martes, 15 de octubre de 2013

Our Spoons Came from Woolworths (Y las cucharillas eran de Woolworths), de Barbara Comyns

No exagero si digo que llevaba años tras este libro. Es algo curioso de decir, porque el libro siempre ha sido fácil de encontrar y sin embargo nunca le llegaba el turno. Ahora no entiendo por qué, si siempre había leído cosas buenas de él. Los dioses de los libros son muy persistentes cuando quieren que un libro se cruce en nuestro camino. Te lo ponen a los pies, en la mesa, a tu alcance, lo van dejando por sitios que tú pasas por alto hasta que se cansan y te dan con él en la cara de una vez. Te lo has ganado. A mí me dieron en la cara con esta preciosa portada y, por si eso fuera poco, con una introducción de mi querida Maggie O'Farrell. "Eso no lo vas a poder pasar por alto, guapa". Eso es lo que dijeron los dioses de los libros, que son sutiles hasta que dejan de serlo, pero que actúan con muy buena voluntad.

Después de su bofetada simbólica, tras acabar el libro, la que me hubiera dado bofetadas habría sido yo, por no haberlo leído antes.

Como dice Maggie O'Farrell, desafía a quien sea a leer las primeras líneas del libro y no engancharse a la historia que cuenta la narradora/protagonista. Con una voz novedosa y original, que hace reír e impacta por la naturalidad con que admite ciertas cosas bastante chocantes. La suya es la historia de un matrimonio bohemio en los mejores años para serlo, pero contada sin glamour alguno. Todo lo que se ha idealizado la vida bohemia de los artistas londinenses del periodo de entreguerras aquí se echa por tierra con sentido del humor pero no por ello con menos validez. Our Spoons Came from Woolworths (Y las cucharillas eran de Woolworths, editada hace poco por Alba en su colección Rara avis) es la mirada práctica a un mundo que vivía con la cabeza en las nubes.

Es, además, un libro que si lo lees sin saber en qué año está publicado (1950), adivinas sin lugar a duddas que fue escrito durante las posguerra y aún durante los años de racionamiento en Inglaterra. Como tantos otros de la época, las descripciones de la comida, los platos que se preparan, los sabores que se degustan, son exagerados en el sentido de que notas cómo al autor se le hace la boca agua mientras los describe.

Y cómo escribe Barbara Comyns. Su forma de escribir, de contar las cosas, me gustó tanto que en Londres, en la primera parada en una librería (Blackwell's, en Charing Cross) los otros dos libros reeditados hace poco por Virago The Vet's Daughter (La hija del veterinario, también editada hace poco por Alba) y Sisters by the River, se fueron directos a la cesta. Desde hace años me ha fascinado el título de otra de sus novelas, pero además ahora sé que, sea como sea, tengo que conseguir leerla. Si el título promete, no logro imaginar cómo será el contenido: Who Was Changed and Who Was Dead (algo así como "quién había cambiado y quién había muerto").

Por otra parte, me sorprendió enterarme de que Barbara Comyns vivió durante 16 años en Barcelona. Sin investigar muy a fondo, no he conseguido encontrar demasiado información sobre esos años, aunque reconozco que me pica bastante la curiosidad. ¿Dónde vivió? ¿Qué le parecía la ciudad y la gente? ¿Qué huella dejó en ella? Y un largo etcétera de preguntas.

El caso es que es una novela muy, muy recomendable. Yo no esperaría a que los dioses se dejaran de sutilezas como esta entrada.

lunes, 7 de octubre de 2013

Kensington

El día del picnic por la tarde noche, Manuel tenía entrada para el Prom en el Royal Albert Hall de música de cine de Hollywood dirigida por John Wilson así que, tras un breve paso por el hotel, Héctor y yo le acompañamos hasta allí en un precioso paseo por Cromwell Road y Queen's Gate. Kensington es así, plácido y envidiable a partes iguales.


La zona de museos de Kensington es puramente victoriana: ilustrada, culta, pero cuidadosa, muy cuidadosa, de las apariencias. El museo de historia natural es precioso por fuera (creo que fue en mi primer viaje a Londres cuando lo vi por dentro) y si te fijas lleno de detalles entrañables como animalitos esculpidos, etc.

Seguimos caminando y pronto nos topamos con Hyde Park y el monumento a Albert y, por supuesto, el Royal Albert Hall, sitiado por multitud de prommers. Allí nos despedimos de Manuel aunque días después disfrutaríamos del prom ya en casa en la televisión, puesto que fue uno de los que emitió la BBC (también vimos, sin conocer nada de nada de la saga, el dedicado a Doctor Who, que nos gustó mucho. A Héctor de hecho y por alguna razón no muy clara, le fascinó hasta el punto de no quitar ojo a la pantalla. Me pregunto si tenemos un fan de Doctor Who en ciernes entre nosotros).

De vuelta al hotel de nuevo con Héctor por las plácidas calles de Kensington al atardecer, viendo o imaginando los fantasmas de los victorianos eminentes y corrientes que residieron allí. Una parada técnica en Waitrose, porque coleccionamos supermercados y aunque adoramos Marks & Spencer a veces nos puede la curiosidad.

Y al día siguiente repetimos el paseo con un destino cercano: por fin, tras años de espera, nos dirigíamos al Victoria and Albert Museum.






Con Héctor no quisimos tentar demasiado a la suerte y vimos unas cuantas salas: las de teatro y artes escénicas (pasando por las de joyas, con esa iluminación tan chula que hipnotizó a Héctor) y las dedicadas al siglo XX. Una visita rápida que nos sirvió para constatar que es un museo puramente inglés y enorme y muy, muy bien montado.

Con lo que me llevé un poco de chasco fue con la tienda. Tantos años mirando con deseo su web e imaginando que el día que la visitase la tarjeta iba a echar humo y lo cierto es que apenas compré dos o tres cosas (una de ellas un cochecito para Héctor como premio por haberse portado de maravilla).

Esa misma tarde salía nuestro avión de vuelta y descubrimos que lo malo de tener un frigorífico por pequeño que fuera en la habitación es que lo quieras o no terminas acumulando comida, así que en el patio del Victoria and Albert hicimos un picnic de restos. Un picnic improvisado y que por tanto implicaba que nos habíamos dejado nuestro tapetito de picnic guardado en la maleta. Fue un espejismo, habíamos vuelto a tener que sentarnos en bolsas de plástico y mirar con envidia las picnic blankets de los demás. Con envidia también miraba Héctor a los niños ingleses que en un día no frío, pero no particularmente caluroso tampoco, corrían y se remojaban en la fuente-piscina. Debe de ser un secreto a voces aquello porque aunque desde una ventana del museo nos había chocado mucho ver a un niño bañándose, luego vimos a muchos más y madres preparadas con bañadores, toallas, cambios de ropa, etc. Si la reina Victoria levantara la cabeza...




Y así se nos acabó Londres una vez más, con cosas en el tintero, como siempre.

La maleta batió récords (aunque parece que siempre digo eso) y trajo esta pila de libros más todos los juguetes de Hamleys y toda la ropa nueva de Héctor.



Mi maleta es la envidia de Mary Poppins. Y ojalá volver a Londres fuera tan sencillo como abrir el paraguas y volar.

Y como siempre, claro: gracias a todos por leer y comentar las crónicas.