esa no fue la única pequeña catástrofe relacionada con esta receta. Primero, como decía antes, di por hecho que teníamos todo lo necesario y sí, lo teníamos, pero no siempre en las cantidades necesarias, como fue el caso de las pepitas de chocolate negro (pepitas de chocolate blanco tampoco teníamos todas las necesarias, pero como esas son muy difíciles de encontrar, pusimos las que nos quedaban y listo; al fin y al cabo eso sólo repercute en la densidad de pepita por centímetro cuadrado, y me hace pensar, eso sí, que no recuerdo haber vuelto a saber más de las pepitas blancas: desaparecieron dentro de las madalenas). Así que Manuel tuvo que hacer una escapada rápida al supermercado a por las pepitas. Oops.
Pero lo que recordaré siempre de estas madalenas será telehorno: de las más emocionantes que se han visto. En teoría la receta era para 12 madalenas pero a nosotros nos salieron 15, por lo que tuvimos que poner algunas en sus moldes de silicona sobre papel de plata en la rejilla del horno y el resto dentro del molde de moldes, tres de ellas a pelo y sin molde de silicona propio (qué complicado explicar una cosa tan sencilla). Todo comenzó normal. Manuel incluso se fue de la cocina y me dejó sola con telehorno y yo hasta me fui a por Jane Eyre para ir alternando la lectura con la pantalla. Pero no me dio tiempo a abrir el libro y tuve que ir corriendo a buscar a Manuel: aquello era lo nunca visto. Yo no sé si porque esta masa era muy líquida o por qué, pero de pronto, cuando parecía que la masa había subido normalmente, la mayoría de las madalenas se convirtieron en una especia de volcanes que empezaron a expulsar no lava sino masa líquida, y no poca precisamente. ¡Se iban a quedar huecas por dentro! Aquello no paraba porque cuando parecía que el río de masa se había solidificado con el calor, la erupción surgía de nuevo por otro lado, a veces incluso del propio río. Un fenómeno rarísimo pero muy divertido que nos tuvo pegados a telehorno durante un buen rato. ¡Menos mal que se me había ocurrido poner papel de plata debajo de las tres madalenitas que iban fuera del molde grande! Al sacarlas se rompieron, pero vistas en primera fila en el horno, con el río de masa solidificado entre ellas era imposible no ver, más que madalenas, elefantes de esos que van agarrados unos a otros por la trompa y por la cola. En fin, cosas de la repostería: queda claro que nunca lo has visto todo.
Ya digo que, sin ser nuestra receta preferida, no le hicimos ningún tipo de ascos y ayer nos zampamos la última que quedaba. Por cierto que comiéndolas era inevitable acordarse de esa imagen del programa de "zapping" de TV3, APM, del señor del GPS y las madalenas (la conversación es algo así como: "¿usted lleva GPS?" "¿Pesi, pesa?" "GPS" "¿GPS? No sé qué es eso" "¿Y qué lleva?" "Madalenas"). Realmente estamos muy - ¿demasiado? - mediatizados por APM. El otro día me atraganté bebiendo agua y en ese primer momento en que no puedes ni respirar ni tragar ni toser ni nada, no pensé nada profundo o nada directamente, lo que me vino a la cabeza fue este señor, con lo cual el ataque de risa contenido sumado al atragantamiento ya fue indescriptible. En fin.
Aparte de APM vemos otras cosas: la película del domingo para acompañar a la plancha era Fancy Pants, de 1950, con Bob Hope y Lucille Ball. Muy divertida.
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martes, 22 de marzo de 2011
Camino de vuelta
Y así se nos terminó la estancia en Haworth y en Inglaterra. Esa mañana, esperando al tren en Keighley, descubrimos las bondades de la sala de espera de la estación. Habíamos estado un buen rato fuera (habíamos llegado muy pronto y el tren venía además con unos minutos de retraso) y casi salimos volando y congelados.
A Leeds llegamos con una hora de sobra antes de que saliera nuestro tren. Preguntamos si era posible cambiarnos al anterior y resultó que tiene la misma pega que comprar los billetes de tren en el momento: puedes, pero, según me dijeron, la diferencia a pagar sería de unas 100 libras (!!) por unos billetes que me parece que nos habían costado unas 15 libras por cabeza. Ante eso decidimos que era mejor pasar el rato en la estación. Comprobamos que el Starbucks sigue estando y, con sendos chocolates calientes (ya me había tomado mi té del día), acompañamos una "whooppie pie" de red velvet que estaba muy rica. Comprobamos que la estación de Leeds muy acogedora no es: el viento huracanado se les colaba por todos los recovecos. Cuando habíamos terminado nuestro segundo e improvisado desayuno, Manuel decidió que para recobrar la circulación en los pies y demás, lo mejor era ponerse en marcha y dar una vuelta por la estación (no nos atrevíamos a salir por miedo a no poder entrar luego y tener que pagar un riñón o algo). La idea no era mala en sí, el problema es que el frío iba a más.
Manuel había dado supuestamente con un quiosco en el lateral de los andenes. Hacia allí encaminamos los pasos, llegó un punto en que teníamos que ir inclinados hacia delante para poder caminar en contra del vendaval. Impresionante. Y todo para llegar, no a un quiosco, sino a una sala de espera. Aunque la de Keighley nos había gustado, pasamos de esta, sobre todo por la decepción de que no fuera un quiosco. A todo esto vimos que nuestro tren ya había llegado y nos dirigimos al andén correspondiente: más viento huracanado en contra. Tardaron un poco en abrir y mientras esperábamos, el nexo entre nuestro vagón silencioso y el de al lado soltó un chorro de agua a modo de elefante. Manuel predijo - y acertó - que eso sólo podía salir del cuarto de baño (luego vimos que estaba fuera de servicio, ugh). Por fin abrieron las puertas y tanto nosotros como el resto de pasajeros que estaban luchando por permanecer anclados en el andén nos apresuramos a entrar.
De nuevo teníamos plazas en el vagón silencioso y esta vez, pese a ir más lleno, comprobamos que se respeta. Incluso una señora con perro y todo nos dejó impresionados por el comportamiento ejemplar del perrito (un perrito por cierto, con verdadera pasión por la fruta; la señora nos dijo - en tono de voz adecuado al vagón - que su comida preferida eran las uvas; y también le dio mandarina).
Curiosamente mientras esperábamos a que llegara la hora de irnos, las Brontë vinieron a despedirnos, como se puede ver en la foto.
Nos despedimos educadamente y nos pusimos camino de Londres, esta vez con puntualidad británica de verdad. Allí por fin nos acercamos a la British Library a ver el manuscrito de Jane Eyre, pero antes de llegar a él jugamos un rato al juego de las sillas en el cuarto de las taquillas. Nunca las había visto tan llenas y nunca había visto a tanta gente pululando por los pasillos que hay entre ellas en busca de alguna que se quedara libre. Por fin nos hicimos con una y por fin subimos a ver el manuscrito.
De todas las veces que lo he visto, esta es la primera que veo una página nueva (pero quizá incluso más mítica que la que había visto hasta ahora). Cerca hay manuscritos de Jane Austen (también su escritorio portátil) y de Virginia Woolf. Los miro con calma, como aquel día miré también la pequeña exposición temporal sobre Alicia en el País de las maravillas, pero al final se me hace inevitable volver y quedarme plantada del manuscrito de Jane Eyre. Son dos páginas escritas a mano vistras a través de un cristal y sin embargo creo que podría pasarme allí delante toda una vida. Lo encuentro hipnótico. Al final Manuel consiguió despegarme de allí y llevarme a otro de esos sitios en los que soy capaz de pasar mucho tiempo: la tienda de regalos. Compramos algunas cosillas, recogimos la mochila y nos aventuramos a pulular un poco por la zona (habíamos dejado la maleta, por cierto, en la consigna de la estación) hasta que llegó la hora de coger el metro hacia el aeropuerto.
Un ratito de curiosear por Heathrow y vuelta a casa en un vuelo que se nos hizo un poco pesado porque nos tocó en asientos separados y rodeados de gente de esa que parece por su actitud que nunca ha viajado en avión en la vida.
Y fin de las crónicas inglesas: como siempre, gracias por leerlas, aguantarlas y comentarlas.
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lunes, 21 de marzo de 2011
Por la zona
Los nada misteriosos planes que teníamos para ese día, aparte de pulular por la tienda del museo y evitar que se nos llevara el viento, era hacer tiempo a que llegaran nuestros amigos Sarah y Steve, que no viven allí, pero tampoco lejos. Al poco rato entraron en la tienda con la misma cara de alivio con que debíamos de haber entrado nosotros antes.
La idea entonces era pasar a la biblioteca a hacerle una visita a la bibliotecaria, pero coincidió que había reunión de plantilla y tuvimos que hacer un poco más de tiempo esperando. Nos aventuramos de nuevo a la calle pero enseguida nos refugiamos en la iglesia, donde entramos en calor mientras un enorme gato del pueblo nos ronroneaba por las piernas (yo soy alérgica a los gatos, pero como sólo se rozaba por las botas no lo ahuyenté) y nos pusimos al día de cosas varias. Comentamos la locura del cura actual que, con la idea de recaudar dinero para reparar el tejado de la iglesia, pensó que podía sacar dinero abriendo la cripta sellada de la familia Brontë. Por muchas razones, es dudoso que el proyecto se lleve a cabo, pero comentamos que, mientras la parte racional y demás dice que es una locura y que la pobre familia se ganó su descanso eterno privado, otra pequeña parte tiene cierta curiosidad por saber cómo será la cripta. Ya digo que menos mal que la idea es una locura o el debate interno sería arduo y complicado.
Al cabo de un rato volvimos al museo y pudimos ya pasar a la biblioteca. No digo por dónde se entra, pero no puedo evitar comentar que es una entrada muy curiosa y que siempre me hace mucha gracia. Allí estuvimos charlando un rato tan ricamente, viendo nuevas adquisiciones recién sacadas de su sobre, etc. Las visitas a la biblioteca del museo siempre son una sorpresa; eso sí, también cada vez son más estrechitas porque les va quedando cada vez menos espacio. Ah, pero qué maravilla de recinto en cualquier caso.
Llegó la hora de ponernos en marcha, nos montamos en el coche de Sarah y Steve (donde Sarah me dio los bodies, baberos y revistas antiguas que nos trajimos). El día desde el calorcito del coche - creo que el termostato estaba puesto a 26ºC - era precioso y las vistas, que sólo eran páramos y más páramos parecían, como dijo Manuel, sacadas de un fondo de pantalla de Windows.
Pasamos en el coche por Hebden Bridge, un pueblo que desde hace unos pocos años sabe venderse como cercano a Haworth, con comercio moderno y de aspecto típicamente de la zona. Todo muy bonito si no fuera porque también es el sitio de Inglaterra con el índice más alto de suicidios. Pero, ya digo, el pueblecillo visto desde las ventanillas del coche parecía agradable.
Y todo ello con unas subidas y bajadas impresionantes por unas carreteritas minúsculas de esas en las que a veces hay que pararse para dejar que circule el coche (o camión) que viene en sentido contrario. Menos mal que Steve, al volante, sabía muy bien lo que hacía. Así que cuidado si alguien se alquila un coche para moverse por allí, a la dificultad de conducir por el otro lado, se le une la dificultad de conducir por este tipo de carreteras. Eso sí, las vistas, los paisajes (de los que no creo que el conductor disfrute demasiado, pero sí los acompañantes) merecen mucho la pena.
Finalmente llegamos a nuestro primer destino. Uno de los pocos sitios en Inglaterra (¿el único?) con dos iglesias tan juntas, apenas separadas por unos pocos metros. Una de ellas, la de St Thomas a Becket, del siglo XIII, ahora una mera ruina. Y al otro lado la nueva (del siglo XIX). Y entre ambas un suelo casi pavimentado con tumbas de todo tipo, desde las que sólo tienen las iniciales del difunto (que indican que el pobre no tenía mucho dinero) a las más historiadas. Los cementerios ingleses con solera siempre resultan muy curiosos.
Pero lo de haber llegado hasta este pueblecillo en lo alto de una colina llamado Heptonstall no había sido para ver sus dos iglesias sino para "saludar" a una de las "habitantes" de su cementerio: Sylvia Plath. Sylvia Plath está enterrada en la parte más nueva del cementerio, es decir, no en la parte que queda entre las dos iglesias, sino en la parte que queda en el lateral de la iglesia nueva.
Aunque yo fui la que tuvo la idea de ir a conocer su tumba, en casa es Manuel el que sabe más de ella y de su obra. De todos modos, allí plantados delante de la tumba, ninguno sabíamos por qué esta chica que se había suicidado en Londres había acabado enterrada en un pueblo remoto de Yorkshire. No creo que le hubiera importado demasiado, ya que era una apasionada de la zona, de Emily Brontë, los páramos y los paisajes que por allí abundan. Al volver investigué un poco (muy por encima, puede que meta la pata) y vi que nadie tiene muy claro por qué Ted Hughes decidió enterrarla allí: hay quien opina justo eso, que a Sylvia no le habría importado; hay quien dice que Ted era de la zona y podía tener en mente instalarse allí y así tenerla cerca (aunque para entonces ya estaban separados) y las malas lenguas afirman que Ted quería enterrarla en un pueblo perdido para así condenarla al olvido. Supongo que estas malas lenguas van acompañadas de las mismas manos que rascan la parte de "Hughes" en la lápida (como puede verse en la foto está más gastada que el resto de letras).
No sé cómo empezaría la tradición pero, entre todo tipo de objetos, lo típico que hay que dejarle a Sylvia Plath en su tumba es un bolígrafo. Ya digo que no sé quién sería el primero en hacerlo, pero para una escritora/poeta me parece una tradición preciosa. Así que yo en casa había seleccionado un boli para dejarle allí. Una pena que el boli fuera en la mochila y la mochila se hubiera quedado en el coche. Yo no podía irme sin cumplir la tradición y tuve que conformarme con una "ofrenda" mucho más funcional: un boli bic pequeñito que llevaba en el bolso.
Allí nos quedamos de cháchara un buen rato los cuatro, como si brillara el sol y fuera agradable estar al aire libre. Lo cierto era que entonces estaba de nuevo nubladísimo, hacía un viento gélido (yo había dejado mis complementos para el frío (guantes, gorro, bufanda, etc.) en la mochila con el boli) y apenas se podía hablar sin que se congelasen las palabras. La cosa ya se puso realmente fea cuando, al hacer hueco a otros visitantes de Sylvia Plath, nos retiramos un poco y continuamos la conversación. Yo me encontré sobre un montículo verde que resultó ser la tumba de alguien enterrado en 2002. Terrible descubrimiento. Sin duda siento mucho menos reparo caminando por tumbas del siglo XIX que subida encima de una de menos de diez años.
Para cuando yo me preguntaba si acabaríamos formando nuevos montículos allí, muertos por congelación, nos pusimos de nuevo en marcha. ¡Qué acogedor el calorcito del coche! Y qué bonitos paisajes y qué carreteras tam complicadas otra vez.
El destino ahora lo había sugerido Sarah: Luddenden Foot, un pueblecillo donde Branwell Brontë trabajó brevemente como empleado de una línea de ferrocarril y donde quedó una vez más patente aquello que dijo un amigo suyo tras su muerte, que Branwell había sido más "sinned against than sinning" (algo así como que había recibido más pecados de los que había cometido). Allí Branwell estaba a cargo de las cuentas y al cabo de un tiempo los números no cuadraron y Branwell se llevó la culpa de haberse quedado con lo que faltaba cuando en realidad el que había metido la mano en la caja había sido uno de los otros trabajadores. Lo que había hecho mal Branwell había sido el ser tan disperso como era el pobre.
Caminamos un poco por algunas callejuelas del pueblo y de nuevo acabamos en la iglesia (siempre acabábamos en las iglesias por aquello de resguardarnos del frío). Allí comprobamos que Branwell no había sido el único habitante de Haworth en trasladarse a Luddenden Foot. El cura antecesor de su padre, el temible William Grimshaw (que llenaba la iglesia a costa de, según cuenta la leyenda, plantarse en el pub y sacar de allí a los parroquianos para llevarlos a la iglesia a base de latigazos), se trasladó allí de forma más permanente, ya que está allí enterrado. Las iglesias inglesas son en cualquier caso curiosas de visitar. Ahora, para darles más vidilla, todas suelen tener una parte más terrenal en la entrada: con una pequeña biblioteca, mesas, juguetes para niños, etc., y ejercen de sitios de reunión cuando no hay misa y supongo que a horas concretas, porque todas las que nosotros visitamos, pese a estar abiertas, estaban desiertas (pero cuidadísimas). Las iglesias también suelen tener estos cojines bordados por las señoras del pueblo que yo siempre imagino salidas de un libro de Barbara Pym. Me gustaron estos de la foto porque representan la rosa blanca de Yorkshire.
Con el frío que hacía y durante toda la mañana todos habíamos fantaseado con una comida calentita en un buen pub, quizá sentados delante de una buena chimenea. Sarah y Steve habían sugerido seguir los pasos de Branwell (que muchas veces no debió de pisar la iglesia tampoco) y comer en el Lord Nelson, un pub que sí que frecuentaba mucho y, siendo Branwell, seguro que pasaba allí largas horas (mientras sus empleados metían mano donde no debían, claro).
Sarah y Steve nos habían vendido las bondades del pub y su comida y, desde luego, por fuera parecía de lo más acogedor. Y teníamos cierta curiosidad por conocer otro de los "antros" de Branwell, aparte del Black Bull en Haworth. Pero, como tantos otros comercios de la zona, los horarios de apertura son todo un mundo, y resultó que el Lord Nelson sólo abre los fines de semana (y ese día era miércoles). Nos quedamos con la miel en los labios, primero porque ya empezaba a haber hambre, pero sobre todo por las ganas que teníamos de sentarnos al calorcito de algo tranquilamente.
Fue una pena, así que recomiendo a posibles visitantes a la zona que se informen de los horarios de apertura de las cosas en la medida de lo posible.
¿Dónde ir ahora? En la época de las Brontë, este recorrido que habíamos hecho en apenas unas horas era impensable. Los kilómetros de separación eran los mismos pero las distancias eran mucho mayores, aunque también es cierto que se recorrían enormes distancias a pie. Uno no iba a Luddenden Foot y volvía en el mismo día. Por suerte estamos en el siglo XXI y decidimos ir volviendo hacia Haworth. Menos mal que Sarah y Steve se conocen la zona al dedillo y tenían alternativas al Lord Nelson: comeríamos en Wuthering Heights (cumbres borrascosas). Se trata de un pub que está en Stanbury (al ladito de Haworth: un pueblo de prácticamente sólo una calle) y que si no estuviera situado en esa calle única pero sí en una situación similar, no sería mal equivalente a la casa de los Earnshaw. Con la diferencia de que es infinitamente más acogedor, claro.
Llegamos por los pelos a la hora de la comida pero nos atendieron de maravilla y la comida estaba bien rica. También influía que teníamos hambre, claro.
Con el viento que hacía, el día se había aclarado de nuevo, pero la temperatura seguía siendo heladora. Eso sí, con el estómago lleno y pese al frío, merecía la pena contemplar las vistas desde allí. Sarah y Steve habían especulado si era pronto o no para ver a los corderitos y desde allí pudimos ver en la distancia a un par de ellos en una granja. Monísimos, pero demasiado lejanos y rápidos para captarlos con la cámara en condiciones. Aun así las vistas, con o sin corderitos, eran una gozada:
Volvimos a Haworth, curioseamos por las tiendas, nos quedamos a cuadros con el humor local (una tienda situada en Purv's Corner (que suena, aunque no se escribe, como "la esquina del pervertido") que estaban reformando cuyo permiso de obra decía que era para construir una especie de salón de striptease; todos nos lo tomamos en serio, extrañadísimos de que con lo conservadores que son en Haworth lo permitieran, hasta que Sarah habló con la bibliotecaria de la casa-museo de las Brontë y esta le informó de que era una broma).
Por fin llegó la hora de irse de Steve y Sarah, que nos habían hecho pasar un día estupendo, y Manuel y yo nos dedicamos a pulular un poco más por el pueblo mientras hacíamos tiemmpo para ir a cenar al White Lion.
Era nuestra última noche en Haworth. Y me temo que mañana se acaban las crónicas del viaje.
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Etiquetas Álbum de fotos, Brontë
viernes, 18 de marzo de 2011
Amanece en Haworth
Al día siguiente amaneció así (perdón por el reflejo):
O así:
O así (por si no se aprecia bien está nevando):
Todo eso ocurrió en un periodo de tiempo de, no sé, ¿veinte minutos? Es la pesadilla del "¿qué me pongo?" Creo que también las alteraciones se producían cuando yo cambiaba de opinión sobre si ponerme las botas de lluvia o no. Como son mágicas...
Al final, independientemente de las idas y venidas meteorológicas, decidí ponerme las botas. También, ya que ya era definitivo que el abrigo no abrochaba, un jersey gordísimo.
Bajamos a desayunar. Manuel se tomó el típico y delicioso Yorkshire breakfast y yo me conformé con huevos revueltos sobre unas tostadas que debo reconocer que también estaban bien ricos. Mientras desayunábamos, fuera seguían pasando las diapositivas de lluvia, niebla, soleado, etc. Ver comenzar el día en Haworth en marzo da para crear "televentana".
Pero finalmente cuando por fin salimos a la calle la ruleta se había parado en la casilla de soleado pero gélido. Si es que mis botas son mágicas, aunque luego, pese a no haber llovido, me alegré de llevarlas: los pies fueron de las pocas partes del cuerpo que mantuvieron una temperatura decente durante ese día.
De nuevo fuimos subiendo por la calle principal, con un poco más de tranquilidad y tiempo para mirar las cosas, riéndonos de los horarios surrealistas de los comercios: que si este abre sólo tal día y tal otro, que si este unos días abre a las 10 y otros a las 12 y otros no abre. Muy extraña la vida comercial de una calle que prácticamente se alimenta sólo del turismo.
Y, aunque esta hora no era la hora mágica, la luz que había también era muy bonita. ¡Y qué verde todo! En Inglaterra siempre me resulta muy fácil imaginar cómo, si un buen día la vegetación dejase de mantenerse a raya, el país se asilvestraría en tiempo récord.
Mientras seguíamos el ascenso de la calle, de pronto vimos a un autobús enorme pararse en la parte de arriba y soltar a un montón de japoneses. En su momento nos hizo gracia (olvídate de las Brontë, estar en Haworth de verdad supone ver, por lo menos, un grupo de japoneses) pero estos días no dejo de preguntarme por ellos. Yo creo que para cuando el terremoto y demás aún seguirían de viaje, cosa que no sé si es mejor o peor.
El caso es que teníamos pensado entrar en la iglesia, pero las hordas niponas se nos adelantaron y lo dejamos para más adelante. Curioseamos un poco de nuevo por el cementerio, pero se levantó un vendaval, o quizá siempre lo había hecho pero en la calle principal quedábamos resguardados de él, y decidimos buscar refugio en la tienda. Nos costó mucho llegar con el vendaval de cara, y también nos costó cerrar la puerta de la tienda, que yo creo que casi se vuela con el viento. De nuevo era un día "wuthering" de verdad.
Lo que tiene refugiarse en la tienda es que acabas comprando más cosas (y eso que habíamos estado allí la tarde anterior). Al poco, la guía japonesa entró preguntando cuándo abría el museo. Eran poco más de las diez, y el museo no abría hasta las once. La chica de la tienda les mandó a los páramos, donde supongo que saldrían todos volando, esa mañana hacía incluso más viento que la tarde anterior.
Y a todo esto, ¿qué planes teníamos nosotros? Estábamos pululando por la tienda, refugiándonos del viento. Teníamos unos planes muy concretos, pero no dependían sólo de nosotros.
(Continuará...)
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jueves, 17 de marzo de 2011
En los páramos
Desde que me enteré de lo que era la "hora mágica" en fotografía es un concepto que encuentro fascinante. Los atardeceres y amaneceres me gustan mucho, y el hecho de que ese rato en que se empieza a poner el sol, con esa luz tan irreal y después, una vez ya oculto, se quede esa luz como azulada en el ambiente se conozca como "hora mágica", nombre que le hace verdadera justicia, me encanta.
Al salir de las casa-museo de las Brontë el plan era ir a los páramos. Estábamos a punto de entrar en la hora mágica y aunque la pega era que no podríamos llegar muy lejos porque enseguida anochecería, desde luego parecía una hora ideal para adentrarnos en ese mundo también irreal que son los páramos.
Pero no todo era así de etéreo. El día era helador pero soleado así que yo, a pesar de haber recomendado en mi entrada sobre Haworth, ir a los páramos con calzado adecuado, llevaba zapatos (¡no de tacón!). Eso fue lo primero que encontré chocante de mi indumentaria. Poco a poco, cuando las vistas lo permitían, seguí haciendo autoexamen de ropa y me seguí partiendo de risa, sobre todo cada vez que nos topábamos con gente de la zona. Allí estaba yo, no sólo con zapatos, sino con abrigo (que ni siquiera me podía abrochar del todo), bolso (!!!) y la cámara colgada del cuello. Éramos turistas totales y no lo podíamos ocultar. Lo malo no era tanto la sensación de sentirte totalmente turista, sino el hecho de sentirte ridículo porque eres consciente de que vas tan mal vestido, como plantarse en chándal en una boda pero al revés.
Antes de llegar a los páramos hay que caminar unos minutos por una serie de caminitos entre casas, etc. En esos caminos fue donde empecé a debatir internamente sobre el arte y el bienestar. Para complementar las pintas descritas anteriormente fui sacando de la mochila la bufanda, el gorro y los guantes. Y estos últimos eran los que me suponían un problema: con ellos puestos apenas podía hacer fotos, quitármelos y ponérmelos constantemente era una pérdida de tiempo y además no servía de nada en cuanto a conservación del calor, ir sin ellos implicaba perder las manos. Fui alternando entre todo un poco, para desesperación de Manuel, que quería avanzar y entre mis problemas con los guantes, las fotos y que ya de por sí iba lenta (tenía que ir con mucho cuidado con los pedruscos que me salían al paso y los zapatos que no ayudaban). Quizá si hubiera podido ir al paso al que iba Manuel habría pasado menos frío. Él dice que hacía frío, pero no recuerda la experiencia de forma tan gélida como yo.
Por fin llegamos a los páramos y es entonces cuando de repente te das cuenta de por qué las fotos/imágenes/recuerdos no les hacen justicia. Primero porque en las fotos/imágenes/recuerdos no notas el viento que hace en ellos, no lo oyes e instantáneamente comprendes el sentido de la palabra "wuthering" (Cumbres borrascosas en inglés se llama Wuthering Heights) y segundo porque en las fotos no tienes esa sensación de estar en una inmensidad sin fin: los páramos de repente se extienden hasta donde alcanza la vista, pierdes la noción del tiempo y del espacio y cuesta imaginar que haya otras vistas. Los páramos te envuelven y lo son todo.
Manuel insistía en que dejara la lucha entre la cámara y los guantes (y para entonces el numerito era a tres bandas, porque se le había sumado la condensación del aire en mi nariz y, si no me sonaba constantemente, estaba segura de que me iban a salir estalactitas en la nariz) y simplemente mirara el paisaje. Acepté gustosa, pero le comenté que la razón de tanta foto era porque no había forma de captar el momento o, como mínimo, el viento. Manuel, chico listo, sugirió que hiciera un vídeo. Sigue sin captarlo, sobre todo porque el viento se oye pero no corta como allí en persona, pero da una idea:
La idea inicial de Manuel era llegar a las "cataratas" Brontë pero visto mi lamentable estado de congelación inminente y la tarde que iba cayendo a paso ligero, decidimos quedarnos en el punto desde donde se ve el embalse de Lower Laithe. A todo esto veíamos pasar a los fornidos habitantes de la zona como si tal cosa, incluso a un padre y su hija de no más de 9 años corriendo ambos con pantalones súpercortos y las piernas blanquitas al aire helador de los páramos.
A todo esto, entre foto, guantes y kleenex yo había tenido tiempo incluso de citar a Emily Brontë. Viendo por dónde se ponía el sol deduje que el viento helador venía del oeste. En las cartas de Charlotte Brontë, el viento malo, portador de enfermedades, siempre es el viento del este. En cambio, en la poesía de Emily Brontë, el viento del oeste parece una fuente de inspiración (y sí, yo también me preguntaba cómo sería entonces en viento del este, si ese viento del oeste que nos soplaba en la cara era el bueno). Ya he dicho muchas veces que citar de memoria no es lo mío, porque alcanzo a recordar poco y/o en palabras sueltas. Pero la poesía de Emily Brontë la tengo mínimamente controlada:
With that clear dusk of heaven that brings the thickest stars;
Winds take a pensive tone and stars a tender fire
And visions rise and change which kill me with desire. . .
(Imposible para mí traducirla)
Y es que es un topicazo, pero los páramos son Emily Brontë en estado puro. Quizá hacemos la asociación porque la leyenda así lo ha decretado, pero de verdad, es notar ese viento, ver esas vistas, ver el brezo (ahora ennegrecido en lugar de púrpura como cuando está en flor en agosto-septiembre, pero todavía conservando algunas pequeñas flores si se miraba de cerca pese al vendaval; impresionante también) y pensar en ella y en todo lo que conocemos de su vida. Suena extraño y ella leída en biografía parece un poco rara, pero al estar en los páramos todo cobra sentido, como si su vida fuera coherente con ellos.
Volvimos al punto de partida, las Brontë ya habían cerrado y encendido las luces exteriores de su casa. El cementerio estaba en una hora fantasmal, cuya sensación aumentaba por los apabullantes graznidos de los cuervos. En visitas anteriores nunca habíamos sido conscientes de los cuervos y de hecho nos preguntábamos si sería una cosa nueva (dudoso) o invernal (por lo visto no, parece ser que los cuervos están ahí todo el año y, según una persona de la zona, "uno sabe que está en Haworth cuando empieza a oír los graznidos de los cuervos"). Es dudoso que en la época de las Brontë los hubiera ya que tienen copados de nidos los árboles que entonces no estaban plantados aún. Intenté hacer un vídeo también pero hicieron menos ruido de lo que venían haciendo, y el ambiente estaba muy frío como para entretenerse demasiado.
A esa hora, en ese momento y en ese lugar era imposible no volverse un poco gótico (en cuanto a literatura, no a moda de vestir). Allí, con los cuervos graznando, elaboré mi teoría de que Daphne du Maurier había concebido la historia de The Birds (Los pájaros) en una visita de las que hizo a Haworth cuando escribía, con creciente desesperación, su biografía de Branwell Brontë. Dicho allí en medio no sabía si las fechas cuadraban, pero según la wikipedia la biografía de Branwell es de 1960 y Los pájaros de 1963. Las fechas cuadran y, por lo que yo puedo decir, el entorno en que se pudo inspirar, también.
Tras unas pequeñas visitas a ciertas tumbas a las que, tras tantas visitas, uno hasta les coge cariño (!!) decidimos encaminar nuestros pasos a cualquier pub que nos sirviera algo muy, muy caliente.
Estábamos contentos porque estábamos seguros de que era la hora de la cena. Pero no, resulta que llegamos pronto incluso para la costumbre local del White Lion (empiezan a servir cenas a las 19; ¡¡íbamos a cenar prontísimo!!); en el Black Bull - mítico pub frecuentado por Branwell - nos informaron de que "esa noche" no servían cenas, por lo que bajamos la calle principal hasta llegar al Fleece Inn, donde servían cenas desde las cinco (eran las seis y pico), hacía un calorcito de lo más acogedor y donde había ambientillo de pub con unos viejecillos locales jugando al dominó y los habituales bebiendo sus cervecillas, también una familia, dos de ellos en manga corta (!), el padre bebiendo cerveza y los niños sendos vasos de leche, la cultura del pub es independiente del tipo de bebida. Cuando por fin nos sirvieron la cena (un delicioso filete de "gammon" para Manuel y un "giant Yorkshire pudding" relleno de verdura ardiendo para mí) nos supo a gloria, tanto por lo rica que estaba como por lo reconfortante que resultó.
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miércoles, 16 de marzo de 2011
Visitando a la familia Brontë
No recuerdo qué hora sería cuando salimos del hotelito, supongo que alrededor de las tres, y la tarde ya empezaba a ir en declive, justo lo contrario que nosotros, que nos tocaba ascender la calle principal. Fuimos observando los cambios - para bien o para mal muchas tiendas cambian con bastante frecuencia - y vimos de nuevo - aunque ya lo habíamos mirado por internet - que la librería estrella de segunda mano del pueblo (con el escaparate azul en una de las fotos de abajo) y que sólo abre tres días a la semana (los del fin de semana, para los turistas) estaba una vez más cerrada en esta visita (nunca coincide que estemos en Haworth en fin de semana). Siempre miramos ese escaparate con cara de pena, no tanto por lo que contiene sino por lo que imaginamos que podría contener la tienda entera. Estaría bien que si algún día conseguimos entrar salgamos de allí decepcionados y con las manos vacías.
A la otra librería de segunda mano - ya muy conocida - decidimos entrar más adelante, porque la hora se nos iba echando encima. Curioseamos brevemente en la oficina de turismo (el edificio que se ve justo en la parte superior de la calla principal en la foto de abajo) y encaminamos los pasos hacia la iglesia y la casa-museo.
Como íbamos con el tiempo un poco justo, tuve que moderarme con las fotos (bueno, yo digo que me moderé, Manuel seguramente opina que hice tropecientas aun así), así que no tengo ninguna especialmente bonita de los snowdrops (o Campanilla de invierno, como me descubrió que se llamaba en español Elvira hace unos días), que tiene el honor de pertenecer a ese pequeño grupo de flores que reconozco. Quizá es que se me da bien reconocer los signos que anuncian la llegada de la primavera en Inglaterra, porque también reconozco los narcisos y los crocus. La razón por la que distingo los snowdrops es, sin embargo, que alguno de los pocos habitantes de Haworth que vieron a Charlotte Brontë el día de su boda (29 de junio de 1854) afirmó que le recordaba a uno, supongo que porque ella era tan finita y pequeñita como el tallo y porque llevaba un precioso tocado/velo que hoy se puede ver en el museo, ennegrecido no tanto por el tiempo sino por haber estado almacenado en algún sitio con carbón durante muchos, muchos años (misterios de las "reliquias" Brontë) y que de puro delicado hoy es imposible devolverlo a su color original.
Con la luz tan bonita que había fuera, casi - he dicho casi - daba pena meterse en el museo, pero había que entrar ahora y verlo a nuestras anchas o entrar más tarde y verlo apresuradamente. Aunque esta era la cuarta/quinta vez que estábamos dentro, primó lo de poder andar por allí con calma. Siempre hay nuevos detalles que observar.
Del museo por dentro no hay fotos porque no se pueden hacer, así que tendréis que ir a conocerlo, que merece mucho la pena. No sé si Mr X estará de acuerdo con esta última afirmación o no, el caso es que al entrar al museo se puso a dar patadas como loco: yo, más optimista, supuse que le gustaba el entorno; Manuel, quizá más realista, opinó que el pobre quería salir corriendo. Cada uno que decida con qué versión se queda.
Las habitaciones están restauradas en mayor o menor medida y dependiendo de la habitación para asemejarse lo máximo posible a las habitaciones que las Brontë hubieran conocido. Gran parte del mobiliario y los objetos que hay por allí es original suyo y lo que no lo es bien pertenece a la época, bien son réplicas basadas en dibujos suyos, etc. Una de mis dos habitaciones preferidas es el cuarto de estar, donde las hermanas hacían su vida cotidiana, donde daban vueltas alrededor de la mesa noche tras noche mientras hablaban de sus cosas o ponían en común y debatían aspectos de sus novelas, donde Charlotte pasó sola tanto tiempo - y siguió caminando sola en silencio alrededor de la mesa - tras la muerte de sus hermanas, donde está el sofá donde supuestamente murió Emily Brontë, donde puedes mirar por la ventana y, más o menos, ver lo mismo que ellas, con la excepción de que su jardín no estaba tan cuidado como el jardín actual y que las vistas del cementerio que ellas contemplaban aún eran sin los muchísimos árboles que hay ahora (y que se plantaron con el fin de que el pueblo, con ese cementerio tan lleno en la parte más alta, fuera un poco más salubre).
También me gusta subir las escaleras, mirar por la ventana del rellano y obviar la horrible-horrible escultura que hay en el patio (al que no se puede salir, por cierto). Y me gusta llegar a lo que se llama la habitación de Charlotte. Esta, en lugar de estar como Charlotte la hubiera conocido, es un espacio de exposición, con vitrinas de objetos expuestos. Es un poco un absurdo: las Brontë deberían gustar - y gustan - por lo que escribieron, y sin embargo llegas a esa habitación, ves la vitrina central con un vestido de Charlotte (lo van cambiando), sus zapatos, sus guantes, sus medias, su chal, ves lo diminuta que era y te emocionas igual. Y lo mismo cuando sigues recorriendo el resto de pequeños objetos cotidianos: el tocado de boda que decía antes, un velo negro cedido al museo curiosamente por Rachel Ferguson (la autora de The Brontës Went to Woolworths), la capotita de bebé cosida por su antigua profesora y amiga Margaret Wooler y que nunca llegó a estrenarse (por unas cosas y otras se piensa que el 31 de marzo de 1855 y tras unos meses horribles, Charlotte Brontë murió de hyperemesis gravidarum, exceso de vómitos durante el embarazo; ahora es horrible también pero es tan sencillo como que te lleven a un hospital, te mediquen y te alimenten con suero; entonces era mortal, sobre todo en una constitución frágil como la de Charlotte Brontë). No hay constancia de ello, pero lo más probable es que Charlotte muriera en esa misma habitación.
Después conocimos por fin la parte reformada del museo. La casa original era sólo cómo se ve en mi foto de arriba, sin embargo el cura que siguió a Patrick Brontë, consideró que necesitaba más espacio y construyó el ala adicional a la derecha. En ese espacio se exponen más objetos: desde primeras ediciones de las novelas, a la caja de pinturas - recién adquirida - de Emily Brontë, el baúl con el que Charlotte viajó a Bruselas, el armario de los apóstoles descrito en Jane Eyre, etc.
En la planta de abajo de esa ala (se llama Wade wing, por cierto, por el reverendo Wade, el cura que la construyó) está la salita de exposiciones temporales - llamada Bonnell room, por un coleccionista americano que donó gran parte de su enorme colección Brontë al museo - donde aún tenían la exposición sobre Branwell Brontë: Sex, Drugs and Literature (y que a partir de mañana día de su cumpleaños acoge una nueva exposición dedicada a Patrick Brontë, el padre, puesto que este año se cumplen 150 años de su muerte; al día siguiente, por cierto, nos dieron una invitación para la fiesta de inauguración de mañana por la tarde. Ah, quién pudiera). La exposición era curiosa y Mr X de nuevo dio patadas como loco. La posible afinidad con Branwell Brontë - pese a su talento e inteligencia - no nos hizo tanta gracia como la entrada al museo...
Después unas cuantas compras en la tienda y lo siguiente queda para mañana.
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