Todos estos días, mientras escribía sobre París, estaba de visita en una casa victoriana: cada día me paseaba a mis anchas por una de sus habitaciones y curioseaba a fondo. Abría los cajones de los aparadores, fisgaba debajo de las colchas, probaba los sofás, los sillones y las sillas, veía a las mujeres desfilar con sus elaboradísimos y pesadísimos vestidos, husmeaba qué se cocía literalmente en la cocina y cuando miraba por la ventana casi siempre veía - o no, ya se sabe, la famosa niebla - Londres, unas veces un barrio más agradable y otras veces un barrio menos agradable.
Y todo de la mano de Judith Flanders a través de su estupendo libro The Victorian House. La conclusión, de todos modos, a pesar de ese párrafo inicial es que tenemos demasiado idealizada la era victoriana. Quizá no en lo que concierne a la clase obrera y sus condiciones de vida, pero sí en lo que respecta a la clase media, por ejemplo. Como Judith Flanders dice muy a menudo, tenemos una idea de la señora de la casa aburrida, sin saber qué hacer, mano sobre mano casi todo el día, o bien un poco suavizada con sus tareas de trabajos para los pobres, manualidades un tanto rocambolescas y preocupación absoluta por el hombre de la casa. La visión suavizada está más cerca de la realidad que la versión inicial, pero no es del todo real tampoco. La señora de la casa, a no ser que en lugar de ser de la clase media fuera de la clase media alta o de la clase alta directamente, trabajaba y se implicaba a fondo en las tareas domésticas que obviamente no eran ni la mitad de sencillas que las de hoy en día. Lavar la ropa llevaba, entre un proceso y otro, unos cinco días (y se solía hacer semanalmente, así que sólo había dos días a la semana libres de esa tarea), las casas se ensuciaban mucho más; en Londres se dice que nadie iba nunca de blanco porque el hollín que había constantemente pululando en el aire hubiera tardado segundos en estampar cualquier tela; además no había detergentes, los tejidos eran más delicados y más difíciles de lavar, no había fregonas, el agua caliente no salía del grifo por arte de magia como hoy en día, las cocinas no se podían regular con demasiada precisión por lo que cocinar era dificilísimo y un largo etcétera que, cuando se lee, pone los pelos de punta. La parte sobre la limpieza la leí por casualidad inmediatamente después de haber limpiado la casa (muchísimo más pequeña que una casa victoriana) a fondo, con fregona, detergentes, escoba, agua caliente a raudales y fue un shock. Y yo quejándome de lo mío.
Si bien es cierto que lo más gordo de todo eso lo hacía la criada (porque la mayoría de la clase media tenía una, a lo sumo, dos criadas), también muchas tareas requerían como mínimo la colaboración de la señora de la casa o, si esta se las ingeniaba bien, de sus hijas. La razón por la que existe el mito de la señora mano sobre mano es que tenían vetadísimo hablar del tema, ni con los maridos, que todos los libros de consejos para las amas de casa remarcaban que debían saber lo menos posible de los temas de limpieza, criados y demás, ni con las amigas o conocidas. Así que no sólo las mujeres tenían que ayudar, sino también disimular que ayudaban y hacer las manualidades rocambolescas, en ocasiones su ropa, hacer las visitas de rigor y llevar los asuntos de las cuentas y demás como si tuvieran nada que hacer en la casa. Al final del libro te preguntas si en la era victoriana los días también tenían 24 horas o es que tenían más, y entonces te das cuenta de que además la luz - aunque para entonces ya había luz de gas, por ejemplo, que a veces casi era peor - era mucho más limitada que ahora.
Hay que sumarle a eso las enfermedades, los malos olores, el caos de las calles, el barro, los vestidos aparatosos, la férrea etiqueta que permeaba todos los aspectos de la vida, y de ahí que hubiera multitud de libros de consejos y ayuda para las amas de casa, porque todo era complicadísimo. Se complicaban la vida, desde la presentación de las comidas (que si a la rusa o a la francesa) hasta el bien conocido luto, pasando por la decoración, las presentaciones, la correspondencia y las visitas. Todo ello contado de forma muy amena por Judith Flanders que en cuanto puede cuela una cita de algún diario, escrito o carta o incluso de alguna novela para demostrar que lo que dice, por difícil que parezca de creer, es bien cierto y la gente vivía con ello.
Además cualquier señora victoriana digna de serlo dejaría en ridículo a cualquiera que hoy presuma de reutilizar y reciclar las cosas. Es cierto que entonces todo duraba más, pero es que la mujer victoriana, por rica que fuera, era el ahorro hecho persona. A todo se le sacaba el máximo provecho con uno u otro uso hasta que literalmente se caía a trozos. El aprovechar las cosas era una verdadera virtud en una época en que todo, absolutamente todo, era moral o inmoral. La limpieza personal (que cambió mucho - a mejor - durante este periodo) y de la casa no se hacían por higiene, sino porque era moral; las comidas eran morales o inmorales (comer pan del día, recién hecho, era inmoral, por ejemplo; lo moral era comerlo al día siguiente) y así todo.
Judith Flanders, contando todo esto, nos lleva habitación por habitación, pero también por un sorprendente orden cronológico que empieza con el nacimiento en el dormitorio y termina, dentro de la casa, en la habitación del enfermo e, inevitablemente, la muerte, con un pequeño capítulo final dedicado a la calle, donde habla de los medios de transporte y el inimaginable bullicio callejero con sus mil y un vendedores ambulantes. Hay habitaciones en las que se detiene más en la decoración (el salón, por ejemplo) y otras que sirven más para detallar aspectos de la vida cotidiana (el recibidor), pero siempre resulta todo interesantísimo y plagado de anécdotas que lo hacen todo muy real, de ahí que yo considere que he pasado estos días, no leyendo el libro, sino alojándome en la casa. Y con el libro/DVD de Jeremy Paxman como complemento la sensación de realidad va en aumento, claro.
Se menciona a mucha gente conocida. Elizabeth Gaskell es una habitual (el salón de esta foto de aquí es el suyo, y ahora que veo el piano en ella me acuerdo de que los pianos eran sobre todo decorativos, como lo era el hecho de que las jovencitas aprendieran a tocarlos. Muchos de los libros con consejos sobre decoración lo pintan de artículo necesario sobre todo por motivos decorativos y no porque en sí mismo sea bonito, que muchos dicen que no lo es tanto, sino por el juego que da para decorarlo con flores, telas conjuntadas con el resto de la habitación, pañitos, fotos...), los Carlyle son otros (y ahora tengo muchísimas ganas de las que ya tenía de hacerme con el Persephone The Carlyles at Home y de visitar su casa en Londres; otra casa visitable de otros habituales del libro es la de los Sambourne), las Brontë hacen alguna pequeña aparición, Dickens y sus novelas abundan, así como Wilkie Collins, todos ellos, que diría Lytton Strachey, victorianos eminentes.
En fin, una delicia para leer y, sobre todo, para dar gracias de, quién lo iba a decir, poder mirar la era victoriana desde la distancia*. Y desde la distancia estoy deseando - aunque esperaré un tiempo, hay que dejar reposar las cosas - leer el otro libro victoriano de Judith Flanders: Consuming Passions.
* Eso sí, hay cosas que nunca cambian. En 1872, Hippolyte Taine, de visita en Londres, escribió:
Sunday in London in the rain: the shops are shut, the streets almost deserted; the aspect is that of an immense and well-ordered cemetery.
Domingo lluvioso en Londres: las tiendas están cerradas y las calles casi desiertas. El aspecto es el de un cementerio inmenso y bien ordenado. (Traducción rápida y cutre mía).
Y en 2009 yo escribí esto de un domingo londinense en 2006. Por suerte el centro de Londres en domingo en 2009 demostró ser un poco diferente.